Que la democracia, incluso en la versión tan tenue que caracteriza a nuestras sociedades liberales, está en peligro es algo que resulta difícilmente cuestionable cuando acudimos, entre la estupefacción y la impotencia, al ascenso de la extrema derecha en buena parte de nuestro entorno. Cien años después de que la barbarie comenzara a apoderarse de Europa, para desembocar en una guerra mundial y en el asesinato planificado de millones de personas a manos del nazi-fascismo, no parece que aquella expresión de Marx de que la historia se repite, una vez como tragedia, otra como comedia, vaya a cumplirse. Nuestra época no tiene tintes de comedia, más bien apunta a una profunda tragedia que no estoy seguro que seamos capaces de evitar.
Hace nada menos que siete años, Pablo Iglesias decretó una alerta antifascista. Gesto un tanto teatral, como buena parte de los que caracterizan a nuestra izquierda institucional. Poco se ha hecho, desde entonces, para promover una amplia alianza antifascista. La izquierda parlamentaria a la izquierda del PSOE se ha dedicado, para continuar con nuestra secular tradición, a ejercicios de sectarismo extremo, impropios de esa situación de emergencia que por otro lado proclama. Ante una emergencia antifascista, cualquier otra consideración debiera resultar superflua. Pero no, si podemos dedicarnos a enfrentarnos a muerte, ¿para qué perder el tiempo en pensar en el peligro fascista? Lo peor es que nada nos hace pensar que haya alguna vía para remediar ese infantilismo sectario y que tendrá que ser la irrelevancia electoral que se nos augura la que favorezca un camino para la (enésima) reconstrucción.
Alerta antifascista, decíamos. Si hace siete años hubo quien pensó que era preciso decretarla, ¿qué pensar ahora, cuando los matones de la ultraderecha recorren impunemente nuestros pueblos a la caza del migrante pobre? ¿Cuando Vox se atreve a proponer, por boca de una portavoz de apellido neerlandés, la expulsión de ocho millones de migrantes, para que España no deje de ser España? Que el cinismo de Vox carece límites es algo difícilmente cuestionable. Que son sus empresarios los que esclavizan, sin contrato alguno, a los migrantes que luego sus militantes se aplican a apalear, es algo que todo el mundo sabe. Que buena parte de sus dirigentes son de origen extranjero y que sus políticas, lejos de estar diseñadas para el interés nacional, se someten de modo cobarde a las exigencias de los EEUU de Trump, lo comprobamos día a día. Que, como estos días en Torre Pacheco, construyen mentiras que nada tienen que ver con la realidad, constituye su práctica habitual. Pero el cinismo parece el signo de los tiempos.
Alerta antifascista, sin duda. Porque nuestras calles empiezan a recordar a las de la Alemania de los años 30. Porque nuestra democracia, y la convivencia, están seriamente amenazadas. Pero, ¿cómo abordarla? A mi modo de ver, el Gobierno no puede titubear y debe utilizar la ley con contundencia para sancionar los actos de carácter violento y a quienes los ejecutan o promueven. No debe de ser difícil rastrear los llamamientos en redes sociales, los mensajes de odio. Incluso las imágenes señalan con claridad a quienes vulneran la legalidad. Por ello, el Gobierno ha de utilizar sin vacilación a las fuerzas de seguridad. Y estas deben actuar sin dejar lugar a dudas de su defensa de la legalidad. No es de recibo que ante acontecimientos tan graves como los de Torre Pacheco no se hayan producido muchas más detenciones. Porque, de otro modo, se lanza un mensaje de impunidad que puede incitar a más violencia.
El Gobierno no puede titubear y debe utilizar la ley con contundencia para sancionar los actos de carácter violento y a quienes los ejecutan o promueven
Y en esa alerta antifascista, que no es de la izquierda, sino del Estado de derecho, se impone la ilegalización de Vox y de las organizaciones de extrema derecha que atentan contra la democracia. Existe una Ley de Partidos en la que se persigue a aquellas organizaciones que no condenan de manera incuestionable la violencia. Vox no solo no la condena, sino que la alienta, la promueve, la incita. Por ello, todas las organizaciones de extrema derecha que alienten la violencia contra los migrantes, que no denuncien inequívocamente la violencia machista cuando esta se produce, deben ser examinadas minuciosamente desde instancias judiciales y, si se constatan esos hechos, proceder a su ilegalización. Cabe, por desgracia, la duda de la actitud que diferentes instancias del Estado puedan adoptar ante la exigencia de defensa de la democracia frente al peligro fascista. Las actitudes tibias, cuando no cómplices, proliferan en exceso en los últimos tiempos. Pero, insisto, el Gobierno no debe dudar en la aplicación de la ley en defensa de la libertad, la democracia y la seguridad de una población que empieza a sentirse amenazada por el matonismo fascista, del que Vox es la imagen más siniestra.
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Juan Manuel Aragüés Estragués es profesor de Filosofía en la Universidad de Zaragoza.
Que la democracia, incluso en la versión tan tenue que caracteriza a nuestras sociedades liberales, está en peligro es algo que resulta difícilmente cuestionable cuando acudimos, entre la estupefacción y la impotencia, al ascenso de la extrema derecha en buena parte de nuestro entorno. Cien años después de que la barbarie comenzara a apoderarse de Europa, para desembocar en una guerra mundial y en el asesinato planificado de millones de personas a manos del nazi-fascismo, no parece que aquella expresión de Marx de que la historia se repite, una vez como tragedia, otra como comedia, vaya a cumplirse. Nuestra época no tiene tintes de comedia, más bien apunta a una profunda tragedia que no estoy seguro que seamos capaces de evitar.