El 25 de junio me dejó con la duda de volver. No es agradable descubrir que un francotirador de la desinformación te señala y, de pronto, una turba entera decide que eres su muñeco del odio. Pasé meses pensando si regresar a escribir. También estuve a punto de abandonar la pelea, la de verdad: la de los principios.
Pero después de 117 días rumiando, solo veía un sitio para volver: este. Sin gente como Jesús Maraña y su equipo, esta batalla estaría perdida antes de empezar.
Porque esto no va de partidos ni de dinero. Va de decencia. De decidir si nos rendimos o aguantamos. Y aquí solo hay un camino para la gente que quiere dormir tranquila: ganar.
Si seguimos dejando que el ruido mande, acabaremos en otro declive imperial —esta vez ideológico— donde la factura la pagan siempre los mismos: los ciudadanos. Las élites, como siempre, ya encontrarán cómo ponerse a salvo. Tienen colchón de sobra.
El clima actual —polarización, incertidumbre, cero diálogo— ha echado a la gente de la política para entregarla a los politiqueos. La Política, la de mayúscula, la del ciudadano opinando, marchando, reuniendo firmas, votando… esa se nos está muriendo. Y a cambio nos quedamos con políticos que piden elecciones infinitas porque no saben negociar ni quieren aprender.
Hablar de política no es tener un carnet, es hacer lo básico: compartir preocupaciones, ejercitar la empatía, entender la diferencia entre un problema personal y uno social. Y cuando esto está claro, toca que los gobiernos —esos expertos en trámite y sello— pongan los instrumentos.
Nuestro modelo democrático, cuando recuerda sus principios, ha logrado pactos que parecían imposibles. Coaliciones, treguas, acuerdos. Cuando una sociedad debate en calma y sabe priorizar, hace su mejor trabajo para el gobierno… incluso si el gobierno no está a la altura.
Hablar de política no es tener un carnet, es hacer lo básico: compartir preocupaciones, ejercitar la empatía, entender la diferencia entre un problema personal y uno social
Llevábamos años intentando parecernos a esa sociedad. Avanzamos, poco a poco, hasta que desde la izquierda global se decidió no solo negar las mentiras de los poderosos, sino responderles. Y ahí el debate se torció. Las redes sociales —ese patio donde todo el mundo grita y nadie escucha— fueron la chispa. El ecosistema conservador las tenía casi todas, pero no todas. Y en ese filón crecieron la réplica, la contrarréplica y, al final, la bronca permanente.
La postverdad, Bannon, VOX… ya conocen la lista. No inventaron nada, pero nadie había usado esas armas con tanta desvergüenza.
Y con eso llegó la era del politiqueo. El miedo como pegamento, la esperanza como flor pisoteada en una acera. El vecino que vota distinto dejó de ser vecino y pasó a enemigo.
Pronto volveré a Cambridge, Massachusetts. Allí Ury y Fisher repetían hasta la saciedad que negociar es centrarse en intereses, no posiciones. En necesidades reales, no en eslóganes para Twitter. Con miedo no negocia nadie. Con esperanza, a veces.
Mientras, desde Moncloa, observo cómo el politiqueo se cuela incluso en el periodismo, esa última trinchera de la esperanza. Presidentes de grupos mediáticos que hoy suplican publicidad y mañana amenazan con portadas; editores que anuncian denuncias a instituciones internacionales, excluyendo el detallito de estar desestimadas como si hubieran descubierto la vacuna universal; “profesionales” que confunden la jerga publicitaria que deberían dominar con delitos imaginarios; empresarios tramposos que, por entrar en el Olimpo ultra, difaman a sabiendas; ejecutivos televisivos que mandan a sicarios mediáticos a acosar familias enteras porque no obtienen el dinero que creen merecer.
Y entre tantas miserias, la imagen más dura: la directora de un medio honesto llorando por la impotencia de saber que, si no entra al juego, puede llevar a su redacción entera a la ruina.
No escribo esto para pedir compasión. Ni para mí ni para nadie que esté en el punto de mira. Lo escribo porque motivos tan rastreros no pueden tenernos anclados en esta ciénaga del politiqueo.
No soy nadie especial. Ni importante ni conocido. Solo soy militante de la Política. De los principios. Y en ese ejército pequeño caben personas de muchas ideologías distintas. Porque el reino de los principios es el único que evoluciona, aprende, cede, se sacrifica por el bien común.
La única esperanza posible es esa: militar en principios.
No es cómodo. No es rápido. A veces cansa.
Pero es la hora.
La hora de la militancia.
Y, sobre todo, la hora de la esperanza.
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José Manuel Nevado es director de Comunicación Institucional de la Secretaría de Estado de Comunicación.
El 25 de junio me dejó con la duda de volver. No es agradable descubrir que un francotirador de la desinformación te señala y, de pronto, una turba entera decide que eres su muñeco del odio. Pasé meses pensando si regresar a escribir. También estuve a punto de abandonar la pelea, la de verdad: la de los principios.