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El porno, entre la libertad y la igualdad

Pepe Reig Cruañes

La profesora Ana Valero ha publicado un libro valiente sobre la pornografía, que está rompiendo techos de difusión y promoviendo un sano debate que estábamos necesitando. La libertad de la pornografía, editorial Athenaica, 2022. Lo recomiendo vivamente. En él, sin dejar de recordar los efectos perversos que el consumo infantil de porno está teniendo sobre la (des)educación sexual de nuestros jóvenes, reafirma con competencia jurídica el valor de la libertad de creación y expresión artística. El libro es oportuno porque, en estos tiempos en que cancelaciones y censuras desenfudan a la primera como revólveres del viejo oeste, nos recuerda, a lo Stuart Mill, que lo prudente es preservar la libertad de expresión, por si resultara que la razón acaba estando en aquello que prohibíamos.

No es mala idea, por tanto, partir de ese punto, pero yo propongo estudiar “la otra” dimensión del problema. La propia Ana Valero dedica un capítulo a los efectos del porno en la juventud. Propongo ir aún más lejos y estudiar los efectos que el porno real, al que se accede libremente en internet, acaba teniendo sobre el otro polo de todo asunto social: la igualdad. Hablo del efecto que puede acabar teniendo en las relaciones entre los sexos el hecho de que varias generaciones de niños y jóvenes debuten en la sexualidad con un imaginario adulterado por ficciones tan absolutamente patriarcales y violentas como las que dominan ese ámbito del “porno mainstream”. Lo que esos jóvenes interiorizan es el “derecho” a imponer a ellas sus deseos y ellas el deber de tolerarlo y agradecerlo. 

El primer efecto de esa realidad puede estar ocurriendo ya y supone dar al traste con algunos de los trabajosos avances que decenios de coeducación orientada a la igualdad habían logrado asentar.

Hay, por tanto, otras dimensiones y la prioridad que damos a la libertad de comunicación no puede ocultarlas. Es, pues, cuestión de marcos: el marco en el que te instales determina tus conclusiones. Si el marco es la “libertad de expresión”, es decir, la libertad del creador para inventar y la del público para acceder a esas creaciones, entonces no es posible aplicar ninguna clase de censura, sea cual sea el contenido del que hablemos. Algo parecido ocurre cuando se considera la prostitución bajo un prisma que solo se relacione con la libertad de empresa o de comercio, como pretende el regulacionismo. Si ese es el único marco, entonces nadie legislará en contra de la prostitución y se tendrá que reconocer la obligación de regularla, como una profesión más. 

Pero ni el porno es solo libertad de expresión, ni la prostitución es solo libertad de comercio. Esos no son los únicos marcos con que evaluamos estos asuntos. Hemos de considerar el marco social, el otro extremo de la cuerda, que tiene que ver con la igualdad. En ese campo, nadie dirá que la pornografía o la prostitución juegan en favor del principio de igualdad. Al menos hoy por hoy, lo que tenemos es una eficiente reproducción de clichés patriarcales, misóginos y alienantes, que hablan más bien del sexo como dominio que como placer. Otra cosa es que hablemos de ensoñaciones seudo utópicas sobre un “porno feminista”, que debe existir, pero no sabemos dónde, o una prostitución voluntaria, de la que tampoco tenemos muchas noticias.

El porno es discurso y es creación —no importa ahora la calidad o la falta de ella— y como tal tiene todas las protecciones que para la libertad de expresión consagra la Constitución. Ni censura ni prohibición, por tanto, son aceptables

La verdad es que, fuera de ese mundo utópico, sólo las lecturas más ultraliberales del sistema propondrían legitimar los discursos patriarcales o violentos apelando a la libertad de expresión o de comercio. Hasta la libertad de empresa incluye limitaciones sobre derechos laborales y prohíbe la esclavitud. Es lo que llamo “dimensión social” del derecho, que, en realidad, es una dimensión moral en el sentido de que habla de qué clase de sociedad queremos ser. La dignidad, ya sea la de las mujeres, ya sea del propio trabajo, también es un derecho que el porno real, el que se consume, tiene dificultades para integrar. Por no hablar ya de la prostitución.

Pero lo cierto es que los intentos de legitimar una y otra actividad no suelen basarse en argumentos sobre la libertad de empresa. Eso sería demasiado burdo. Se estila más desarrollar argumentos de apariencia crítica, que permiten presentar el consumo de porno —y el ejercicio de la prostitución— como un desafío al sistema y una patada al conservadurismo. En esa línea, se suele incluir apresuradamente entre los desairados al feminismo radical, es decir, aquel que desprecia ambas actividades como emblemas de la extrema desigualdad con que el patriarcado ha encorsetado el mundo del placer vinculado al sexo. Esa idea “prosex” del desafío resulta enternecedoramente atractiva para jóvenes poco formados en la crítica feminista. Una formación un poco más exigente les enseñaría que, en realidad, el porno o la prostitución lejos de ser desafíos para el sistema, han sido siempre válvulas de escape, perfectamente funcionales al mismo. Hasta el punto de que lo han acompañado siempre. Puede que sea a eso, precisamente, a lo que se refiere la deplorable expresión de “la profesión más antigua del mundo”. La propia Iglesia era la primera interesada en regular el funcionamiento de las mancebías y los prostíbulos, como un seguro para la sagrada institución del matrimonio. No fue el franquismo quien prohibió la prostitución, sino que esta fue abolida durante la República. El franquismo restableció el derecho a ejercerla en los prostíbulos, hasta convertirlos en una institución dentro del sistema ultraconservador franquista, aunque más tarde se dedicara a ir y venir entre la represión y la tolerancia. Finalmente, el capitalismo convive la mar de bien con la pujante industria del sexo y no suele poner objeciones a sus bolsas de dinero negro. De modo que presentar hoy estas actividades como antisistema no pasa de ser puro marketing, una estrategia discursiva eficaz, aunque también enormemente falaz. 

No es la moralina conservadora la que desconfía del porno, sino el feminismo, que sabe bien cuánta igualdad se pierde en ese camino. No es el sexo lo que ese feminismo lamenta, sino el poder vendido como deseo. La teoría de la igualdad sabe que no hay que aceptar gato por liebre.

El porno es discurso y es creación —no importa ahora la calidad o la falta de ella—, y como tal tiene todas las protecciones que para la libertad de expresión consagra la Constitución. Ni censura ni prohibición, por tanto, son aceptables. Pero el porno es también una industria, como el cine, que vende ficción. La diferencia es que, dadas las puertas giratorias entre el porno y la prostitución —otra industria—, aquí uno nunca sabe hasta qué punto aquello que ve no está pasando realmente. Demasiadas denuncias de abusos a actrices para que no sospechemos. 

Así pues, igual que ocurre con la publicidad, que es libre, pero está regulada para que no pueda usarse en la comisión de delitos. Igual que sucede con los discursos políticos o informativos, en los medios convencionales o en las redes sociales, que son libres, pero no pueden incitar al odio o a la violencia, se requiere alguna regulación, para que los productos pornográficos que exalten la violencia o promuevan la violación, vejación y abuso, puedan ser denunciados ante un tribunal. Debiera ser posible afinar la legislación en esa búsqueda de equilibrio entre derechos. También se puede buscar alguna forma de regulación del acceso para menores y alguna forma de autoregulación en la industria del porno, como ya se hace en la de la publicidad y otros sectores. Límites legales y autoregulación. No hacerlo así, dejando que sea el propio mercado, y nadie más, quien regule la existencia de tales productos, será muy liberal, pero no es muy progresista.

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