Historias virtuales

Gutmaro Gómez Bravo

Leen libros, pero toda su atención se centra en contenidos digitales. Salen a la calle, pero se socializan dentro de una comunidad virtual, de juegos, de plataformas de contenidos y de mensajería instantánea que utilizan a través de las redes sociales, sobre todo, TikTok, Instagram, Youtube y Twitch. Comparten y se expresan a través de un lenguaje visual que no comprendemos. Vídeos, stories o reels se suceden sin parar en el móvil. Un formato de gente de su misma franja de edad haciendo bromas, la mayoría con contenidos comerciales de fondo, que se repite en las series, los memes o los juegos on line. Rompen el tiempo convencional de la televisión en familia, que pueden descargar o ver en cualquier momento del día. La capacidad para filtrar las fuentes y el origen de la información es prácticamente imposible. La imagen continua sin parar para generar más interacciones en las plataformas. Más tiempo conectado, mayor exposición a los mensajes comerciales que aparecen mezclados con arengas y eslóganes de todo tipo. El dilema de las redes es un documental (Netflix, 2020) que muestra cómo se diseñan los algoritmos que mantienen nuestra atención a través de constantes estímulos cerebrales, pero también explica cómo se crean y difunden los bulos, la magia por la que aceptamos las mentiras en la era digital.

Nuestro tiempo, saturado de datos e imágenes, se ha convertido en la era de la desinformación. Los bulos y las noticias falsas nos han arrastrado a una guerra cultural sin cuartel. Todo vale, todo es mentira, en una realidad que supera a la ficción, viralizando los viejos mitos y leyendas fundacionales que agrandan las brechas de la democracia liberal. Asistimos a un gran cambio tecnológico que, en muchos aspectos, como el conocimiento científico del pasado, supone un salto hacia atrás. La versión tradicional y heredada de la historia adquiere fuerza con rapidez y se convierte en una excelente forma de confrontación política. El pasado aparece como algo confuso, alterado y mezclado en el mar de contenidos digitales, en el que las plataformas de ocio y entretenimiento terminan desplazando por completo a los libros de texto. A través del lenguaje visual, consiguen calar en una sociedad que recibe, de forma pasiva y voluntaria, la misma versión impuesta a sangre y fuego en los años treinta y cuarenta, en la destrucción de las primeras democracias de masas. Todo es opinión en un tiempo en el que se ha renunciado a explicar, a entender el mundo como el resultado de un proceso histórico. De la facilidad con la que es posible mentir y falsear el pasado en nuestros días, depende también nuestro presente, el mundo de hoy, donde aflora el ayer de manera interesada. El desorden digital, amplificado por los efectos globales de la pandemia, la crisis económica y la guerra de Ucrania, se ha impuesto por completo sobre la base de la predicción de nuestros gustos y comportamientos, creando una nueva percepción de la realidad donde la certidumbre apenas sirve de decorado. 

El lenguaje visual de internet selecciona aquellos elementos con mayor carga iconográfica del pasado para generar confusión, segmentar y crear comunidades enfrentadas

El cambio y relectura constante del pasado en función del presente no es un fenómeno nuevo, es cierto, la novedad es la falta de precedentes para comprender la encrucijada en la que nos encontramos. Bajo una apariencia y un formato renovado tecnológica y visualmente, se mantiene la historia tradicional, reutilizando muchas de las claves heredadas de la transmisión oral del relato. Llega así a una nueva generación que consume e interioriza su primera aproximación a la historia en plena formación de su identidad política. El pasado pende de un hilo, de una constante utilización electoral, cuya primera derivada consiste en la supresión de las fuentes y de la metodología histórica. El lenguaje visual de internet selecciona aquellos elementos con mayor carga iconográfica del pasado para generar confusión, segmentar y crear comunidades enfrentadas, por lo que uno de los principales retos de nuestra sociedad pasa porque dejen de ser falsos y manipulados.

A través de los chats, sistemas de mensajería instantánea y de intercambio de datos, es posible interactuar mediante iconos y comentarios de texto sin necesidad de verse ni de hablar. Se puede compartir una imagen como también modificarla, separarla de su contenido original, hacer que coincida o que no tenga nada que ver. De la misma manera, todo aquello viralizado es seleccionado previamente, adquiere apariencia de realidad o de mentira, da legitimidad o la quita. El pasado deformado, filtrado, sirve a nuestras creencias, a nuestra forma de encajar el presente. Con un simple gesto cotidiano, se retoma el hilo temporal allí donde se había creado. Una confusión entre mensaje e imagen, muy común en nuestro tiempo. Una foto amable y un texto falso destierran toda posibilidad de comprender lo que nos llega, por nuestra incapacidad para digerir la sucesión de acontecimientos digitales, en un mundo cada vez más polarizado. El mundo virtual tiene unos códigos muy distintos al cómic o al cine, recursos didácticos tradicionales para la comprensión de la lectura. Las plataformas digitales tienen una función exclusivamente lúdica, navegan por el pasado como forma de diversión. El problema no está, por tanto, en las plataformas o los videojuegos, está en la reproducción de sus hábitos fuera de ese entorno, y en particular, en el educativo. Tiene mucha mayor validez un video, un documental o una serie por temporadas, que un libro de texto. Es un mensaje explícitamente creado para cada grupo de edad, en el que el rol del juego se transmite de la misma manera: el estudiante adquiere “habilidades” a través de una particular visión de la historia que se puede modificar y adaptar a sus búsquedas en internet, según su ubicación, edad y segmento de opinión.

Este tipo de contenidos deformados ocupa muchas horas de ocio diario desde una edad muy temprana. Cualquier otra forma de estudio que rompa la lógica del juego para adentrase en un formato distinto, ya sea un libro o un aula virtual que exija hacer un examen, una prueba, rellenar un formulario o subir un archivo, tiene que enfrentarse al juego y competir con sus efectos de diversión y socialización con los amigos. La clave está en su facilidad para digerir los contenidos. Cuanto más simplificado, más efectivo. Ideas rápidas, claras y lo suficientemente simples, para que, en pocos minutos, capte el mensaje, la atención, en un mundo sobresaturado de información y estímulos. Muchas de las cosas que parecían olvidadas, desterradas de nuestra memoria colectiva, reaparecen a través de los contenidos de las plataformas digitales que incorporan un pasado de diseño, estilizado e idealizado, para el formato virtual. Los libros de texto no pueden competir con la irrupción de los contenidos digitales, pero tampoco las plataformas pueden llamarse educativas sin ningún tipo de control sobre sus contenidos. Aquella vieja historia superada vuelve a reproducirse en nuestros días, a través del marketing, de lo cultural y lo identitario, alcanzando un nuevo potencial en la realidad virtual.

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Gutmaro Gómez Bravo es profesor titular de Historia Contemporánea de la Universidad Complutense y director del grupo de investigación de la guerra civil y el Franquismo.

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