¿Es Europa un laboratorio de ideas?

Monumento de Ben Wagin dedicado al Muro de Berlín en el Bundestag. Cada año recuerda las muertes ocurridas.

Enzo Traverso

Europa, laboratorio de ideas” es el título de este encuentro. A la vez obvio y ambiguo, indiscutible y problemático. En su Gramática de las civilizaciones, Fernand Braudel escribió que “no hay historia de Europa, sino historia del mundo”. En otras palabras, la historia de Europa es la historia de cruces y simbiosis permanentes con otras civilizaciones, lo que hace difícil definir el perfil de una cultura europea. Europa es sin duda un laboratorio de ideas, pero eso no significa que sea la matriz. Sería muy difícil definir el perfil de una “cultura europea”.

Europa es un espacio cultural plural, una constelación muy heterogénea. La relación cultural entre España y América Latina es más fuerte que entre España y Alemania. Francia tiene lazos históricos más profundos con el Magreb, África Occidental, el Caribe y Quebec que con los Balcanes. Hay mucha más Italia en Argentina que en los países escandinavos. Las universidades de todo el mundo cuentan con departamentos de estudios germánicos, estudios hispánicos (que incluyen España y América Latina), estudios francófonos (que incluyen Francia, el Caribe, el Magreb y el África negra). Los mundos hispánico y francófono trascienden las fronteras de Europa, por no hablar, claro está, del mundo anglófono. Decir esto parece banal, pero vale la pena recordarlo cuando se habla de Europa como laboratorio de ideas.

Quizá debamos ampliar la observación de Pierre Nora de que no existen “lugares de memoria” europeos. Son raros y siempre negativos, porque remiten a la memoria de las víctimas: Verdún, lugar simbólico de la Gran Guerra, recordado sobre todo por franceses, alemanes y británicos; Auschwitz y Buchenwald, lugares de deportación de resistentes y judíos de todo el continente. También podríamos mencionar la Guerra Civil española, que fue una guerra civil europea por la intervención italiana y alemana, las Brigadas Internacionales y la “peregrinación” de intelectuales de todo el mundo a los dos frentes. El libro más conocido sobre la Guerra Civil española es Homenaje a Cataluña, escrito por un inglés, George Orwell.

La conciencia de la unidad europea surgió de su crisis. Una crisis especialmente aguda entre quienes fueron expulsados del viejo mundo y lo miran desde fuera, aquellos a los que Hannah Arendt describió como parias, dejando claro que no utilizaba este concepto en un sentido cultural o moral, sino eminentemente político. Los parias son los individuos sin Estado, los apátridas, los que ya no tienen estatuto jurídico o político alguno que les otorgue derechos; los ilegales que no han transgredido la ley pero a los que ésta no reconoce.

Para comprender la unidad cultural de Europa, hay que mirarla desde fuera, hay que salir de ella.

Es el caso de algunas de las grandes obras del exilio, como El mundo de ayer. Memorias de un europeo (1941), escrita por Stefan Zweig en Brasil poco antes de su suicidio; o Mimesis. La representación de la realidad en la literatura occidental (1943), escrito por Erich Auerbach en Estambul, que esboza una historia de la literatura continental desde Homero hasta Proust, pasando por Dante, Cervantes, Montaigne, Shakespeare y Schiller. A finales de los años treinta, Walter Benjamin, que no quería dejar Europa, escribía en sus cartas que temía no poder vivir en Estados Unidos, donde se sentiría “el último de los europeos”.

La Ilustración fue una idea europea. Existen varias historias de la Ilustración, desde la de Ernst Cassirer hasta la obra más reciente de Antoine Liti, que la analizan como un fenómeno europeo plural y cargado de tensiones. Como han demostrado claramente Isaiah Berlin y Zeev Sternhell, la contrailustración también tuvo una dimensión europea. Pero el legado de la Ilustración también fue universal desde el principio, con los “jacobinos negros” y la Revolución haitiana. En términos literarios, una novela de Alejo Carpentier como El siglo de las Luces (1962) lo muestra muy bien. Podrían hacerse consideraciones similares para otras corrientes de pensamiento. El romanticismo, el republicanismo, el liberalismo, el fascismo, el anarquismo, el socialismo y el comunismo se originaron en Europa, pero pronto adquirieron una dimensión internacional. Suelen definirse como frutos de la cultura occidental, no sólo europea. El marxismo es una idea genuinamente europea: una teoría desarrollada por un intelectual alemán (judío), que vivió en Francia y Bélgica para instalarse finalmente en Londres, que convirtió en su observatorio para estudiar el capitalismo. Según un lugar común que no es falso, el marxismo es una síntesis de la filosofía clásica alemana, la economía política inglesa y la teoría política francesa. Pero el marxismo pronto se extendió más allá de las fronteras de Europa: a principios del siglo XX, desembarcó en América y Asia. En resumen, Europa es una encrucijada. Muchas ideas europeas nacieron fuera de Europa, y otras ideas nacidas en Europa encontraron su hogar en otros lugares. Como los seres humanos, las ideas circulan y cambian. Son, utilizando la definición de Edward Saïd, “teorías viajeras” (travelling theories). Me gustaría dar algunos ejemplos.

A lo largo de la historia, Europa no ha buscado unirse, sino más bien dividirse

Una de las teorías europeas más fértiles de la posguerra, el estructuralismo, nació del encuentro entre un antropólogo francés, Claude Lévi-Strauss, un lingüista ruso, Roman Jakobson, y otro antropólogo de origen alemán, Franz Boas. El encuentro tuvo lugar en Nueva York durante la Segunda Guerra Mundial. Lévi-Strauss lo describe como una iluminación.

La idea del totalitarismo fue desarrollada en Estados Unidos durante la guerra por investigadores europeos exiliados, especialmente alemanes: Hannah Arendt, Franz Neumann, Carl Friedrich y Erich Voegelin. Surgió del encuentro entre una idea de pertenencia nacional basada en la cultura (Bildung), que había sido el medio preferido para asimilar a los judíos en Alemania, y una idea atlántica de libertad (Bill of Rights), que descubrieron en Estados Unidos, donde la pertenencia nacional era política, basada en la Constitución y no en la cultura o los orígenes. La idea de la negritud surgió en París a principios de los años 30 en los debates entre dos poetas, el martiniqueño Aimé Césaire y el senegalés Leopold Sédar Senghor, y un escritor comunista afroamericano, Claude McKay, que les había familiarizado con la teoría de la “línea de color” (color line) de W.E.B. Du Bois. La idea de la negritud nació, pues, en Europa, pero no hubo europeos entre sus creadores.

Culminación de la civilización

Cuando se pensó en Europa como unidad cultural, la imagen que dio de sí misma no fue muy agradable. Hay una dialéctica de la Ilustración, la dialéctica de una razón a la vez emancipadora e instrumental, puesta al servicio de la dominación. Cada vez que Europa ha intentado pensarse a sí misma como una entidad cultural unitaria, no sólo geográfica, la idea que ha surgido ha sido la de dominación.

Desde el descubrimiento del Nuevo Mundo, pero sobre todo en el siglo XIX, Europa se ha pensado a sí misma como la culminación de la civilización. Hegel sistematizó esta visión en su filosofía de la historia. En la era del imperialismo, Europa encarnaba la civilización frente a la barbarie. En Orientalismo (1978), Edward Saïd describió acertadamente esta visión binaria del mundo: Europa necesitaba la alteridad negativa para definir su propia identidad. El colonialismo se veía como una misión civilizadora; la identidad europea se basaba en una oposición casi ontológica: civilizado/bárbaro; ciudadano/nativo; superior/inferior; blanco/de color.

Tras la Segunda Guerra Mundial, surgió otra dicotomía: Europa ya no es más que una provincia de una entidad atlántica mayor llamada Occidente y dominada por Estados Unidos. Ahora hay dos Europas, una “occidental” y otra “oriental”. Como lamentaba Milan Kundera, la Europa Central (Mitteleuropa) desapareció: sus países se convirtieron en la “Europa del Este”. La Europa capitalista, liberal y cristiana (católica y protestante) estaba enfrentada al “Este” socialista, totalitario y ateo, que también tenía importantes componentes cristianos-ortodoxos y musulmanes. Europa es un camaleón.

Habría que abandonar el mito de que la unidad de Europa es el producto natural de su historia. La historia de Europa es una historia de conflictos y rupturas, desde la Guerra de los Treinta Años hasta las guerras mundiales del siglo XX. Fue tras esos conflictos cuando surgió la conciencia de la unidad del continente. Si algún día lográramos construir una Europa federal, no sería el resultado natural de su historia, sino el fruto de una voluntad política capaz de marcar un giro radical. A lo largo de su historia, Europa no ha buscado unirse, sino más bien dividirse. El nacimiento del Jus Publicum Europeum, cuyos principios fueron establecidos en 1649 por el Tratado de Westfalia al término de la Guerra de los Treinta Años, se basó en la idea de que la paz del continente implicaba la separación de sus Estados. Entre el Tratado de Versalles de 1919 y la guerra civil que destruyó Yugoslavia en la década de los años 90, Europa rediseñó su arquitectura creando Estados-nación más o menos homogéneos mediante sucesivas oleadas de limpieza étnica: baste pensar en la expulsión de más de diez millones de alemanes de Europa Central en 1945. Siempre se ha buscado la unidad mediante el borrado de la alteridad y por la intolerancia hacia las minorías. El Holocausto forma parte de esa tendencia histórica de una Europa que no soporta su diversidad.

Proporcionalmente, la islamofobia dirigida contra migrantes y refugiados a principios de este siglo XXI también forma parte de esta tendencia histórica.

Varias mentes críticas tomaron conciencia de la unidad cultural del continente durante la Gran Guerra, que se vivió como una especie de guerra fratricida. Ese conflicto fue el que inspiró ideas federalistas tanto en la izquierda como en la derecha. En 1914, León Trotsky escribió La guerra y la Internacional, un ensayo en el que proponía una idea socialista de federalismo. En su opinión, los Estados Unidos de Europa eran la única alternativa viable a la crisis de los Estados-nación. En 1923, Heinrich Coudenhove-Kalergi publicó Pan-Europa, otro alegato federalista. Durante la Segunda Guerra Mundial aparecieron manifiestos similares, sobre todo de Altiero Spinelli.

Todos esos manifiestos intentaban encontrar la unidad política preservando al mismo tiempo la diversidad cultural del continente. De hecho, existe una gran divergencia entre Europa como espacio cultural y Europa como entidad política. El espacio cultural es plural, policéntrico, multilingüe, un verdadero mosaico. No está jerarquizado y tiene muchas capitales: París, Berlín, Londres, Madrid, Barcelona, Roma, Lisboa, Praga, Ámsterdam, Varsovia, etc. Como entidad política, en cambio, Europa tiene un centro: Alemania, el país que ha estado en el corazón de todos sus conflictos, desde la Guerra de los Treinta Años hasta la caída del Muro de Berlín. Fue allí, después de 1945, donde tomó forma el proyecto de construir Europa.

En 1945, Alemania ya no existía como Estado soberano; se había convertido en una nación paria. Durante un tiempo, los vencedores se plantearon incluso neutralizarla y convertirla en una nación rural. Todo cambió con la Guerra Fría. A principios de los años cincuenta, la RFA se convirtió en el motor de la Comunidad del Carbón y del Acero. Resulta interesante analizar la trayectoria de los artífices de tal institución: Konrad Adenauer, canciller de la RFA y ex alcalde de Colonia, encarnaba una Alemania occidental no sólo antinazi sino también antiprusiana; Robert Schuman, ministro francés de Asuntos Exteriores, de origen luxemburgués, estudió en la Universidad de Estrasburgo y fue súbdito del imperio prusiano hasta 1918; Alcide De Gasperi, jefe del gobierno italiano, antifascista, democristiano de Trieste, fue diputado en el parlamento austro-húngaro antes de 1918. El historiador Toni Judt recuerda que, durante sus reuniones, Adenauer, Schuman y De Gasperi hablaban en alemán.

En el siglo XXI, Alemania ha vuelto a ser el centro geográfico de Europa, pero su hegemonía política no está justificada. Si desempeña un papel hegemónico es porque la Unión Europea ha decidido construirse como una entidad puramente económica, como un mercado. La lógica del mercado es darwinista y jerárquica, mientras que el federalismo debería corregir, compensar y superar las desigualdades económicas de las partes que lo componen. Sin embargo, la hegemonía económica alemana en Europa es abrumadora. Aquel país del Sonderweg, el “camino especial” que separaba Alemania del resto del continente, se ha convertido en el país que marca las pautas, castigando a los malhechores como hizo durante la crisis griega de 2015. Si queremos pasar del actual “estado de excepción” neoliberal a un Estado federal europeo, tendremos que abandonar esta configuración. Está en juego el futuro del continente.

La crispación de la política o la política de la crispación. Una conversación entre José María Maravall e Íñigo Errejón

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Traducción del francés de Miguel López

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*Enzo Traverso (Gavi, Italia, 1957) es historiador y catedrático en la Cornell University, su último ensayo publicado en España es ‘Revolución. Una Historia intelectual’ (Akal). El texto que aquí reproducimos es una conferencia pronunciada en el CCCB de Barcelona el pasado 30 de septiembre en el ciclo ¡Europa!

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