Democracia bajo mínimos

Aldo Moro durante su secuestro por las Brigadas Rojas, el 20 de abril de 1978.

José Luis Moreno Pestaña

Marco Bellocchio, en su serie sobre el secuestro y asesinato de Aldo Moro (Exterior noche, Filmin), ofrece una escena memorable: sorprendemos en ella un deseo que se extiende entre quienes aspiran a civilizar la vida pública. Aldo Moro, presidente de la Democracia Cristiana, negocia sentado en su coche oficial con Enrico Berlinguer, su homólogo en el Partido Comunista Italiano. Los acompañantes de ambos, pues Berlinguer también llega en un coche protegido, charlan animadamente mientras los dos políticos discuten la futura composición del gobierno. Berlinguer concluye la conversación con gesto hierático y, justo cuando va a descender del coche, Moro lo retiene y señala hacia el grupo de guardaespaldas que ahora ríen fraternalmente. Mira, viene a decirle a Berlinguer, ellos ya han llegado a un acuerdo, ahora nos toca a nosotros.

Difícil plasmar mejor un concepto filosófico de John Rawls, el de consenso entrecruzado. Una sociedad no es democrática si carece de valores compartidos que la sostengan, más allá de divisiones centrales en la lucha política. Sin consenso entrecruzado, no hay conflicto posible que no se degrade en una microguerra civil. Esos valores surgen constantemente en Exterior noche: la esposa de Aldo Moro encarna un modelo de personalidad cristiana, capaz de reprender a su hija cuando insulta a los terroristas que asesinaron al político democristiano. Imágenes de archivo nos muestran lo que parecen ser jóvenes del PCI, coreando, con toda la emoción y la energía que daban su edad y sus convicciones, que la memoria de los policías asesinados por los terroristas acompaña la lucha de todo comunista.

No tengo capacidad para juzgar históricamente la serie y lo poco que sé me plantea interrogantes ante el relato de Bellocchio. Me quedo solo con esa ensoñación, con más o menos fundamento histórico, del consenso entrecruzado. Es una idea que nos conmueve e interpela porque hemos perdido la capacidad de calibrar la importancia del adversario para nuestra existencia y cada espacio de encuentro se ve desgarrado por disputas inacabables y cuya trascendencia es difícil de comprender. En medio de todos sus conflictos, la Italia del compromiso histórico, en el relato de Bellocchio, representaría una sociedad de tono moral alto, y tal vez gracias a ello podían existir contendientes fuertes –Moro y Berlinguer– que sabían, desde su profunda oposición, lo que compartían. Desgraciadamente, rodeados por ambos flancos, perdieron: de una parte, terroristas lunáticos –aunque también con conflictos morales– y, de la otra, la fría cruzada anticomunista organizada por Estados Unidos con, eso se da a entender, la connivencia de fuerzas que compartían militancia con Aldo Moro.

Para comprender esa distancia, intento señalar qué nos separa de aquel periodo. Para empezar, dependemos absolutamente de poderes económicos internacionales, capaces de secuestrar la voluntad de la ciudadanía. Su actuación es a menudo la siguiente: dictan condiciones leoninas para introducir inversiones y, si no se aceptan, se marchan tras haberse beneficiado pingüemente de ayudas públicas y de externalizar los perjuicios de su actividad. Ya no existen las grandes organizaciones sindicales reciamente implantadas en el mundo del trabajo, como las que en Exterior noche –también con imágenes de archivo– se nos muestran movilizándose contra el secuestro de Moro. En fin, el comportamiento de una parte hegemónica del empresariado es crecientemente hostil a las exigencias de legalidad en la actividad laboral, como si ya no se fuese ciudadano cuando se trabaja.

Una cultura de sumisión

Con esos mimbres, resulta difícil adquirir hábitos democráticos. ¿Es posible una democracia, la que fuese, dejándola extirpada de la actividad económica? ¿Es posible cultivar una cultura democrática que no adquiera raíces mientras se trabaja? Las movilizaciones de algunos trabajadores en apoyo de medidas ultraliberales muestran lo contrario. Las personas tienden a atribuir su empleo a una medida de gracia y experimentan con horror que alguien quiera encauzar a su empleador, cuya libertad consiste en explotarle… ¡y la suya en consentirlo! El chantaje estructural se experimenta como libertad. Desde fuera, puede argumentarse que, además de a él, las firmas explotan los bienes comunes que condicionan la actividad económica: cuidados educativos y de salud, condiciones ambientales, reglas políticas que permiten la actividad empresarial. Los explotan porque, tras beneficiarse de su uso, contribuyen a desertizar y empobrecer el entorno que amparó sus beneficios y además generan una cultura de sumisión en los trabajadores que es dañina para la democracia. Pero, de nuevo, no es plausible que este tipo de interrogantes surjan en conciencias habituadas a la exclusiva negociación individual. De hecho, los teóricos del capital humano casi han conseguido triunfar y las personas acuden al mercado considerándose empresarios, unos muy pobres y otros con éxito, pero todos gestores de sus recursos y desconfiados de cualquier marco de regulación: evidentemente, para una mentalidad de capitalista –repito: rico o pobre– es una coacción que se le impida a alguien casi esclavizarse. Porque el esclavizado también ejercerá de patrón cuando se enfrenta, en tanto consumidor, a quien trabaja en condiciones homólogas a las suyas. En ese momento, aunque sea brevemente, también es un empresario y también exige sumisión a quien ha asumido un contrato consistente en servir al cliente.

Una sociedad no es democrática si carece de valores compartidos que la sostengan, más allá de divisiones centrales en la lucha política

Incluso es cada vez más común que nuestro trabajador tenga financiarizada su existencia, lo cual vuelva imperioso mantener, como sea, su empleo como complemento de un poder de compra y una cultura que no son las del asalariado. También en ese plano de su experiencia pueden molestarse las coacciones públicas a la actividad bancaria excepto, claro está, cuando el sueño de la existencia a crédito se estampa de bruces por una crisis.

¿Cómo se configura la vida política desde estas claves? Los individuos dejan de verse situados en grandes conjuntos sociales, aunque eso no evita que se sientan parte de agrupamientos nacionales o incluso culturales. Por ejemplo, es algo que hemos comprobado en la investigación empírica, las personas se consideran miembros de un club cultural y políticamente selecto frente a grupos, marcados religiosamente, que no son aptos para la vida occidental, aunque sí para trabajar en su economía. El compromiso político expresa ese orgullo y asume diversas gradaciones sociales. Unas, poco importantes, respecto de los nacionales, donde solo existen matices. Otras esenciales, sobre los culturalmente exógenos. Y unas, radicalmente despectivas, contra los nacionales que no reconocen la falta de los exógenos –los denominados progres–.

Mas pueden cambiar los referentes de distinción. Los sujetos pueden desdeñar ese tipo de comportamiento y reiterarlo desde otros códigos. El club selecto será el de las personas conscientes, no ya en general sino sobre todo de una causa. Con ella por bandera irá categorizando a los demás y enfrentándose con acribia a quien pretenda disputarle la referencia. A menudo se presentará la causa como un movimiento social, pero ¿qué movimiento social renuncia a discutir con la conciencia común? En la práctica se trata de un comportamiento fieramente empresarial, en el que reservar un espacio para la propia singularización. Esta se abre paso con un comportamiento rocoso respecto de las propias convicciones y desdeñoso para quien les ponga un solo pero. Las conductas de autodefensa y destrucción incluyen, cada vez más, la bronca reiterada y la búsqueda del aislamiento del adversario.

En la política –sobre todo de izquierda– esta práctica se muestra, cada vez que hay listas electorales, en la concepción de la política como una confederación laxa de personalidades, cada una de las cuales dice representar a su causa, ya sea porque se considera referente de la misma, ya sea porque alguna personalidad matriz le ha asignado la franquicia en un territorio. Con ese mensaje no extraña que quienes deseen entrar en política se entrenen en prácticas que vician cualquier tipo de modelo democrático.

Un carrusel de violencia verbal

Por lo demás, los sujetos de esas prácticas son, muy a menudo, sujetos traumatizados. Los traumas, reales o no, forman parte de su cualificación para la causa. La infelicidad psicológica se refuerza también por la volatilidad de un entorno en el que se está siempre apostando y continuamente compitiendo.

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Es normal que tengamos una democracia bajo mínimos. La hemos desterrado de la actividad económica y elevamos a la política a sujetos incapaces de cooperar de manera duradera porque, en el fondo, se comportan como unos brókeres despiadados. No es que carezcamos de consenso entrecruzado como sociedad, es que ni siquiera existe en cada espacio político. Un carrusel de violencia verbal desatada sucede a las promesas de amor entre los notables igual que los movimientos sociales resuelven sus diferencias con procedimientos, dignos del peor primitivismo, mediante acusaciones cruzadas brutales. Además, nuestro concepto de democracia, en la era de lo que se ha llamado el partido-cártel, depende de un modelo de representación política que estimula el personalismo y permite que grupos organizados husmeen y abandonen las organizaciones según calibren las posibilidades de negocio. Los académicos que peroran sobre la democracia en ese marco actúan como si el único repertorio político del que dispusiéramos fuese un conflicto eterno por los puestos de salida y por el acceso a los recursos públicos en cada una de las esferas de actividad.

Si queremos que nuestra democracia merezca ese nombre, necesitamos mostrar que cabe cooperar de manera estable y que, en esa cooperación cuentan, y mucho, personas con las que se diverge en algunas cuestiones o en bastantes. También aquí es de ayuda el pensador, no del compromiso histórico, sino del bloque histórico. En un paso sorprendente de sus Cuadernos de la cárcel –este año Akal ofrecerá una nueva edición castellana– Gramsci nos explica que un bloque histórico no solo se construye entre fuerzas políticas, sino también en el interior de cada sujeto. Las personas hacen frente a sus pluralidades de intereses y deseos imponiéndoles una dirección de conjunto. Lo hacen ellas mismas, nadie puede sustituirles en la tarea, pero necesitan la referencia de un proyecto compartido. No habrá política sin otra ética, pero sobre todo no habrá una posibilidad de esfuerzo ético sin otro horizonte político y económico.

*José Luis Moreno Pestaña es profesor titular de Filosofía Moral en la Universidad de Granada y autor de ensayos como ‘Retorno a Atenas. La democracia como principio antioligárquico’ (2019) y ‘Los pocos y los mejores. Localización y crítica del fetichismo político’ (2021), ambos en Akal.

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