Vallas, tasas y conductas

Muchas de las tensiones que atraviesan hoy nuestras ciudades y entornos naturales comparten un mismo patrón: la tendencia a considerar determinados problemas colectivos como algo ajeno. Esa distancia subjetiva entre el problema y la conducta individual es, a menudo, el eslabón que falta en el diseño y aplicación de las políticas públicas.

El reciente brote de peste porcina que ha afectado a zonas como Collserola es un buen ejemplo. Ante el riesgo de propagación entre jabalíes y cerdos domésticos, las autoridades han restringido accesos y usos recreativos del parque. La medida busca proteger un sector económico estratégico y evitar consecuencias ambientales y sanitarias de gran alcance. Sin embargo, no han faltado incumplimientos: personas que sortean vallas o acceden por caminos secundarios al considerar exageradas las limitaciones. Al no existir riesgo directo para la salud humana, una parte de la ciudadanía concluye que la cuestión no le concierne, aunque sí pueda afectarle a medio plazo en forma de impacto económico, territorial o alimentario.

Algo similar ocurre con la gestión de los residuos urbanos. Muchos municipios afrontan contenedores desbordados, bolsas abandonadas en la vía pública y puntos de recogida selectiva mal utilizados. Paralelamente, crecen las quejas por el incremento de tasas de residuos o por la opacidad del sistema de reciclaje. Aunque existan dudas razonables sobre la eficacia o transparencia de determinados modelos, esa desconfianza se traduce, en algunos casos, en comportamientos abiertamente incívicos: depositar los residuos fuera del contenedor, eludir la separación selectiva o delegar la responsabilidad en un sistema del que se desconfía, pero que se continúa saturando.

La lista podría ampliarse: vehículos abandonados que ocupan durante meses el espacio público, vertederos incontrolados en las periferias urbanas, mobiliario urbano deteriorado o equipamientos colectivos dañados. En todos estos casos se combinan decisiones técnicas, administrativas, políticas y económicas —a menudo poco explicadas— con conductas individuales que se justifican en esas mismas dudas y que sitúan el problema fuera del propio ámbito de responsabilidad.

Se señalan los efectos —más impuestos, más restricciones, más costes de limpieza, pérdida de calidad del espacio público— sin reconocer el papel que tienen las prácticas cotidianas en la generación de esos mismos efectos

Es legítimo cuestionar cómo se calculan determinadas tasas, si la gestión de una crisis sanitaria es proporcionada o si la administración actúa con la diligencia debida en la retirada de un vehículo o en la clausura de un vertedero ilegal. Lo que resulta difícil de justificar es que esa crítica se traduzca en una retirada de la propia responsabilidad: tirar residuos donde no corresponde, abandonar un coche, descargar escombros en un descampado o ignorar una restricción temporal de acceso a un espacio natural.

Cuando esto sucede, se produce una paradoja: se señalan los efectos —más impuestos, más restricciones, más costes de limpieza, pérdida de calidad del espacio público— sin reconocer el papel que tienen las prácticas cotidianas en la generación de esos mismos efectos.

Una parte del problema reside en que el factor humano sigue siendo el gran ausente en la formulación de muchas políticas públicas. Se habla de normativas, sanciones, competencias y presupuestos, pero menos de percepciones de riesgo, de confianza en las instituciones, de fatiga normativa o de la tendencia a diluir la responsabilidad individual cuando el daño se reparte entre muchos.

Incorporar seriamente ese factor humano implica asumir que la información no basta si no se vincula de forma clara la conducta individual con sus consecuencias colectivas; que la transparencia no es un adorno, sino una condición para sostener el cumplimiento voluntario; y que las medidas deben ir acompañadas de una pedagogía cívica continuada, no solo de campañas puntuales o de la amenaza de sanción.

También exige reconocer que el cuidado de lo común —de un parque natural, de una calle limpia, de una red de contenedores, de unas infraestructuras compartidas— no puede delegarse exclusivamente en la administración. El espacio público es, por definición, responsabilidad compartida.

Quizá la pregunta de fondo no sea si un problema “nos afecta directamente” o no, sino de qué manera lo hace y hasta qué punto nos sentimos concernidos por él. Porque, aunque el impacto pueda parecer lejano o difuso, nuestras decisiones diarias —cumplir o no una restricción, utilizar correctamente un contenedor, denunciar o tolerar un vertedero o un vehículo abandonado— forman parte de la ecuación. Ignorar ese vínculo es, en sí mismo, una forma de agravar el problema que luego reclamamos que alguien resuelva por nosotros.

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Anna Garcia Hom es analista y socióloga. Dra. en Seguridad y Prevención.

Muchas de las tensiones que atraviesan hoy nuestras ciudades y entornos naturales comparten un mismo patrón: la tendencia a considerar determinados problemas colectivos como algo ajeno. Esa distancia subjetiva entre el problema y la conducta individual es, a menudo, el eslabón que falta en el diseño y aplicación de las políticas públicas.

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