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Necesito creer en la justicia

Vista de una residencia geriátrica en el barrio de Horta de Barcelona.

Marga González

Mi nombre es Marga González, hija de Margarita, fallecida por coronavirus e hipernatremia por deshidratación grave el 25 de abril en el Hospital Gómez Ulla, después de 15 días de agonía, tras llegar en condiciones extremadamente graves, no sólo por coronavirus, sino también –deducimos por el informe hospitalario– por una posible negligencia en la residencia Orpea Carabanchel.

Escribí esta carta que reproduzco a continuación cuando leí en El País el día 28 de julio un informe en el que detallaban la cifra de 57 fallecidos en la residencia de mi madre:

"Le escribo hoy porque esta noche he leído su artículo en El País en el que detalla la cifra de 57 fallecidos en la residencia de mi madre. Durante estos meses tan duros, siempre he pensado que, como ella, habrían fallecido 20 o 25 ancianos por coronavirus y la situación me parecía, ya, bastante dramática.

Esos días de crisis a primeros de abril, en los que nadie en la residencia nos cogía el teléfono, empezamos a temer que la enfermedad les había alcanzado y nuestras expectativas para el cuidado de mi madre quedaron truncadas.

En su día decidimos llevarla porque pensamos que allí estaría cuidada en sus crisis de Alzheimer, por las que habíamos tenido que ingresarla cuatro meses antes. Si el covid-19 aparecía en la residencia y ella resultaba contagiada siempre confiamos en que podría acceder a un ingreso hospitalario.

Enferma de Alzheimer, mi madre ya había sufrido episodios en los que se escapaba de madrugada, deambulaba con desesperación buscando a su madre, la casa de su infancia o simplemente un mercado para comprar alimentos. La situación se hizo tan insostenible que los cuatro hermanos nos vimos abocados a ingresarla. Antes, habíamos intentado todo: llevarla a vivir conmigo, contratar a una mujer en su casa... pero esa angustia vital que tenía le impedía aceptar ninguna propuesta.

La enfermedad nos desbordó a todos y pensamos que en la residencia podrían ayudarnos, a ella y a nosotros. Y aunque esto supondría un sobresfuerzo económico, valía la pena si teníamos el apoyo médico y psicológico profesional que requería la enfermedad.

El fatídico día que nos dijeron que mi madre tenía coronavirus, después de 30 días de llamadas y videollamadas, nos alarmamos mucho. Llevábamos ya cinco o seis días en que la notábamos muy extraña: tenía mal aspecto y se nos quedaba dormida mientras hablábamos con ella por videollamada.

Ya nos habían dicho que la UME los había aislado en habitaciones, por lo que habían roto su rutina diaria de los últimos 4 meses: compartir sala de estar, comer y cenar con sus 23 compañeros en su misma situación y recibir nuestras visitas diarias, mañana y tarde, para dar un paseo, tomar un café o ver las tiendas del barrio que tanto le gustaban.

Esos días de espera, sin información, fueron horribles y nos pusimos en lo peor: podría morir por coronavirus. Pero también pensamos que estaría atendida, medicada adecuadamente y sedada si fuera necesario, para que en ningún momento sufriera ni por covid-19 ni por el Alzheimer.

Hoy, cuando he visto 57 fallecidos y he recordado esos 5 o 6 días de horror sin información y sin respuestas, he visualizado otra imagen muy diferente. 57 fallecidos en 2 meses son muchos ancianos. Tuvieron que ser días horribles.

Como mi madre, muchos pudieron haber muerto por deshidratación severa o en el peor de los casos por desnutrición.

Sus 23 compañeros de planta (todos enfermos de Alzheimer) disponían normalmente de sólo tres auxiliares en planta que incluso debían darles de comer en una sala común. Cuando en plena crisis se les aisló en habitaciones separadas y se redujo la plantilla por bajas por coronavirus o por abandonos del puesto de trabajo por miedo al contagio, se puede concluir que sería del todo imposible que una o dos personas hidrataran y alimentaran 4 veces al día a 23 enfermos con un alto deterioro cognitivo.

Esos 57 ancianos, probablemente, enfermaron y murieron solos en sus habitaciones. A lo peor, sin comer ni beber lo suficiente y algunos, aún peor, con dolor.

Cuando después de 5 días sin noticias, en una videollamada, mostraron a mi madre a mi hermano, ya estaba delirando. Una hora después, la médico llamó para decir que se estaba muriendo. Gracias a que nos pusimos muy insistentes y a que ese fatídico 11 de abril habían derogado la orden de no trasladar ancianos de las residencias, conseguimos que la llevarán al Hospital Gómez Ulla. Allí nos dijeron que no había nada que hacer por el grave deterioro sufrido por el coronavirus y, sobre todo, por la hipernatremia provocada por una grave deshidratación.

Tal vez, si a mi madre la hubieran llevado esos cinco días antes al hospital no se hubiera muerto. O a lo mejor, si la hubieran hidratado convenientemente.

Lo peor es que los ahorros de mi madre que guardó con esmero para pasar sus últimos días cuidada y asistida y sin suponer una carga para nosotros (cosa que la obsesionaba), al final han servido para que muera abandonada y sola en una habitación, sin los mínimos cuidados y desprovista del trato digno que se le debe a un enfermo.

Supongo que al igual que algunos de los miles de familiares de estos ancianos, yo me siento culpable por haber permitido esta situación y por haber participado del engaño. Por eso, necesito dar a conocer una de esas tristes historias.

Para mí, esos casi 11.555 residentes fallecidos en esos meses en la Comunidad de Madrid –el 22% del total de residentes, estimados por El País– son el resultado de una mentira y de un abandono: ni las residencias han servido para cuidar, ni el Estado ni la Administración autonómica han protegido el cuidado, la salud y el derecho a una muerte digna.

Es una mentira: actualmente, las residencias se plantean más como negocio que como servicio público. La connivencia de grandes grupos empresariales y las administraciones han derivado en el abandono del ciudadano, en el momento más vulnerable de la vida.

Más de 20.000 ancianos residentes han fallecido en toda España [a fecha del 18 de julio]. Como mi madre, son personas que nacieron en plena guerra civil y se afanaron durante toda su vida por legar a sus hijos mejores circunstancias vitales que las suyas. Ahora, en pleno Estado del bienestar, las hemos abandonado en la muerte más triste.

Lo peor es que pretendemos ignorar lo que ha pasado. No se les ofreció un reconocimiento acorde con los hechos en el homenaje de Estado. Y no se está haciendo nada urgente por proteger a los ancianos que aún viven en las residencias de toda España, después de haber sufrido una experiencia tan traumática. No hay un plan estratégico firme que posibilite que estos ancianos puedan retomar un contacto estable con sus familias, algo básico para su salud y bienestar emocional.

Por ellos y por todos los que se fueron, me animo a contar y a revivir esos terribles días. Se lo debemos todo. Todos. Las residencias tienen que cambiar".

Aquí terminaban mis palabras del día 30 de julio. La carta no fue publicada y la noticia tuvo menos repercusión de la deseable. Esas inimaginables cifras de fallecidos en cada una de las 474 residencias fueron hechas públicas por la Comunidad de Madrid en pleno 28 de julio, al final de la primera ola y coincidiendo con el levantamiento de medidas de restricción.

Hoy, 17 de enero, 5 meses más tarde, infoLibre ha publicado las cartas escritas por el consejero de Políticas Sociales, Alberto Reyero (que dimitió en octubre de 2020) al consejero de Sanidad, Enrique Ruíz Escudero.

La herida se ha vuelto a abrir, el dolor se ha vuelto a hacer insoportable.

En estas cartas, Reyero rechaza de plano los protocolos de derivación hospitalaria de los residentes y llega a advertir de posibles consecuencias legales en el futuro. Señala además que a pesar de las peticiones de medicalizar las residencias, éstas no contaron, ni siquiera, con apoyo sanitario estable.

Para mí, Reyero estaba suplicando por la vida de esas más de 5.000 personas que perdieron la vida, abandonadas sin asistencia como mi madre, durante esos días entre el 20 de marzo y el 11 de abril.

El falso dilema entre economía y economía

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Mi sufrimiento, mi impotencia y mi culpa se vuelven a convertir en rabia. Tan sólo puedo pensar en que la justicia haga penar a los responsables por cada minuto de abandono y sufrimiento infligido a esos ancianos desde su frivolidad y ceguera política.

Necesito creer en la justicia. Espero que no nos falle, ni a mí ni a mis hermanos, ni a los miles de familias que hemos tenido que soportar este terrible drama.

* Marga González Blanco es hija de Margarita, fallecida el 25 de abril en el Hospital Gómez Ulla y residente de la residencia Orpea CarabanchelMarga González Blanco

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