La polarización de la gente de bien

Hace menos de cinco años un bestseller sobre la polarización política —entendida como una amenaza letal a las democracias asentadas— recorrió buena parte del mundo académico, intelectual y mediático. Se trataba del ensayo Cómo mueren las democracias, de los profesores de Harvard Daniel Ziblatt y Steven Levitsky, ambos con buenas credenciales académicas y una moderación ideológica firmemente comprometida con la defensa de los valores democráticos (sea esto lo que fuere).

Una lectura superficial de este libro nos situaba hace ya unos años frente a un riesgo inédito: las democracias ya no estarían amenazadas por los clásicos golpes de Estado propios de países periféricos de débil y reciente democratización, sino que serían las propias democracias occidentales, empezando por la estadounidense, las que estarían en peligro de muerte dada una más o menos rápida erosión de sus valores e instituciones fundamentales. Las democracias podrían acabar desde dentro, sin golpes de Estado ni asaltos militares, y podrían hacerlo mediante el uso torticero de sus propios marcos normativos y sus mismas reglas institucionales.

La democracia estaba en peligro en el corazón de los países que primero y mejor la habían conquistado y defendido, y la razón aparente era, claro, la polarización política. La consideración del adversario como un enemigo o, más bien, la incapacidad de transfigurar la sempiterna figura del enemigo en un adversario legítimo al que respetar y con el que transar, pactar y entenderse.

No bastaba, señalaban estos autores, con el mero juego constitucional y sus mecanismos de equilibrio y reparto de poderes, ni con los sistemas republicanos de contrapesos institucionales, para reconducir el antagonismo político hacia un juego agonista de adversarios que se reconocen como legítimos. Es decir, para que los diferentes actores respetasen sin fisuras el juego democrático, aceptasen perder o ganar y fuesen así capaces de ponerse de acuerdo en un marco de respeto o tolerancia mutua por el que, además, contenían sus máximas reivindicaciones en favor de un consenso imprescindible (la contención es, junto a la tolerancia, la piedra de toque del juego consensual democrático para estos autores): "Las normas de tolerancia y contención funcionaban como los guardarraíles de la democracia estadounidense y permitían evitar la lucha partidista a muerte que ha destruido democracias en otras regiones del mundo, incluida la Europa de la década de 1930 y la Sudamérica de las décadas de 1960 y 1970", concluían Levitsky y Ziblatt (página 14).

Cabe preguntarse qué estaría pasando, al menos a juicio de estos ilustres profesores de Harvard, para que la polarización, esa "lucha partidista a muerte", irrumpiera en EEUU y, a través de la figura de Trump, pusiera en peligro casi dos siglos de democracia, tolerancia mutua y contención virtuosa. ¿Era cuestión de un cambio en los sistemas de valores sin aparente explicación estructural? ¿Una anomalía histórica? ¿Bastaba con reclamar nostálgicamente la vuelta de los viejos valores consensuales de respeto, tolerancia y contención para salir del peligro? No, no bastaba. Lo sorprendente de este libro es que sus autores, entre el lamento por la pérdida de los consensos y la exhortación a su necesaria vuelta a escena (y es desde este estrecho marco desde el que han sido habitualmente leídos y citados), deslizaban una pista extraordinaria, además de honesta, sobre las razones y las causas de la polarización. Aunque señalada de pasada más que explorada a fondo, sin sacar de ella, por tanto, todas las consecuencias que contiene, la clave de lectura que insinúan Levitsky y Ziblatt merece la pena ser señalada de nuevo hoy: la exclusión de la cuestión racial como condición de posibilidad del consenso político estadounidense.

Sí, Levitsky y Ziblatt explicaban sin mucho detalle que la posibilidad histórica de esos dos guardarraíles de la democracia norteamericana (la tolerancia mutua entre adversarios legítimos y la contención de sus demandas y exigencias programáticas) tuvo lugar "una vez que el tema de la igualdad racial desapareció de la agenda política" (página 109). Algo que sucedió, por cierto, pocos años después del final de la guerra civil norteamericana. En efecto, gracias al Compromiso de 1877 (un pacto para retirar las tropas federales del sur y devolver el poder a la antigua élite blanca, dejando así desprotegida a la población negra y despojada por tanto de los derechos civiles poco antes reconocidos) y al fracaso deliberado de la Ley de las Elecciones Federales de 1890 de Henry Cabot Lodge (que habría permitido a los federales supervisar las elecciones al Congreso para garantizar el efectivo sufragio de la población negra), la cuestión racial quedó apartada y la población negra excluida del juego democrático.

Fue por tanto esta traumática exclusión la que permitió edificar el consenso (la tolerancia mutua y la contención) entre demócratas y republicanos. No hay, pues, lugar a equívoco: el entendimiento que pone fin a la "lucha a muerte partidista" se sostuvo en una exclusión originaria. Levitsky y Ziblatt lo saben, lo reconocen y lo señalan, aunque no lo exploren a fondo ni saquen de ello las consecuencias que merece:

"Cuesta exagerar la importancia trágica de tales hechos. Puesto que muchos demócratas sureños contemplaban los derechos civiles y el derecho al voto como una amenaza fundamental, el acuerdo entre ambos partidos de aparcar tales temas sirvió de base para restaurar la tolerancia mutua. La privación del voto a los afroamericanos preservó la supremacía blanca y el predominio del Partido Demócrata en el Sur, lo cual contribuyó a mantener la viabilidad nacional de los demócratas. Erradicada la igualdad racial de la agenda, los temores de los demócratas sureños se atenuaron. Y fue entonces cuando la hostilidad entre los partidos empezó a suavizarse. Paradójicamente, las normas que más adelante servirían para cimentar la democracia estadounidense emergieron de un acuerdo profundamente antidemocrático: la exclusión racial y la consolidación del mandato unipartidista en el Sur". (página 109)

La dramática polarización que estaría amenazando la democracia norteamericana (y que sirve de ejemplo a la polarización política de las democracias occidentales) podría fácilmente interpretarse como reacción a un acontecimiento o quiebra histórica previa

Así las cosas, la dramática polarización que estaría amenazando la gran democracia norteamericana (y que sirve de ejemplo a la polarización política de las democracias occidentales) podría fácilmente interpretarse como reacción a un acontecimiento o quiebra histórica previa, aquella que imposibilitaba o dificultaba de forma notable seguir manteniendo ese régimen de exclusión social y política, en este caso en torno a la cuestión racial pero, sin duda también, en torno a tantas otras formas de exclusión con las que se relaciona y refuerza. Que la ola de movilización por los derechos civiles en la década de los años sesenta y setenta del pasado siglo coincidiera en el tiempo con el origen mismo de la quiebra de los consensos entre los dos grandes partidos norteamericanos y, por tanto, con la génesis de la actual polarización política, no hace sino recordarnos hoy que las condiciones históricas que hicieron posible el consenso eran, además de infames, ya políticamente insostenibles. Levitsky y Ziblatt también lo saben y así lo reconocen, aunque, de nuevo, no le dediquen el tiempo y el espacio que merece:

"Hubo que aguardar a 1965 para que la democracia alcanzara su plenitud en Estados Unidos. Y, paradójicamente, ese mismo proceso desencadenó un realineamiento fundamental del electorado estadounidense que polarizó de nuevo acusadamente a los partidos políticos. Tal polarización, más profunda que nunca desde finales de la época de la reconstrucción posterior a la guerra de Secesión, ha desencadenado la epidemia de infracción de las normas que en la actualidad desafía nuestra democracia" (página 178).

Las cosas están, en apariencia, bastante claras: los consensos políticos se asientan en profundas exclusiones originarias. Todo "adentro" definido por el consenso democrático se erige en un "afuera", es decir, en alguna forma de exclusión. Y cuando ese "afuera" excluido irrumpe en el adentro (mediante los movimientos por los derechos civiles de la población negra, pero, también, los movimientos feministas, en favor de los derechos LGTBQIA+, de las personas migrantes, de trabajadores subalternos, de nuevas reclamaciones nacionales o territoriales y de cualesquiera otras minorías excluidas), es todo el juego de equilibrios políticos y sociales el que salta por los aires. Bienvenidos, pues, a la polarización. O a sus razones.

Pero si esto es así, y hay buenas razones para pensarlo, debemos cuidarnos mucho de las simples exhortaciones que, desde el mundo político, académico y mediático se pronuncian desde hace ya unos cuantos años, aquí o en los EEUU, en favor de la vuelta de los consensos, de la necesidad del mutuo entendimiento y de todos esos llamamientos y manifiestos vacuos contra la polarización política y social. Habría que evitar, sí, ese aire de nostalgia con el que se envuelven los viejos buenos tiempos en los que el consenso entre partidos reinaba nuestras viejas (y también nuestras florecientes) democracias.

Las derechas se debaten entre reivindicar nostálgicamente los viejos consensos sin (querer) reparar en las injusticias que los sostenían o, claro, reivindicar y afirmar indisimuladamente esas mismas injusticias y exclusiones

Habría, en fin y como conclusión a esta columna, que reconocer no solo que esos viejos consensos hoy añorados se sostenían en formas actualmente insostenibles de exclusión social y política (exclusiones raciales, de clase o género, territoriales…), sino que, además, han sido precisamente las luchas de los grupos excluidos (luchas por su inclusión y reconocimiento tanto como por la transformación de las viejas e injustas normas de inclusión) las que, al tiempo que hacían saltar por los aires las bases del consenso, generaban y generan hoy una profunda reordenación de todo el campo político.

Así las cosas, las izquierdas se enfrentan a la ciertamente difícil tarea de articular un sujeto político capaz de integrar a todos estos nuevos actores sin expulsar, al mismo tiempo, a una parte no desdeñable de su electorado tradicional; mientras las derechas se debaten entre reivindicar nostálgicamente los viejos consensos sin (querer) reparar en las injusticias que los sostenían o, claro, reivindicar y afirmar indisimuladamente esas mismas injusticias y exclusiones, es decir, en orientarse hacia una violenta y profundamente antidemocrática reacción conservadora. La de la polarización, sí. La de la gente de bien. 

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Jorge Lago estudió Sociología en Madrid, París y Bruselas. Ha sido investigador en la Complutense y el CNRS francés, y es hoy profesor de Teoría Política Contemporánea en la UC3M, además de editor de Lengua de Trapo.

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