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Su última crónica

Teresa Aranguren

Esas imágenes de policías israelíes cargando contra el cortejo fúnebre de la periodista Shireen Abu Akleh, el ensañamiento con el que golpean a quienes portan el féretro con el propósito, parece, de que este se estrelle contra el suelo, y casi lo consiguen a no ser por la tozuda resistencia de los hombres que aguantan a pelo los golpes y logran enderezarlo cuando está a punto de caer en vertical, entre los gritos, carreras, llantos y ondear de banderas de los asistentes...

Toda la escena podría haber formado parte de una de las crónicas con las que Shireen Abu Akleh mostraba al mundo la atrocidad cotidiana de la ocupación. Esta, la de su entierro, ha sido su última crónica. Y como las otras, las que realizó durante años, cuando estaba viva, esta crónica del asalto al féretro que la llevaba y a quienes la acompañaban en ese último viaje no es sino un fiel reflejo de lo que ocurre en los territorios palestinos bajo ocupación militar israelí. Quizás ese rigor informativo, su empeño en mostrar la realidad —es decir, la verdad de lo que ocurre en Palestina—, haya sido la razón de su muerte o, mejor dicho, haya sido la razón del disparo del francotirador israelí que la asesinó. No fue un disparo fortuito, sino muy certero, justo en el estrecho espacio de carne que el chaleco antibalas no podía cubrir, una fina línea en el cuello junto a la oreja, talón de Aquiles que ninguna armadura protege. Ahí apuntó el soldado israelí. Buen tiro. 

Como siempre, la imponente maquinaria de propaganda —incluidos los lobbies sionistas en el exterior de Israel— se puso en marcha para encubrir el crimen: primero “han sido disparos de jóvenes palestinos”, luego “no tenemos constancia de que ninguno de nuestros soldados haya disparado”, después “quizás hubo algunos disparos por parte de nuestras Fuerzas de Defensa”… Un inciso: las fuerzas militares que actúan en los territorios palestinos ocupados son “fuerzas de ocupación”, no fuerzas de defensa como a sí mismas se llaman y como muchos medios de comunicación, adoptando el lenguaje del ocupante, las denominan. El lenguaje rara vez es inocente.   

Shireen Abu Akleh era una testigo incómoda, sus crónicas llegaban a cientos de miles de hogares del mundo árabe y ponían sonido a las voces e imagen a los rostros que las fuerzas de ocupación quieren silenciar y ocultar. No hay familia palestina que no la conozca. A través de la pantalla del televisor estaba presente en las comidas y en las reuniones familiares y era la suya una presencia amiga, cercana, admirada y respetada siempre. Sus funerales han sido una impresionante manifestación de duelo de toda la sociedad palestina, musulmanes y cristianos, de Fatah, del Frente Popular y de Hamás, de los campos de refugiados y de los barrios de la clase media, mujeres y hombres, jóvenes y viejos. Una impresionante manifestación de duelo, de afecto y de reconocimiento a su trabajo.

Era una periodista rigurosa, comprometida con la verdad y muy valiente. Pero además de todo eso, Shireen era hija, hermana, amiga, compañera… Una mujer capaz de romper cada día “ese techo de cristal” con el que las mujeres topan cuando crecen profesionalmente. O simplemente cuando crecen. Muchas jóvenes árabes dentro y fuera de Palestina se han mirado en su ejemplo de vida para romper prejuicios, estereotipos y limitaciones que su sociedad les impone. La emancipación de la mujer en Palestina tenía el rostro de Shireen Abu Akleh.        

Shireen Abu Akleh era una testigo incómoda, sus crónicas llegaban a cientos de miles de hogares del mundo árabe y ponían sonido a las voces e imagen a los rostros que las fuerzas de ocupación quieren silenciar y ocultar

La conocí, o más exactamente coincidí con ella, en el puesto de control israelí de Kalandia, a la entrada de Ramalla, en abril de 2002. El Ejército israelí había lanzado una terrible operación en Cisjordania que llamaron “cinturón defensivo” –las ofensivas israelíes acostumbran a llevar nombres que sugieren que el bombardeo masivo o la incursión letal no es sino un acto de legítima defensa– y había ocupado, aislado y sometido a estricto toque de queda las ciudades cisjordanas. Nadie, ni representantes de la ONU, ni diplomáticos, ni organizaciones humanitarias, ni por supuesto medios de comunicación, nadie podía entrar ni salir de Ramalla, Nablus, Tulkaren, Belén, Yenin… Y los periodistas nos apostábamos en los check-point a la entrada de las ciudades, esperando el momento de poder pasar.

Así, intentando entrar en Ramalla, nos encontramos. Fue un encuentro breve, lo justo para intercambiar presentaciones, saludos y la poca información de que disponíamos sobre lo que estaba ocurriendo en el interior de la ciudad. Recuerdo que la información que a ambas nos habían dado tras contactar con el móvil con alguien de dentro era que había cadáveres en las calles y que no podían ir a recogerlos porque los francotiradores del Ejército israelí disparaban a todo el que salía de su casa o se asomaba a una ventana.  

No volvimos a encontrarnos aunque años después yo la seguí en alguna de sus crónicas en Al Jazeera. Hasta esta última, la crónica que no pudo firmar.   

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Teresa Aranguren es periodista y cubrió, entre otros conflictos, la campaña de bombardeos de la OTAN en Yugoslavia 

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