Juventud

Noches incívicas en la resaca pandémica: la tensión psíquica explota en el botellón

Agentes de la Guardia Urbana de Barcelona se dirigen a la multitud para controlar aglomeraciones en las fiestas del barrio de Gràcia.

No es fácil fotografiar un fenómeno en movimiento, más aún cuando es múltiple y se presenta lleno de aristas difusas. Así ocurre con este agosto de botellones incívicos. ¿Qué hay en esa indiferencia hacia las medidas anti-covid? ¿Y en esos desenlaces con destrozos y disturbios, en ocasiones con vasos y botellas volando hacia la policía?

Una síntesis de los puntos de vista de los expertos consultados, de los campos de la psicología y la sociología, quedaría así. No cabe en absoluto asignar a la juventud en su conjunto una inclinación anímica por el incivismo o hasta la violencia por un ramillete de episodios, por más que su coincidencia haya sido llamativa. Eso sí, hay que tomar muy en serio el hecho de que a la urgencia "ocupar el espacio público" y "derrochar adrenalina", fenómenos propios de la juventud pero exacerbados ahora por las restricciones de la pandemia, se suma un "caldo de cultivo" perfecto para la "rabia". Es una rabia que no se expresa con fines políticos –aunque pueda ser defendida con coartadas políticas a posteriori–, pero que es indisociable de un oscurecimiento de las perspectivas de futuro. A ello se suma la grave herida psíquica infligida por la pandemia, acreditada por numerosos estudios, y un sistema de valores que prepara poco a los individuos para aceptar la "frustración".

Botellones incívicos

Veamos primero el fenómeno de los botellones que acaban en altercados. No es homogéneo. Presenta especificidades en cada ciudad. En Barcelona, el edil de Seguridad, Albert Batlle, ha lamentado una "explosión de incivismo" en las fiestas de Sants, donde hubo peleas y uso de potentes altavoces inalámbricos en plena calle. Quedó suciedad por todas partes, como constataban los vecinos cada mañana por el olor a orín. Las celebraciones acabaron con enfrentamientos entre jóvenes y policías durante el desalojo del botellón, en el que por supuesto la prevención ante el covid-19 brilló por su ausencia con masas apelotonadas y pocas mascarillas.

El País Vasco ha dejado estampas similares. Más de 40 jóvenes han sido detenidos en Sebastián durante las no-fiestas, es decir, durante los días de la suspendida Semana Grande. Hubo ataques a comercios y choques con la Ertzaintza. A lo largo del mes de agosto, se ha dado un fenómeno similar en San Sebastián, Hernani, Gorliz y Portugalete: grupos de jóvenes lanzando objetos a la Ertzaintza. "Vemos día tras día que hay atentados contra agentes de la autoridad. Hay una posición de agresividad que no habíamos visto", ha denunciado Roberto Seijo, secretario general del sindicato mayoritario del cuerpo policial vasco. En Euskadi, hechos así sobresaltan aún más, por su negro historial de violencia callejera. Pero tanto el lehendakari, Iñigo Urkullu, como su consejero de Seguridad, Josu Erkoreka, han desvinculado los altercados de la "kale borroka" y los encuadran en un problema de "valores". "Son muestras de hedonismo insolidario e irresponsable", según Erkoreka.

Urkullu, para ilustrar que no es una cuestión de "ideologías", ha insistido esta semana en que fenómenos similares se dan en otros puntos de España. Y tiene razón. Ha ocurrido en lugares donde, a diferencia de Cataluña y País Vasco, no existe una asentada subcultura de enfrentamiento con la policía. En Noja (Cantabria) un macrobotellón derivó en un enfrentamiento de chicos de entre 16 y 21 años con la Guardia Civil, con al menos 18 detenidos. Los más resistentes, tras lanzar a los policías todo lo que tenían a mano, incluso intentaron cortar la carretera de acceso a la playa con contenedores de basura.

En Logroño también se torció el desalojo de un botellón cuando la Policía Local tuvo que detener a tres jóvenes por lanzarles vasos. La escena ha sido parecida, más grave y multitudinaria aún, en Pamplona. Las fiestas mayores de San Sebastián de los Reyes también han acabado con enfrentamientos contra agentes policiales. Es sencillo rastrear noticias del mismo tenor en diversas ciudades y poblaciones medianas y pequeñas. En Valencia, en junio, los altercados adquirieron la forma de vandalismo contra los chiringuitos.

La secuencia en torno a estos hechos suele seguir un guión previsible. Noticias impactantes. Declaraciones de condena. Protestas de los cuerpos policiales, que exigen más medios. Autoridades que –sin restar importancia a lo ocurrido– recuerdan que los violentos son una minoría. La oposición apañándoselas para culpar al alcalde. De fondo, dos discursos atraviesan el debate. Uno abunda en la crisis de valores y falta de respeto a la autoridad. Otro pone el énfasis en escasez de expectativas y la precariedad. Ya decíamos: es difícil fotografiar fenómenos en movimiento, sobre todo cuando –como señala una portavoz de la Policía Nacional a infoLibre– aún no hay datos que acrediten si se está dando o no un repunte de este tipo de violencia, al encontrarnos ante sucesos que pueden no salir de la contabilidad local.

"Es difícil dimensionar, saber si hay más disturbios o sólo son más noticiables. Hay que hilar fino", señala Bárbara Scandroglio, doctora en Psicología Social y profesora de la Universidad Autónoma de Madrid.

Así que tratemos de hilar fino para encontrar respuestas.

"Diversión" con "rabia"

Hay que empezar por delimitar. Como coinciden los expertos consultados, estas explosiones de conflictividad nocturna se encuentran aprisionadas entre dos fenómenos distintos, también de fuerte repercusión mediática y que complican su observación individualizada:

1) Las protestas con objetivo político, como las de febrero en apoyo al rapero encarcelado Pablo Hasél, que a menudo terminaban también con disturbios. Scandroglio destaca que, en las explosiones de este mes de agosto, se ve sobre todo un "derroche de adrenalina", que sólo "a posteriori" se justifica con "razones políticas" que en realidad no son determinantes.

2) Los ataques en grupo, en ocasiones con resultado mortal, cometidos en entornos de ocio juvenil pero que nada tienen que ver con una resistencia a un desalojo policial de un botellón. Aquí la doctora en Psicología Social puntualiza: "Es muy diferente el jóvenes contra jóvenes que el jóvenes contra policía. En el primer caso, hay una defensa el estatus del grupo y de sus miembros, un repliegue sobre los míos en defensa de la identidad grupal. Ahí sí veo una relación importante con la pandemia, que ha desdibujado el horizonte para muchos jóvenes, que vienen a decir: 'Me interesa menos el mundo, porque es un desastre, y me repliego sobre los míos'. Cuando el choque es con la policía, en cambio, el vínculo con la identidad es menor".

¿Qué hay entonces en esos botellones interrumpidos en seco por la policía que acaban como el rosario de la aurora? Scandroglio apunta dos respuestas. Una, "adrenalina". Es decir, pura "diversión", que luego puede ser justificada con otras coartadas. Dos, "rabia". Ganas de desahogo. Detrás de esa rabia, hay mucho.

Herida psicológica

La psicóloga afirma que le faltan datos para saber si hay una generación más violenta, extremo que pone en duda. "Es una hipótesis que siempre surge y nunca prospera", dice. De lo que sí está convencida es de que hay base de sobra para concluir que la reclusión por la pandemia ha cristalizado en las generaciones jóvenes en una mayor "necesidad de ocupar el espacio público". "No se trata de jóvenes pirados, sino de que hay un momento socialmente condicionado. Si te fijas, en las noticias de los altercados es difícil encontrar a un mayor de 25 años. Creo que las circunstancias ayudan a entenderlo. Hay una fuerte tensión psíquica en adolescentes y jóvenes, un sufrimiento psicológico acreditado ya por estudios".

En efecto, hay estudios. Los jóvenes entre 18 y 29 años son los que reflejan más fatiga pandémica de todos los grupos de edad, con un peor estado de ánimo, según el Estudio Social sobre la Pandemia Covid-19 presentado en febrero por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC). La Fundación de Ayuda contra la Drogadicción (FAD) presentó en mayo un informe que desgrana conclusiones elocuentes. La reclusión ha provocado en los jóvenes un aumento de "emociones negativas", como la ansiedad: del 12,1% en marzo de 2020 al 22,6% cuatro meses después (+10,5 puntos). También suben el desánimo (+9,6 puntos) y ligeramente la incertidumbre, que es la emoción más común (28,9%). Las emociones que más se reducen son positivas: curiosidad (-20,2 puntos), entusiasmo (-11,3) y motivación (-6,8). Los padres también han notado un enrarecimiento del ambiente con la pandemia. Un estudio de Amalgama 7 y la Fundación Portal detectó un fuerte incremento del porcentaje de familias que han escuchado de sus hijos "malas contestaciones" (del 30,1% al 58,3%) e "insultos" (del 3,8% al 11,9%):

Ha habido más investigaciones a lo largo de la pandemia que muestran que el golpe psicológico sobre la juventud es mayor que sobre el resto de capas. El estudio Las consecuencias psicológicas de la Covid-19 y el confinamiento, elaborado por seis universidades, indica que los jóvenes se encontraban más irritados y angustiados que el resto. Y advertía el informe: “Los efectos psicológicos del confinamiento y la crisis sanitaria pueden aparecer demorados en el tiempo y presentar tendencia a cronificarse”. La herida psíquica ya se refleja en el sistema sanitario. Un dato: entre 2019 y de 2021 ha subido un 50% el número de ingresos psiquiátricos de adolescentes en el Hospital Universitario de Basurto, como hizo público en agosto el Observatorio Vasco de la Juventud. Profesionales de distintos hospitales y comunidades comparten una impresión similar, como en el caso de Madrid.

De modo que es innegable la huella psicológica de la pandemia, que además resulta difícil de disociar de los problemas socioeconómicos que aquejan a la juventud. La Enquesta sobre l'impacte de la Covid-19, elaborada en 2020 por el Centre d'Estudis d'Opinió, concluyó que los jóvenes eran los más pesimistas sobre su futuro y el de la economía. Otro estudio de la FAD de diciembre de 2020, en este caso junto la Fundación Pfizer, concluye que casi un 60% de jóvenes hasta 29 años cree que van a empeorar sus oportunidades de futuro. El 54% cree que tendrá que trabajar "en lo que sea", sin margen de elección. No parece el estado anímico más adecuado para mezclar con alcohol y masificación, tras un largo periodo de restricciones. Un cóctel perfecto.

"Caldo de cultivo"

Existe, en palabras de Ana Sanmartín, subdirectora del Centro Reina Sofía sobre Adolescencia y Juventud de la FAD, un "caldo de cultivo" hecho de problemas sociales, falta de perspectivas y fatiga pandémica. E inmediatamente puntualiza: "Lo que vemos es llamativo, escandaloso. Puede asustar. Pero pensemos que los que protagonizan altercados son pocos". El problema, añade, es que la repercusión de la violencia eclipsa el problema de fondo, y es que "los que están frustrados no son pocos, son muchos, y tienen motivos". Martín cree que los jóvenes han sido los grandes olvidados de la pandemia y sólo se ha puesto el foco en ellos ante conductas violentas e incívicas.

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"Estamos viendo una especie de profecía autocumplida. Llevamos toda la pandemia leyendo que los jóvenes son insolidarios, que se portan mal. En realidad, no ha sido así en la inmensa mayoría de los casos, pero esa idea ha servido para tratar la cuestión de los jóvenes únicamente como un problema de seguridad y orden público, ignorando que hablamos de generaciones entre dos crisis, que no han visto otra cosa que crisis, que no se pueden emancipar y tienen trabajos precarios, con lo que de los pocos especios que les hemos dejado son los de ocio", señala Martín, que anima "buscar respuestas" y no "culpabilizar". "No tengo una bola de cristal que diga si estos altercados van a ir a más, pero sí creo que tenemos que estar atentos y observar, por ejemplo, si ahora sube el consumo de drogas", concluye.

El sociólogo Mariano Urraco, especializado en juventud, advierte del riesgo de "confundir las imágenes con la realidad" y de sacar las conclusiones sobre generaciones enteras por comportamientos puntuales. A su juicio, en línea con la visión de Sanmartín, una cosa es la "frustración", enormemente extendida, y otra la violencia, minoritaria y cuyos protagonistas "utilizan torticeramente la coartada" de la pandemia y la falta de futuro. "Si ves las imágenes de los botellones con disturbios, no se puede concluir que sean los jóvenes más precarizados, en absoluto", dice.

Entre algunos jóvenes se está dando –razona Urraco– una recuperación "desaforada" de libertades que no han podido disfrutar durante meses, lo que en ocasiones deriva en actos violentos. El sociólogo sitúa el fenómeno en un sistema de valores que da "prioridad total a la satisfacción", sin preparar para la encajar la "frustración". Eso no significa, incide Urraco, que haya que minusvalorar las causas objetivas de frustración y malestar psíquico de los jóvenes. Pero a nada conduce, a su juicio, analizar las explosiones de violencia frente a la interrupción de un botellón como si fueran el síntoma evidente de la precariedad. "La generación entera está frustrada y no todos queman contenedores", dice.

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