Al levantar la persiana, supe lo que no sabía que sabía (pero estaba ahí)

1

Marta Sanz

No saber que se sabe algo que realmente se sabe. Aunque sea solo un poquito lo que se sabe. Aunque se sepa de un modo casi inconsciente y corpóreo. En el conocimiento pesa mucho la voluntad, pero también el aire que se respira. Respiramos sin darnos cuenta, pero a veces pensamos en nuestra respiración y no nos convertimos en yoguis -o sí-, sino en descodificadoras de la ideología invisible. Toma ya. Desde ese punto de partida, a medio camino entre el constructivismo y el pop, abordo “mis conocimientos” sobre los géneros de ciencia-ficción. Y escribo géneros en plural porque, como casi siempre, no me refiero solo a la literatura, sino también al cine y, en este caso, al cómic y la televisión. Quizá la ciencia-ficción sea el género popular entre los géneros precisamente por haberse constituido como posibilidad de espectáculo, efectos especiales y atrezos sofisticados en las cadenas generalistas de nuestra infancia. Recordamos con ternura series como Space: 1999, protagonizada por Martin Landau y Barbara Bain, vestidos con sus maravillosos monos espaciales, mientras pululaban por una fecha que, en la segunda mitad de la década de los setenta, nos parecía casi, casi inalcanzable. Ya en los ochenta llegarían los monos rojos en los que se enfundaba Jane Badler antes de tragarse enterito un ratón vivo. Pero, en los setenta, aún andábamos familiarizándonos con algo parecido al manga y al anime gracias a series como Mazinger-Zeta que, además, estaba ayudándonos a definir una sensibilidad hacia la diferencia entre el androide y el ginoide gracias a los pechos de Afrodita-A, proyectiles rosados y mortales, oxímoron nutricio y mortífero, extraños vibradores metamórficos, amorosas tetas reconvertidas en armas fálicas. Jolín. Me acuerdo de aquel Baron Ashler que era medio hombre y medio mujer. Nuestra educación sentimental y nuestra utopía cyborg –¿o era una distopía?, ¿qué demonios es el transhumanismo?, ¿lo deseable?, ¿lo inevitable?– se estaban forjando a la misma velocidad que mamá y papá sustituían la silla castellana clásica por pufs de escay blanco y mostraban su preferencia por cierto minimalismo decorativo que a menudo se identificó con el diseño italiano. Mamá y papá, personas cultivadas, habían visto 2001 Odisea en el espacio y, aunque no entendían muy bien de qué iba aquello, aquello sin duda rezumaba higiene, un concepto de futuro asociado con la técnica, el espacio y el glamur. El mobiliario y la vestimenta eran muy importantes en estas series y películas que a menudo utilizaban maquetas risibles y monstruos de guardarropía.

La ciencia-ficción, por su carácter prospectivo que en realidad encierra un diagnóstico sobre el presente, genera sin duda una retórica política que sirve para inocular miedos terribles a ese desarrollo científico y tecnológico que se coloca al margen de la ética; miedo a las revoluciones y a los cambios; a lo diferente; al autoritarismo y al control estatal; a la estratificación y segregación social; al control y la manipulación genética; a la depredación ecológica; al machismo… Pienso desordenadamente en Mary Shelley, Arthur Machen, en Don Siegel y La invasión de los ladrones de cuerpos –con guion, entre otros, de Sam Peckinpah– pienso en Orwell, en Huxley, en Ursula K. Leguin, en Philip K. Dick, en Margaret Atwood… Pero también pienso en Ed Wood y en esa dimensión de andar por casa de la ciencia-ficción, que revolucionó la escenografía de nuestros hogares: eso también es político. Constituye un ejemplo de cómo la estética interviene en la cotidianidad y genera un merchandising, una forma de vida, que acelera los mercados. El argumento es weberiano, como aquel de la ética protestante y el espíritu del capitalismo, pero nos puede servir: nuestros salones, el mueble bar de madera y la mesa camilla, se reconvirtieron en blancas consultas dedentista, mantelitos individuales y bandejitas de plástico. Nuestras literas infantiles adoptaron formas de aeronave. Nuestro antídoto era La casa de la pradera. Lo cierto es que no teníamos mucha salvación. Con el apocalipsis petrolífero, Mad Max reinterpreta el road movie. El ciberpunk –yo no lo sabía, pero el ciberpunk habitaba muy dentro de mí– propicia el retorno del camp, cierto eclecticismo y abigarramiento en las opciones decorativas, la estética garaje, el atisbo de la desesperación del grunge y cierta dejadez indumentaria como símbolo de distinción…

Una ciencia-ficción reidora

Con todos esos materiales medulares y opciones decorativas, que estaban ahí sin que yo me diese cuenta, comencé a escribir Persianas metálicas bajan de golpe. Frente a la pandemia, el desmantelamiento de lo público, la percepción de que el reverso cutre de las nuevas tecnologías y las redes sociales mal utilizadas –adictivas, intrusivas, neutralizadoras del debate político “de proximidad”– estaban disminuyendo la cantidad y calidad de nuestra concentración y nuestra memoria, escribí este libro. Porque sentí que nuestra inmersión en las tecnologías más cutres y nuestra admiración ante una IA que emite conocimientos de cuñao -con todos mis respetos por ciertos cuñaos adorables- estaban dinamitando no solo la posibilidad de construir una identidad que no fuera estrictamente comercial, sino también la misma lectura literaria. Porque la lectura literaria pide tiempo, recuerdo, sensorialidad, temperatura, capacidad de relación y cifrado de mensajes no literales, trabajo con el pensamiento y no con los eslóganes. Así pues, decido poner en práctica la simpática consigna de Vonnegut de que quienes nos dedicamos al oficio de escribir somos como el pajarito en la mina que detecta el escape de grisú: en la ciencia ficción que yo practico se pretende potenciar su inevitable resonancia política, su lazo con la utopía como destino irrenunciable del metarrelato frente a la fragmentación posmoderna, y también con la distopía como procedimiento para exagerar, en este caso desde la parodia y los espejos deformantes del callejón del gato, las grietas del sistema. Una ciencia-ficción, pejiguera como el don visionario de Casandra –a quien el asqueroso de Apolo le escupió en la boca–, y reidora en su celebración del lenguaje. Porque el lenguaje Diógenes, barroco, metálico y percusionista, el lenguaje reflejo, en Persianas metálicas bajan de golpe pretende expresar el miedo al silencio de la muerte, el ruido del mundo, pero también ejercer de contrapeso al adelgazamiento de nuestro léxico y al olvido de la subordinación en la sintaxis. El estilo es una opción política que conforma la denuncia no solo a partir de las realidades sobre las que pretende dejar testimonio –la puerilización, la violencia del Candy Crush, la perniciosa ausencia del cuerpo en las nuevas formas de comunicación–, sino por su irritante enmarañamiento y naturaleza de moho invasor. Un estilo orgánico como las vainas de los ladrones de cuerpos. Un estilo cuerpo, sangre y derramamiento cerebral porque, sin cuerpo, no hay humanidad: solo una evanescencia mística que me produce repelús y desconfianza en la misma proporción. Detesto la voz de Scarlett Johanson en Her.

Quizá la ciencia ficción sea el género popular entre los géneros por haberse constituido como posibilidades de espectáculo

El naufragio del alma europea

Ver más

Desde ahí, me di cuenta de todo lo que sabía y no sabía que sabía sobre un género respecto al que siempre había mantenido una prudente distancia. Recordé mi fascinación infantil por el vestuario, la peluquería y el urbanismo fantástico del Flash Gordon de Alex Raymond. Recordé que Frankenstein, en seria competencia con vampiros y vampiras, siempre había sido mi monstruo de cabecera, y que los ángeles caídos, el hechizo, el encantamiento, los espejos y las revoluciones vinculan el imaginario romántico con la ciencia-ficción. También el expresionismo recorre las páginas de la novela, porque, más allá del higienismo espacial al que antes he hecho alusión, creo que sin las tentativas y brochazos del expresionismo la ciencia-ficción habría perdido alguna de sus ramificaciones evolutivas más interesantes: la gestualidad del Dr. Caligari, sus ángulos y su iluminación estaban en mi cabeza cuando comencé a dotar de entidad literaria a los “simpáticos hampones” de Persianas metálicas bajan de golpe. Asimismo, decidí recuperar para el levantamiento de los escenarios de Land in Blue Rapsodia, mundo futuro con nombre de sala de fiestas setentera o comedia musical, una de las piezas fantásticas más interesantes de la literatura española, La torre de los siete jorobados, de Emilio Carrere, que fue llevada al cine por Edgar Neville, y darle la vuelta a una historia que cada vez que leo vuelve a sobrecogerme: en El hombre de la arena, de E.T.A. Hoffmann, Nataniel se enamora de Olimpia, autómata sin la que no podríamos entender ni a María-robot-impostora-simulacro en Metrópolis de Thea von Harbou y Fritz Lang ni a las replicantes de Blade runner… En Persianas metálicas bajan de golpe son Obsolescencia, Cucú y Flor azul, son las máquinas, humanizadas y memoriosas, con un acervo lingüístico y cultural extraordinario, quienes se enamoran de mujeres que van perdiendo su capacidad de recordar, su empatía, su alegría de vivir. Mujeres mecanizadas que necesitan reencontrarse con su cuerpo en bailes que no sean mecánicos y en ceremonias sexuales que despierten al lironcillo que tienen entre las piernas. Mujeres que acaso descubrirán la existencia de una gastronomía futura más allá del reaccionario retrogusto gourmet por el cóctel de gambas con salsa rosa y las copitas de Licor 43. Mujeres que buscan su lenguaje y su memoria para reconstruir su deseo y sus ganas de amar en un mundo extremadamente violento, pergeñado por un ingeniero jefe blanco, neoliberal, machista y analfabeto, que se las comerá crudas o las empaquetará en cajitas de Amazon si no se rebelan cuanto antes contra él. Ciencia-ficción pura, puro presente.

-------------------------------------------

*Marta Sanz (Madrid, 1967) es autora de novelas como ‘Black, black, black’, ‘La lección de anatomía’, ‘Clavícula’ o ‘pequeñas mujeres rojas’, todas publicados en Anagrama.

No saber que se sabe algo que realmente se sabe. Aunque sea solo un poquito lo que se sabe. Aunque se sepa de un modo casi inconsciente y corpóreo. En el conocimiento pesa mucho la voluntad, pero también el aire que se respira. Respiramos sin darnos cuenta, pero a veces pensamos en nuestra respiración y no nos convertimos en yoguis -o sí-, sino en descodificadoras de la ideología invisible. Toma ya. Desde ese punto de partida, a medio camino entre el constructivismo y el pop, abordo “mis conocimientos” sobre los géneros de ciencia-ficción. Y escribo géneros en plural porque, como casi siempre, no me refiero solo a la literatura, sino también al cine y, en este caso, al cómic y la televisión. Quizá la ciencia-ficción sea el género popular entre los géneros precisamente por haberse constituido como posibilidad de espectáculo, efectos especiales y atrezos sofisticados en las cadenas generalistas de nuestra infancia. Recordamos con ternura series como Space: 1999, protagonizada por Martin Landau y Barbara Bain, vestidos con sus maravillosos monos espaciales, mientras pululaban por una fecha que, en la segunda mitad de la década de los setenta, nos parecía casi, casi inalcanzable. Ya en los ochenta llegarían los monos rojos en los que se enfundaba Jane Badler antes de tragarse enterito un ratón vivo. Pero, en los setenta, aún andábamos familiarizándonos con algo parecido al manga y al anime gracias a series como Mazinger-Zeta que, además, estaba ayudándonos a definir una sensibilidad hacia la diferencia entre el androide y el ginoide gracias a los pechos de Afrodita-A, proyectiles rosados y mortales, oxímoron nutricio y mortífero, extraños vibradores metamórficos, amorosas tetas reconvertidas en armas fálicas. Jolín. Me acuerdo de aquel Baron Ashler que era medio hombre y medio mujer. Nuestra educación sentimental y nuestra utopía cyborg –¿o era una distopía?, ¿qué demonios es el transhumanismo?, ¿lo deseable?, ¿lo inevitable?– se estaban forjando a la misma velocidad que mamá y papá sustituían la silla castellana clásica por pufs de escay blanco y mostraban su preferencia por cierto minimalismo decorativo que a menudo se identificó con el diseño italiano. Mamá y papá, personas cultivadas, habían visto 2001 Odisea en el espacio y, aunque no entendían muy bien de qué iba aquello, aquello sin duda rezumaba higiene, un concepto de futuro asociado con la técnica, el espacio y el glamur. El mobiliario y la vestimenta eran muy importantes en estas series y películas que a menudo utilizaban maquetas risibles y monstruos de guardarropía.

Más sobre este tema
>