Baja laboral flexible Cristina García Casado
Salvador Illa versus Ada Colau o la política en serio
Prácticamente han coincidido en el tiempo, con escasas semanas de diferencia, la toma de posesión de Salvador Illa como president de la Generalitat de Cataluña y el abandono del Ayuntamiento de Barcelona por parte de Ada Colau. Una entrada y una salida que, a poco que se piense, contienen una fuerte carga simbólica.
La renuncia de la exalcaldesa a continuar como concejal, así como a seguir como coordinadora de Catalunya en Comú, ha venido acompañada de una explicación tan inconsistente como reveladora. Empecemos constatando que Colau no se va para no volver, como en la vieja canción, sino precisamente para poder volver sin tener que violentar de nuevo el código ético de su propia formación, cosa que ya hizo al presentarse por tercera vez a la alcaldía de Barcelona. Era este punto, como se recordará, extremadamente representativo de la denominada en su momento nueva política, uno de cuyos ejes críticos era precisamente la descalificación de una casta dispuesta a perpetuarse en los espacios de poder a cualquier precio.
Nadie puede dudar a estas alturas que Colau ha acabado convertida en una profesional de la política sin ninguna diferencia apreciable, en lo que respecta al apego a los cargos, con aquellos a los que tanto criticaba en el pasado. Y, aunque en su despedida ha repetido una vez más que no fue ministra porque no quiso (una afirmación que desde el primer momento sonaba a poner la venda antes de la herida o, si se prefiere, a la vieja fábula de la zorra y las uvas), de hecho, se ha cuidado mucho de no cerrar la puerta a la posibilidad de volver a presentarse a la alcaldía en 2027. Entretanto, en los tres años que faltan hasta esa fecha, ha anunciado que se dedicará a explicar su modelo de ciudad y a reflexionar sobre la izquierda. Dado que se supone que lo primero es lo que ya debería haber hecho a lo largo de los ocho años de su mandato al frente del Ayuntamiento barcelonés, sería de agradecer que fuera adelantando algo acerca de la segunda tarea que se ha autoencargado.
Parece altamente improbable que, en adelante, resulten creíbles para la ciudadanía los cantos de sirena de quienes aportan, como único aval para su promesa regeneradora, el mero hecho de ser ellos mismos nuevos
Podría empezar —es solo una modesta sugerencia— intentando dar cuenta de la ruinosa deriva que ha seguido el sector político del que ella era una destacada representante. Más allá de las flagrantes contradicciones en las que terminaron incurriendo quienes alcanzaron una considerable notoriedad a base de descalificar, con el señalado argumento de la casta, a la totalidad de los políticos anteriores (no resulta aventurado pensar que dichas contradicciones se encuentran en el origen del declive político del propio Pablo Iglesias), tal vez lo más digno de resaltar sea que la ruina de aquel sector ha dado lugar a consecuencias que afectan no solo a los directamente implicados sino a la sociedad en su conjunto. Porque si en algún momento todas las formaciones que se proclamaban, desde diferentes opciones ideológicas, portadoras de una novedad regeneradora consiguieron despertar un amplio anhelo de cambio profundo y radical de la vida pública, la desembocadura de todo aquel proceso muy probablemente signifique el final (definitivo o por mucho tiempo) de un determinado tipo de expectativa de futuro. Parece altamente improbable que, en adelante, resulten creíbles para la ciudadanía los cantos de sirena de quienes aportan, como único aval para su promesa regeneradora, el mero hecho de ser ellos mismos nuevos, junto a la solemne declaración de estar decididos a romper amarras con lo que hubo. Es de toda evidencia que con esto no es suficiente en absoluto.
Pero si hemos empezado contraponiendo la salida de una y la entrada de otro es precisamente porque en esta última encontramos una clave que nos permita interpretar el giro que parece haberse producido en los últimos tiempos en nuestra sociedad. En efecto, frente a la cansina gestualidad adanista de Colau, la explícita y reiterada referencia a Tarradellas por parte de Salvador Illa implica, en tanto que gesto simbólico, una manera diferente de relacionarse con el pasado, lo cual —dicho sea un punto paradójicamente— no deja de representar una novedad en nuestros días. En el bien entendido de que no acaba en el primer president de la Generalitat restaurada la reivindicación de momentos pretéritos por parte del nuevo president. Porque tampoco le han dolido prendas a este en reconocer la importancia de la tarea desarrollada por Jordi Pujol en muchos aspectos o, más en general, en destacar el valor de buena parte de lo llevado a cabo por quienes le precedieron.
Podrían señalarse otros rasgos diferenciales entre Colau e Illa. Por ejemplo, cabría señalar la claridad con la que el segundo ha declarado sus convicciones en diversos ámbitos, sin ocultar ni siquiera uno tan personal como es el religioso. Aunque lo de menos es que Salvador Illa lea a Gabriel Marcel (por aquello del humanismo cristiano) o a Markus Gabriel (por su formación en filosofía analítica): lo importante es que los ciudadanos saben a qué atenerse en relación con sus ideas. De otras, en cambio, no se sabe si, pongamos por caso, su sobrevenida devoción por el Papa Francisco es debida a un catolicismo que hasta ahora no habían declarado, a un cristianismo vivido en la intimidad o, no lo descartemos, a una profunda querencia peronista.
No acaban aquí las diferencias, por supuesto, y, por ir a un asunto aún más pertinente cuando se trata de señalar las distancias entre representantes públicos, ahora que el procés ha entrado en una fase declinante, valdrá la pena recordar que seguimos sin conocer qué opción habría defendido Ada Colau en el supuesto de que el independentismo hubiera alcanzado sus objetivos y se hubiera convocado el referéndum de autodeterminación que constituía la pieza clave de su programa. Tengo para mí que, siguiendo con su proverbial indefinición (que los suyos tienen por suprema habilidad), habría defendido la libertad de voto con el argumento de la transversalidad de su formación. Illa, en cambio, tuvo el coraje político de estar en la tribuna en la multitudinaria manifestación convocada por Societat Civil Catalana en octubre del 2017 en Barcelona. Una diferencia ciertamente notable.
Pero precisamente por ello, porque el actual president de la Generalitat tiene ideas propias y no las oculta, es más de agradecer que parezca decidido a no apostar por la polarización, esto es, por hacer un uso sectario de las mismas. Lo que implica no solo una determinada manera de desenvolverse en el presente (por ejemplo, no tratando a los adversarios como enemigos) sino también, recuperando la cuestión apuntada antes, una forma específica de relacionarse con el pasado (por ejemplo, reconociendo el valor para nosotros hoy de determinados aspectos de lo que tuvo lugar antaño). No es esta una vaporosa afirmación retórica susceptible de ser aceptada casi por cualquiera. Al contrario, en una situación como la actual, en la que uno de los reproches preferidos por parte de quienes se tienen a sí mismos por el no va más del izquierdismo es el de neorrancio, la mencionada actitud posee un inestimable valor práctico-político que conviene destacar.
Uno de los reproches preferidos por parte de quienes se tienen a sí mismos por el no va más del izquierdismo es el de 'neorrancio'
En efecto, carecería completamente de sentido proponer ningún tipo de vuelta atrás en la historia e intentar recuperar en su totalidad un determinado momento del pasado. No conozco a nadie que prefiera vivir en una etapa histórica anterior, prescindiendo por completo de los avances y progresos de todo orden que entretanto se han ido produciendo, esto es, un neorrancio de una pieza. Pero que nadie añore la totalidad del pasado no equivale en modo alguno a rechazar que haya aspectos o dimensiones de otro tiempo que no solo podemos reconocer desde el presente que merecen una valoración positiva, sino que constatamos que las echamos en falta.
Probablemente si hoy estamos en disposición de afirmar que en Cataluña la década pasada fue una década perdida es porque percibimos con claridad algo más que la frustrante inanidad de determinadas propuestas políticas (subsumibles bajo el genérico rótulo de populismo, tanto de izquierdas como nacionalista): percibimos las severas limitaciones de quienes presumían de encontrarse en condiciones de materializarlas. Intentar aprender de quienes, antes de ellos, no cometían determinados errores no es un empeño nostálgico (e imposible) en regresar al pasado, sino probablemente la mejor manera de la que hoy disponemos para encarar un futuro repleto de incertidumbres.
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Manuel Cruz es catedrático de Filosofía y expresidente del Senado. Autor del libro 'El Gran Apagón. El eclipse de la razón en el mundo actual' (Galaxia Gutenberg), entre otros ensayos.
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