Un progresismo desacomplejado

Ganar siempre fue lo más difícil, aun así lo hicimos. Gobernar siempre fue lo más difícil, aun así lo hicimos. Sin embargo, no decepcionar siempre fue lo imposible. La política es una actividad muy desagradecida. Por muy bien que lo hagas, por mucho que tu camino sea recto y tus resultados exitosos, estás condenado a decepcionar. Decepciona aquello que tiene expectativas altas asociadas, y todo lo que en algún momento es susceptible de ganar es porque ha acumulado expectativas a sus espaldas. Expectativas que, por ley histórica, tienden siempre a no ser alcanzadas. Y entonces llega la decepción.

Siendo entonces la política el tortuoso arte de la decepción y llevando tantas derrotas a la espalda, ¿no merece la pena dar un golpe en la mesa de vez en cuando? Si incluso una Comisión Europea liderada por una conservadora alemana de la era de Merkel lo ha entendido ¿por qué no lo podemos entender en el país del 15M, de los derechos LGTBI, del récord de donaciones de órganos, del 8M más masivo y del gobierno de coalición progresista? Hay una base suficientemente sólida para ser más atrevidos. Hay un pueblo lo suficientemente maduro para ir más allá. Hay un contexto inmejorable para intentarlo. Entre los estragos de la pandemia, de la guerra, de la inflación y de la crisis energética nos sobran los motivos (y la comprensión de la ciudadanía) para hacer mucho más de lo que hacemos.

La doctrina del shock siempre fue una cosa de derechas. Te cebaban sus medidas con desastres terribles y el golpe era doble

La doctrina del shock siempre fue una cosa de derechas. Te cebaban sus medidas con desastres terribles y el golpe era doble. La neolliberalización de Chile tras el golpe de Pinochet, la privatización de los servicios públicos de Nueva Orleans tras el huracán Katrina o la reconstrucción de un país entero por empresas privadas estadounidenses tras la Guerra de Irak. Eran oportunidades para el enriquecimiento de unos pocos a costa de la desgracia de los muchos. Y lo hicieron sin complejos, porque podían y porque les traía sin cuidado si debían. Pero nosotros siempre hemos sido los últimos guardianes de la moralidad y del buen hacer. De buenos, tontos. De correctos, perdedores

Dentro del pragmatismo que impregna cualquier forma de hacer política de manera sensata los límites de lo posible se encuentran a kilómetros de donde algunos interesados en que nada cambie nos dicen que están situados. Se puede un impuesto de solidaridad para millonarios en tiempos difíciles, se puede una legislación laboral que proteja al trabajador y no a la gran empresa, se puede una política de reindustrialización verde que nos permita dejar de ser el casino de Europa, se puede una priorización del interés general del país por delante del interés privado de una minoría parásita, se puede una energética pública cuyos “beneficios caídos del cielo” reviertan en los españoles y no entre un puñado de accionistas privados, se puede una política de memoria a la altura de un país democrático del siglo XXI que repare heridas nunca cerradas,  se puede una revolución interior que deje de vaciar nuestro país a favor de cuatro grandes ciudades, se puede una  política habitacional que expropie a fondos buitre (que son los mayores tenedores de vivienda en España) para repartirla entre jóvenes y familias vulnerables. Se puede todo eso y muchísimo más. De hecho, se puede tanto que muchas de esas cosas ya las han propuesto gobiernos que ni siquiera se autodenominan progresistas a lo largo y ancho de Europa. 

No es voluntarismo, es amplitud de miras. Las mejores ideas nunca salieron de un ensimismamiento acomplejado en lo existente. Los mejores rumbos nunca salieron de una espera timorata a que el rumbo de la historia te dé un empujón. Y mucho menos del seguidismo de las propuestas y marcos que marca una oposición desnortada y reaccionaria. Los mejores cambios siempre surgen de coger un camino y, sin complejos, seguir andándolo y superando los obstáculos hasta llegar hasta el siguiente punto.

Estar a la defensiva, evitar toda ambición con la excusa del pragmatismo y mecerse al son las rabietas de la derecha sirve simplemente para reeditar los errores que la socialdemocracia lleva repitiendo desde finales del siglo pasado y que solo se han traducido en derrotas, humillaciones y un paulatino desencanto. Los reaccionarios siempre rabiarán. Hablemos de impuestos a grandes fortunas, de reducción de la jornada laboral o de políticas de industrialización verde. Les da igual. No odian lo que hacemos, odian lo que somos. Siempre han creído que el país les pertenece y que nosotros somos unos intrusos. No merece la pena ser comedidos frente a quienes nos combatirán hagamos lo que hagamos.

Si ya reaccionan igual que si hubiese nacionalizaciones de empresas, grandes impuestos a los ricos, un programa económico radicalmente socialista y una política de memoria avanzada a la altura de nuestro tiempo ¿qué nos detiene para efectivamente hacerlo? Démosles motivos reales para enfadarse si tanto lo desean. Démosles un progresismo desacomplejado.

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