Subir el salario mínimo (y poner uno máximo)

El debate en torno a la subida del salario mínimo se ha convertido en un clásico en nuestro país. Durante los últimos años ha sido habitual escuchar que si subíamos el salario mínimo llegaría poco menos que el apocalipsis, el sol dejaría de salir por las mañanas y la luna se escondería ante tal medida de evidente signo bolchevique. Nada más lejos de la realidad. El salario mínimo se subió de los 735 a los 1.000 euros y mientras tanto se llegó al récord de personas empleadas en España y al paro más bajo desde 2008. El debate se ha convertido, por lo tanto, en un debate tan clásico como zanjado. Es hora de superarlo.

Lo habitual durante estas largas y mediáticas discusiones ha sido escuchar a una nutrida cohorte de empresarios, políticos y opinadores posicionarse firmemente en contra de la subida de un salario mínimo que nunca han tenido que experimentar en sus propias carnes. ¿Por qué? Porque para ellos ya estaban reservados otro tipo de salarios. Unos que nunca ocupan portadas ni suscitan discusiones sobre si son malos o no para la economía. Tal vez sea hora de dejar de hablar tanto sobre el salario mínimo y comenzar a hablar un poco del salario máximo.

En España el sueldo de los directivos del Ibex es 118 veces mayor que el de sus trabajadores. Es decir, si el trabajador cobra un salario mínimo, para algunos demasiado alto, de 1.000 euros al mes, sus directivos cobran un humilde salario de 118.000 euros mensuales. Por supuesto, hay grandes diferencias entre las propias grandes empresas del Ibex. Por ejemplo en AENA, que es una empresa pública (aunque semi privatizada), un directivo cobra 4,4 veces más que un trabajador, una distancia comprensible por el grado de responsabilidad que implica su posición. Sin embargo, en el Santander ese ratio crece hasta las 222 veces, en Inditex es de 289 veces y en Repsol llega hasta las 387 veces. En este contexto, hablar de salarios máximos no es una ocurrencia, es una necesidad.

Probablemente haya algunos a los que este debate no les parezca bien. Para esas personas es evidente que todos pueden hablar sobre cuánto merecen cobrar los pobres pero al mismo tiempo les parece inmoral hablar de cuánto deberían poder cobrar los ricos. Por suerte, no es la primera vez que se abre este debate. De hecho lleva siendo un clásico por lo menos desde Platón, cuando en La República y las leyes el filósofo griego ya recomendaba que las diferencias de renta no excediesen una proporción de uno a cuatro (algo parecido a lo que ya ocurre en AENA). Incluso Adam Smith, uno de los padres del liberalismo económico, advirtió en su obra La riqueza de las naciones de que “allí donde existen grandes patrimonios hay también una gran desigualdad. Por cada hombre muy rico ha de haber al menos quinientos pobres, y la opulencia de unos pocos supone la indigencia de muchos”. Si los presuntos liberales del siglo XXI escuchasen un poco más a Smith que al sonido de las monedas en su bolsillo, entenderían que la consecuencia lógica de esta situación es intervenir para moderar esas desigualdades que carcomen a la sociedad desde su interior.

Incluso podemos ir más allá. Podemos citar a un presidente de uno de los baluartes del capitalismo para que nadie piense que esta es una medida de corte soviético: "Las discrepancias entre las rentas personales bajas y las rentas personales muy altas deben disminuir; y por lo tanto creo que en tiempos de grave peligro nacional [...], ningún ciudadano americano debería tener una renta neta, después de haber pagado sus impuestos, de más de 25.000 dólares al año". Estas palabras son del presidente estadounidense Franklin D. Roosevelt, que proponía una cantidad impositiva del 100% por encima de los 25.000 dólares al año para las personas más ricas del país. Desde 1913, el impuesto federal sobre la renta en Estados Unidos pasó de ser un escaso 7% a un 94% en 1944. Y durante casi medio siglo (de 1932 a 1980) la media de los tipos impositivos máximos en el país líder del bloque occidental fue del 81 por ciento para los más ricos, coincidiendo, no por casualidad, con la época de mayor crecimiento económico y reducción de la desigualdad.

Claro que hay margen para ser más ambiciosos en la redistribución. No porque lo imaginemos de manera idealista, sino porque tenemos numerosos ejemplos a lo largo de la historia que demuestran que es posible y que además es beneficioso. 

La gran victoria de la patronal ha sido desplazar tanto el eje de la discusión que incluso una modesta subida del salario mínimo nos parezca algo radical e imposible. Mientras tanto sus ganancias multimillonarias, cada vez más libres de impuestos y límites, quedan fuera de la discusión. Y así han ganado más que nunca.  Pero, por fortuna, los tiempos pasan, sus dogmas caducan y la memoria vuelve a florecer. Y por eso, en un momento económico de nuevo complicado para la mayoría,  tal vez haya que dejar de utilizar la lupa para mirar las migajas que nos ofrecen y comenzar a coger los prismáticos para atisbar la fortuna que ellos se embolsan a nuestra costa. ¿Subir el salario mínimo? Claro. Y poner uno máximo.

_______________________________

Alán Barroso es politólogo y experto en comunicación política.

Más sobre este tema
stats