Contra la censura… y la velocidad (dentro de lo que cabe)

La redacción de Por Favor (con Manuel Vázquez Montalbán y Juan Marsé).

Se cumplen estos días cincuenta años del golpe de Estado que liquidó la democracia en Chile (11 de septiembre de 1973) y que costó la vida a Salvador Allende y a al menos otros tres mil compatriotas. Pinochet recibió enseguida el aplauso del tardofranquismo, siempre dispuesto a colaborar con otras dictaduras de corte también militar y ultracatólico. La democracia en España era todavía un anhelo sujeto a la longevidad del propio Franco (y de su premier Carrero Blanco), pero que impulsaba la tarea común de muchísima gente de tendencias políticas muy distintas, desde la clandestinidad o desde púlpitos civiles más o menos consentidos.

¿Alguien puede imaginar hoy el estallido del Consejo de cualquier medio por –pongamos un ejemplo– la posición editorial sobre la guerra en Ucrania? Resulta impensable, ya sea por la forzada obediencia a poderes económicos o políticos que marcan la línea ideológica en demasiadas cabeceras, ya por la imposición de un pensamiento único que empapa a menudo todos los engranajes del debate público y de sus principales actores. Hace cincuenta años, aún bajo la dictadura, el Consejo de Redacción de Cuadernos para el Diálogo, una de las revistas más influyentes del panorama intelectual que empujaba hacia la democracia soportando censuras y sanciones, sufrió una profunda escisión. La causa se encuentra en un editorial riguroso, informado y contundente que en el número 121, de octubre de 1973, denunciaba la complicidad de la Democracia Cristiana chilena y del gobierno de Estados Unidos en el golpe de Pinochet. Algunos de los miembros del Consejo de filiación democristiana (recordemos que la revista fue fundada diez años antes por, entre otros, Joaquín Ruiz-Giménez) montaron en cólera, y en los siguientes números publicaron sus discrepancias con la posición oficial de la cabecera, antes de abandonarla con acusaciones de “giro a la izquierda” o cesión a “los postulados socialistas y comunistas” que dirigían al resto del Consejo y al propio Ruiz-Giménez.

Seguramente el Consejo de Redacción cuadernícola es el que da origen a esa expresión quizás excesiva que define como parlamento de papel la amplia amalgama de cabeceras que en la última fase de la dictadura y en la que Vázquez Montalbán denominó transfranquismo reflejaba una vitalidad alucinante de la prensa española y muy especialmente del formato revista. Porque de aquel Consejo formaron parte desde democristianos como Óscar Alzaga o Marcelino Oreja hasta socialistas como Peces Barba, Enrique Barón o José María Maravall, liberales como Ignacio Camuñas o Joaquín Garrigues Walker, comunistas como Nicolás Sartorius o Simón Sánchez Montero, nacionalistas como Juan María Bandrés o Miguel Castells y también intelectuales exiliados como Jorge Guillén o Juan Goytisolo. Sí, venía a reflejar de forma muy aproximada lo que sería el primer dibujo de un parlamento democrático tras la muerte de Franco. Con la presencia continuada de genuinos representantes del propio franquismo, de demócratas reformistas, la incorporación de luchadores antifranquistas y un largo listado de demócratas sobrevenidos. Y muy, muy pocas mujeres. La España (casi) eterna.

Parlamento de papel

Como ya advirtió el profesor José Reig Cruañes, “hablar de parlamento de papel para el conjunto de la prensa es una falacia excesivamente benevolente con cierto sector y una manifiesta injusticia con otra importante minoría del periodismo. En efecto, ni toda la prensa luchó comunicativamente en favor de la democracia ni cabe atribuir al conjunto el mérito de un reducido número de rotativos y un puñado de periodistas”.

El llamado parlamento de papel, eso sí, va mucho más allá de cabeceras tan sesudas y míticas como Cuadernos o Triunfo (lean en este mismo número de tintaLibre a Jordi Amat), Índice, Cuadernos de Ruedo Ibérico... En la primera mitad de los años 70 se llenaron los quioscos de revistas de la más variada enjundia y condición, en fondo, periodicidad y forma. La Ley de Prensa de 1966 de Manuel Fraga había puesto fin a la censura previa, aunque la había sustituido por un arma no menos dañina contra la libertad de imprenta y de expresión: el secuestro de publicaciones a posteriori y las sanciones económicas, además, por supuesto, de las presiones y amenazas políticas y financieras que destruían proyectos e imponían la autocensura. Aun así, la atmósfera predemocrática y el clamor de los sectores más avanzados de la sociedad facilitaron el nacimiento de varios puñados de cabeceras que conectaron con las necesidades populares de información, que sorteaban las barreras de la dictadura por la vía de la sátira o de la escritura “entre líneas”, que daban cauce a la contracultura o los movimientos underground y que reunían a lo mejor del talento periodístico, humorístico, ensayístico y literario de este país.

Unas pocas cifras entre tanta letra. En 1976 llegó a haber registradas en el Ministerio de Información y Turismo (¡qué doble concepto tan significativo!) 6.123 publicaciones. De ellas, 2.375 eran mensuales, 829 semanales, 327 quincenales, 184 diarias y el resto mantenían otras periodicidades. Hablamos de papel, veinte años antes del nacimiento de internet, cuando faltaban aún tres décadas para la eclosión de las redes sociales que cambiarían por completo el acceso a la información y a la desinformación (lean a Jordi Gracia en este mismo número de tintaLibre). No está demostrado si fue antes el huevo o la gallina. Si las expectativas del fin de la dictadura alentaron la creación de audaces (y arriesgados) proyectos periodísticos o si estos surgieron como palanca imprescindible para la anunciación democrática. Ambos procesos son compatibles y complementarios.

Si hablamos de revistas hablamos de pensadores, filósofos, ensayistas, poetas… intelectuales en quienes solemos depositar el papel de avanzadilla provocadora de cambios sociales profundos. Y de todo eso hubo en las nóminas de colaboradores de las cabeceras hasta ahora mencionadas. ¿Pero dónde está escrito, por ejemplo, que el género del ensayo tuviera una mayor influencia que el humor crítico en la formación democrática de las clases populares? Precisamente el decreto de cierre durante cuatro meses de la revista Triunfo lleva al audaz editor José Ángel Ezcurra a lanzar, en mayo de 1972, Hermano Lobo, Semanario de humor dentro de lo que cabe. Una aventura que reunió “una concentración de talentos fabulosa”, en palabras de Manuel Vicent, que también participó. No sólo estaban allí humoristas de la talla de Chumy Chúmez, Summers, Forges, Gila, Ops (Andrés Rábago, hoy El Roto) o Jaume Perich, sino plumas del calibre de Manuel Vázquez Montalbán, Luis Carandell, Rosa Montero, Cándido o Francisco Umbral, entre muchos otros. Cada portada era un manifiesto. Cada viñeta, un incisivo editorial. Cada carcajada, un agujero en el régimen franquista.

Como en las matrioskas, de cada cabecera surgía otra. De Hermano Lobo nació dos años más tarde en Barcelona Por Favor, de la mano del prolífico editor José Ilario y fruto de la suma de talentos de Perich y Vázquez Montalbán, a los que siguieron Forges, Romeu, Máximo y nada menos que Juan Marsé. Que el humor sacaba de quicio a la dictadura queda patente en dos ejemplos: la bomba de un grupo de extrema derecha contra la sede de El Papus y la suspensión de cuatro meses decretada contra Por Favor, que celebró su primer aniversario con este titular de portada: “Por Favor cumple un año menos cuatro meses”. De estas canteras surgirá en 1976 El Jueves, única cabecera humorística de la época que ha resistido, aunque sea en formato digital, y que comparte espacio con la Revista Mongolia, que se edita en papel y se sostiene por la contribución de sus suscriptores.

Frente al silencio por decreto

En paralelo al boom de las cabeceras de humor crítico se produce el de los semanarios de información general. Primero, a todos los efectos, Cambio 16 desde 1972, a cuya estela de éxito se apuntan Posible, Doblón, Realidades…, y en la siguiente década Tiempo, Tribuna o Época. La combinación de investigación, análisis político y contenidos más ligeros supuso un suculento agosto para las empresas editoras. Un negocio hasta cierto punto efímero, puesto que su declive se produjo incluso antes del daño que la revolución digital causó al formato en papel, seguramente forzado por la voracidad a la hora de sujetar las ventas con promociones de cualquier cosa menos de periodismo de calidad. Caso aparte es el de Interviú, semanario sobre el que se sostiene durante décadas el Grupo Zeta de Antonio Asensio y en cuya singular fórmula se mezclan el periodismo de investigación, la denuncia documentada, el análisis político y el desnudo femenino justo cuando su innegable carácter machista sirve de gancho en los quioscos al coincidir con el destape que simboliza la apertura a la democracia. (Lequio y su anatomía tardarían unos cuantos años en llegar).

La buena salud del escepticismo

La buena salud del escepticismo

Este repaso conciso a la enorme nómina de revistas que han contribuido a conformar el pensamiento de varias generaciones de españoles y españolas a caballo entre la dictadura y la democracia quedaría aún más cojo sin mencionar algunas cabeceras que representaron visiones contraculturales, ajenas a cualquier agenda oficial, y abrieron ventanas de provocación y libertad máxima desconocidas absolutamente en la España de la época. Nos referimos a revistas emblemáticas como El Viejo Topo, Ozono, Ajoblanco o Sal Común, por no citar a otras más limitadas a espacios y movimientos concretos como La Luna de Madrid, Sur Express o Madrid Me Mata. ¿Acaso tiene más méritos alguna de estas cabeceras madrileñas para figurar en esta pieza que míticas revistas literarias como la zaragozana Andalán, las leonesas Espadaña o Claraboya o El Urogallo de Elena Soriano? Claro que no. Del mismo modo que en el terreno digital logra asentarse ahora aquel formato capaz de crear a su alrededor una comunidad de lectores e intereses, también cada revista, incluso en el franquismo, podía sobrevivir e influir si se convertía en herramienta para la reflexión y el debate en un ámbito determinado. Fotogramas, revista teóricamente cinematográfica, ha sido mucho más que eso, y en sus páginas firmaban algunos de los nombres referentes para el pensamiento democrático antes de que este fuera siquiera nombrado.

Si hoy nos preguntamos por qué seguimos empeñados en hacer revistas, ya sea en formato papel o digital, la respuesta es fácil de encontrar en la historia de muchas de las cabeceras citadas. Fueron necesarias en una época en la que España quería saber lo que la dictadura le negaba. Exigía voz frente a los silencios decretados manu militari. Reclamaba libertad e inteligencia en lugar del autoritarismo más bruto y soez. Cada época precisa sus (llámenlas como prefieran) revistas, espacios o plataformas donde compartir ideas, polémicas, provocaciones, sarcasmos, retratos de una realidad que a menudo se entiende mejor desde la caricatura y el humor que desde la retahíla apresurada de datos sin digerir.

Permítanme que les dé mi personal argumento para seguir haciendo revistas como tintaLibre: frente a la velocidad de estos tiempos en los que cada acontecimiento presuntamente “histórico” fagocita al ocurrido dos horas o dos días antes, necesitamos herramientas para mirar con calma, leer, escuchar, pensar, discutir, escribir… y otra vez mirar, y leer, y escuchar… Y en ello seguiremos desde octubre en la alianza acordada entre infoLibre y El País para inaugurar una nueva época de tintaLibre. (Pero de esto escribiremos el mes que viene).

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