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Tiempos podridos

Esta columna no es precisamente alegremente navideña, aunque quizás, por desgracia, sí es tristemente navideña. Hace unos días me estaba bajando del Metro en el intercambiador de Moncloa. Iba, como siempre, con prisa. Iba, como siempre, mirando el móvil. Iba, como siempre, con los cascos puestos. Iba, como siempre, intentando resolver asuntos de trabajo mientras caminaba. Lo cierto es que un hombre mayor me paró a la salida. Tarde unos segundos en reaccionar, tras un sentimiento relámpago primero de desconfianza, después de impaciencia por no poder continuar a toda prisa mi camino. Descarté ambos en otro instante. El anciano me estaba preguntando dónde se cogía su autobús. Le acababan de realizar una prueba en los ojos en el hospital, no veía bien y estaba muy desorientado. Calibré en otro microsegundo la información alojada en los estratos más superficiales de mi conciencia y le respondí que lo lamentaba, pero no sabía dónde se encontraba el autobús por el que me preguntaba. Seguí hacia el paso de cebra. Algo me inquietó, porque me di la vuelta. Estaba intentando infructuosamente parar a alguien más para que le ayudara. Nadie se paraba. Seguía solo y desorientado en las escaleras. Volví a acercarme y le indiqué cómo podía tomar el ascensor para dirigirse hacia las ventanillas de información donde seguro que podrían ayudarle. Me lo agradeció efusivamente. Retomé el camino hacia mi paso de cebra. Pero volví a girarme. Sería mejor acompañarle, pensé; ya era maldita hora de que lo hicieras, debí más bien haber pensado. Volví entonces por una segunda vez para ayudarle a encontrar el autobús. Se deshizo en agradecimientos. Casi tuve que llamar la atención a varias personas que le empujaban para pasar en las escaleras mecánicas, cuando él apenas podía andar sin perder el equilibrio. Finalmente llegamos a su autobús. Me fui a casa con un nudo en la garganta.

Algo muy podrido debe haber en nuestro reparto del tiempo para que algo así sea lo normal. Algo muy podrido en que centenares de personas pasen a su lado y nadie se pare a ayudarle

Lo grave de todo esto es que necesité sopesar no menos de cinco reacciones iniciales y darme la vuelta no menos de dos o tres veces para finalmente decidirme a vencer la inercia de volver rápido a casa (a trabajar) y seguir mirando el móvil (para trabajar), y realizar lo único normal que cualquiera debería haber hecho en ese momento sin pensarlo ni un segundo: dedicar literalmente cinco minutos a ayudar a una persona vulnerable que lo necesita. “Me sabe muy mal que venga hasta aquí, le estoy haciendo perder el tiempo”, me decía mientras bajábamos las escaleras. Se me cayó la cara de vergüenza. Por supuesto, todavía más vergüenza y más tristeza si sigo pensando (lo hago ahora) en todas las personas en su situación. Mayores, solos, dejados de lado. Me comentó por encima que estaba viudo, que vivía solo y que ya no hablaba casi nunca con su hija. ¿Qué habrá hecho cuando llegó ese día a casa? ¿Cuántos días estará sin hablar con nadie? ¿Cómo va a pasar las Navidades?

No se trata de fustigarse o de buscar redención personal. Es un problema social que nos atañe a todos. Algo muy podrido debe haber en nuestro reparto del tiempo para que algo así sea lo normal. Algo muy podrido en que centenares de personas pasen a su lado y nadie se pare a ayudarle. Algo muy podrido en que yo dedicara más energía mental a decidirme a hacerlo que a resolver cuatro e-mails de trabajo mientras camino. El clima inhóspito y frenético de Madrid desde luego no ayuda. Algo huele a podrido, pero no en Dinamarca, sino aquí, en nuestras calles, en nuestras ciudades. Supongo que se llama capitalismo, pero eso no evitará el nudo en la garganta con el que llevo desde entonces.

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