Hay un momento reconocible en la vida pública: aparece un caso que conmueve —acoso, coerción, abuso de poder— y el país entero cambia de temperatura. Se activan protocolos, se publican comunicados, se multiplican declaraciones de apoyo y repudio, se arman bandos, se exige rapidez. Todo ocurre a la vez y en voz alta. En las redes, la historia llega antes que las pruebas; y en la conversación cotidiana, la emoción llega antes que la duda.
Ese reflejo social tiene algo valioso: durante mucho tiempo, demasiadas víctimas no encontraron lenguaje, escucha ni resguardo. La indignación colectiva puede ser el primer gesto de reparación simbólica: “te creo”, “no estás sol@”, “esto importa”. Pero hay un riesgo cuando la indignación se convierte en tribunal y la moral se confunde con el procedimiento: la justicia social termina juzgando lo que lee de un hecho, no necesariamente el hecho en sí. Juzga un relato que circula —con sus omisiones, sus énfasis, sus intereses— y lo sanciona en el espacio de la reputación, que es un espacio rápido, contagioso y a menudo irreversible. La pregunta incómoda no es si debemos indignarnos. Es qué hacemos después de indignarnos.
Porque incluso cuando los hechos son ciertos (y muchas veces lo son), la tentación de reducirlo todo a un individuo —un “delincuente”, un “monstruo”— suele ser una manera de tranquilizarnos. Si el problema cabe en una persona, entonces el problema se resuelve expulsándola. El sistema se lava las manos: “no era la institución, era él”; “no era la cultura, era ella”; “no era una dinámica de poder, era un caso aislado”. Se redacta un comunicado, se cambia un nombre en una placa, se promete “tolerancia cero” y se sigue como si nada. Pero un caso que arrastra años de indecencia rara vez es solo un problema individual. Es un problema institucional: un ecosistema de silencios, incentivos, miedos, complicidades y premios. Un abuso prolongado en el tiempo requiere algo más que voluntad de abuso; requiere condiciones de posibilidad. ¿Quién miró hacia otro lado? ¿Quién “escuchó algo” pero no quiso saber? ¿Quién recomendó “no te metas”? ¿Quién evaluó, contrató, ascendió, premió? ¿Quién confundió carisma con impunidad, talento con permiso, poder con derecho?
La justicia —la que pretende ser justa— necesita tiempos, pruebas, garantías, contradicción. La justicia social, en cambio, opera con urgencia moral: no está diseñada para dirimir hechos, sino para expresar un límite colectivo. Y esa expresión puede ser legítima, incluso necesaria. El problema llega cuando los atajos se vuelven norma: cuando se equipara sospecha con sentencia, relato con evidencia, castigo reputacional con reparación. Tomarse en serio el daño no es renunciar a las garantías, sino comprender que, sin método, la indignación puede volverse otra forma de arbitrariedad, y que una sociedad menos abusiva no se construye por un camino abusivo.
Un abuso prolongado en el tiempo requiere algo más que voluntad de abuso; requiere condiciones de posibilidad
Hay, además, una conversación que casi nunca se habilita porque estropea el guion simple de víctimas y victimarios: los efectos colaterales. El daño directo existe y es innegociable, pero no es lo único. Hay vidas que se detienen —personas que se van, abandonan una carrera, renuncian a un proyecto— y hay otras que avanzan gracias a ese desvío. Cuando alguien es silenciado, otro ocupa el lugar. Cuando una persona cae en desgracia por resistirse, otra es recompensada por adaptarse. En los ecosistemas abusivos hay a menudo “ganadores” laterales: quienes se beneficiaron de una expulsión tácita, de una beca que quedó libre, de una plaza que cambió de manos, de un ascenso que ocurrió porque alguien fue marginado. No siempre hubo un pacto explícito; a veces fue oportunismo y silencio. La pregunta, entonces, no es solo quién dañó, sino quién aprovechó. Quién acumuló privilegios mientras otros pagaban el precio.
Si de verdad queremos ecuanimidad con la realidad, no alcanza con señalar al perpetrador. Hace falta mapear la estructura que permitió que eso ocurriera durante años. Hablar de responsabilidades por omisión. Interrogar el reparto posterior: ¿qué se hizo con los beneficios derivados de ese daño? ¿Se revisan trayectorias infladas por el miedo ajeno? ¿Se repara a quienes quedaron al margen? ¿Se restituyen oportunidades, aunque sea parcialmente? Estas preguntas incomodan porque amplían el campo de responsabilidad y, sobre todo, porque desplazan el foco desde “ellos” hacia “nosotros”: hacia lo que una institución tolera, hacia lo que un entorno normaliza, hacia lo que muchos prefieren no ver mientras el sistema, entretanto, reparte ventajas.
La indignación abre la puerta, pero después hay que entrar. Y dentro no hay consignas: hay procedimientos, incentivos, jerarquías, dependencias y silencios. Castigar puede ser necesario, pero no es suficiente. Si cada escándalo termina con la expulsión de una figura y el alivio de una institución, habremos aprendido poco. Si, en cambio, cada caso nos obliga a mirar el ecosistema —y también a los beneficiarios silenciosos— quizá empecemos a hacer la única justicia que vale: la que no solo reacciona ante el daño, sino que reduce la probabilidad de que vuelva a ocurrir.
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Anna Garcia Hom es analista y socióloga. Doctora en Seguridad y Prevención.
Hay un momento reconocible en la vida pública: aparece un caso que conmueve —acoso, coerción, abuso de poder— y el país entero cambia de temperatura. Se activan protocolos, se publican comunicados, se multiplican declaraciones de apoyo y repudio, se arman bandos, se exige rapidez. Todo ocurre a la vez y en voz alta. En las redes, la historia llega antes que las pruebas; y en la conversación cotidiana, la emoción llega antes que la duda.