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Las malas mujeres

Gutmaro Gómez Bravo

Una de las cosas más difíciles a la hora de estudiar la Historia es describir cómo vivieron y qué sintieron realmente nuestros antepasados. No sabemos nada. Nos lo han contado de una forma común, tenemos algún detalle, pero sobre cómo sufrieron los cambios que se decidían a muchos kilómetros de distancia, de sus aldeas, de sus pueblos, de sus hogares, apenas sabemos nada. La escritura de la historia debe mucho a la narración, a la literatura, sobre todo a aquellos libros que hacen un esfuerzo por llegar allí donde no lo hacen las fuentes, los documentos. Si tienen voluntad de acercarse al mundo real de sus personajes, los terminan encontrando e incorporando, terminan escribiendo la historia en lugar de imaginársela. Al hacerlo, se dan la mano con la historia social, aquella que valida las cartas, los recuerdos, los dibujos, los trozos de tela, las canciones, los mechones de pelo de los niños muertos al nacer. Todo lo que guardaban, en definitiva, y que no siempre quisieron transmitir.

Malas Mujeres (Xordica, 2022), de Marilar Aleixandre, Premio Nacional de Narrativa 2022, no solo está escrito desde el corazón y los sentidos, para llevarnos allí donde no podemos llegar. Es un trabajo de investigación que saca de la oscuridad la Casa Galera de A Coruña, la principal cárcel de mujeres de Galicia en aquella época, la década de 1860. Allí llega una Concepción Arenal muy distinta de la penalista o reformadora que conocemos. Es una ilusionada visitadora de prisiones, que dejó en cientos de cartas originales sus impresiones sobre lo que estaba viendo y sufriendo internamente. Una correspondencia particular que la autora ha manejado intensivamente como otra mucha la documentación de archivo municipal y gubernamental que maneja.  Como la que dejó Juana de Vega en su cruce con las instituciones, mucho más allá de su papel de dama de la sociedad benéfica que creó junto a otras mujeres coruñesas. Intentaron ayudar, enseñar a aquellas “malas mujeres” a tener un oficio, para que pudieran salir de su situación. Esa era la base revolucionaria del correccionalismo cristiano. Pero en la práctica tuvieron que enfrentarse a su propia sociedad que clamaba por no verlas, por encerrarlas y olvidarse de aquellas mujeres caídas que nunca debían haber existido. El hecho de prohibir que fueran a leer a las presas, por ejemplo, mostraba ese deseo por perpetuar un sistema basado en no cambiar nada. Por eso este libro es también la propia historia del liberalismo español, mejor dicho, la de su final, del cierre del modelo isabelino que para la década de los sesenta había acabado con los principios de la Constitución de Cádiz, entre los que se encontraba ya la necesidad de que las presas no se pudrieran en la soledad de los conventos. La Iglesia se opuso siempre a ser desplazada por personal civil en el tratamiento de presas como Sisla, menores de edad, cuyo único delito era ser pobre y tener hijos, tener hijos y ser pobre, como su madre.

El hecho de prohibir que fueran a leer a las presas, por ejemplo, mostraba ese deseo por perpetuar un sistema basado en no cambiar nada

Una ventana a la prisión, a los calabozos, a sus ritos de paso, al rapado de pelo, los castigos, las mortificaciones y a la sala de las madres lactantes, la más dura de todas las sentencias. Al otro lado, las monjas guiaban su destino bajo una única regla: la penitencia. Encerradas igualmente, obsesionadas con los cuerpos, con el pecado, terminaron elevando aún más el muro que las protegía del mundo exterior. Un muro al que se enfrentaron aquellas malas mujeres de la buena sociedad que intentaron cambiar una visión de la delincuente que dominó la mayor parte de la historia contemporánea española. Nadaban contra el mar de fondo de la inercia y la resistencia. ¿Cómo iban ellas a tratar asuntos de hombres, de política o de administración, sobre todo si se entrometían en las contratas que fijaba el propio Gobernador?

Es esta una historia de dos mitades, de lo bueno y de lo malo, que la doble moral terminó imponiendo en una sola, la visible, la pública, decidiendo a partir de entonces qué se tenía que seguir ocultando. Todo lo que nunca tenía que haber existido, porque no era normal, se rescata en este libro sin ningún tono épico. Su gran valor es contar cómo fueron, cómo vivieron, no cómo nos hubiera gustado que hubieran vivido aquellas mujeres. Un libro en el que la propia autora ha hecho protagonista a la naturaleza, como único testigo de aquellas malas mujeres apartadas de la sociedad. Una lectura del olvidado siglo XIX más necesaria que nunca. Gracias, Marilar.

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Gutmaro Gómez Bravo es profesor titular de Historia Contemporánea de la Universidad Complutense y director del grupo de investigación de la guerra civil y el Franquismo.

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