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La Mesías más atea

Lola Dueñas (que encarna el personaje de Montserrat Baró adulta) en un  capítulo de la serie

Bernat Castany Prado

El ser humano comparte con los payasos la habilidad de hacer un mal uso de sus habilidades (incluida la de hacer un mal uso de su habilidad de hacer un mal uso de sus habilidades, puesto que, en algunas ocasiones las usa bien). En sus manos, el lenguaje con el que debía comunicarse se convierte en un laberinto de falsedades; la comunidad con la que debía protegerse se transforma en servidumbre voluntaria; y la imaginación con la que había de aumentar su vida se erige en fuente de odio hacia la realidad. Es precisamente este último tropiezo, en la forma en que la religión suele practicarlo, el tema fundamental de una serie como La Mesías, de Javier Calvo y Javier Ambrossi, cuyo argumento puede resumirse con aquel chiste en el que un niño le pregunta a un cura: “Padre, si hay más allá, ¿hay menos aquí?” Y es que el mundo de las fantasías compensatorias y el de la realidad impura y dura forman un peligroso sistema de vasos comunicantes (que algunos suelen aprovechar para vaciarnos el depósito). Como dice Nietzsche en El anticristo: “Si se coloca el centro de la vida, no en la vida, sino en el ‘más allá’ –en la nada–, se le quita a la vida en general el centro de gravedad.” (Aunque yo prefiero el chiste del niño.)

Esto es justamente lo que sucede, en La Mesías, con la sagrada familia de los Puig Baró (constituida por una joven madre perdida, que flirtea con la prostitución, y un hombre, taciturno y espiritual, que la secuestra con la excusa de salvarla), cuando opta por aislarse con su prole exponencial en una masía gerundense, con el doble objetivo de protegerse del mundo exterior y trabajar por su salvación mediante canciones y vídeos de pop católico de estética kitsch. Con posibles resonancias a Siddhartha, a La vida es sueño, a El bosque o a Captain Fantastic, el matrimonio condicionará a sus hijos para que teman al mundo real, y vivan remedando, y esperando, el mundo ideal que les han hecho creer que les está prometido. Por eso en la casa se niega el cambio (de ahí sus costumbres anacrónicas), la mezcla (de ahí su aislamiento) y la imperfección (de ahí la represión y el autoengaño). Lo cual implica una negación total de la vida, ya que el cambio, la mezcla y la imperfección no son errores contingentes que podamos depurar, sino aspectos necesarios de la realidad, que se toma o se deja, pues no puede asumirse a beneficio de inventario.

Si algo nos enseña La Mesías es que la esperanza en un futuro celestial, y la correspondiente nostalgia de un pasado paradisíaco, no son más que puro miedo a la vida. Un miedo que suele transformarse en asco y en odio, porque nada más natural que tratar de alejar o destruir aquello que tememos. Por eso el matrimonio Puig Baró busca reprimir las efusiones de vida que brotan de sus propios hijos, con el objetivo de evitar que sus raíces acaben haciendo estallar su diminuto planeta imaginario. De hecho, no es casual que, tras haber logrado escapar, el hermano mayor se una a un grupo de personas que aseguran haber sido abducidos por extraterrestres, y que se reúnen en una montaña como Montserrat, que, además de haber excitado las veleidades místicas de cristianos, nazis, ufólogos y nacionalistas, lleva el mismo nombre que su madre. ¿Acaso hay algo más extraterrestre que creer que no somos de este mundo, y que debemos vivir como si estuviésemos muertos, para poder retornar algún día a nuestro hogar celestial? Literal, como dicen mis hijos.

Los vientos del mundo

El problema es que la vida es un incendio que no se apaga, por muy fuerte que cerremos los ojos. De ahí que la casa de los Puig Baró se vea homéricamente asediada por los vientos del mundo, que intentan colarse por todas las rendijas, bajo la forma de la música, el baile, la amistad o el amor. Sin duda, las seis niñas que viven en su interior constituyen una especie de caballo de Troya de la vida misma, ya que su desorden, sus juegos y sus rebeldías naturales amenazan con llevarse por delante el proyecto ascético de sus padres. No es extraño que las asusten, castiguen, manipulen y adoctrinen, con la esperanza de apagar en ellas toda pulsión de vida. En este aspecto, La Mesías recuerda a una película, también extraordinaria, como Camino, de Javier Fesser, que es una especie de psicomaquia spinoziana, en la que una niña representa las pasiones alegres del juego, la amistad y el amor, frente a las pasiones tristes del miedo, la culpa y el asco, que promulga su familia, imbuida por el espíritu mortificador y sectario del Opus Dei (oportunísimo y turbador coprotagonista también en La mesías). El objetivo, no sé si malévolo, o simplemente equivocado, de este tipo de padres (biológicos o espirituales) es transformar a sus hijas, como diría Rabelais, en nefelibatas, esto es, en “paseantes de nubes”, lo cual sólo puede acabar mal... Es lo que tiene el fanatismo, que te estrellas contra el suelo, por no haber sabido abrir a tiempo el parasubidas.

Más. Cien años de soledad después de haber logrado escapar, los hermanos Enric (Roger Casamajor) e Irene (Macarena García) decidirán regresar a la casa, en la que sus hermanas siguen “voluntariamente” encerradas, con el objetivo de salvarlas. En una feliz inversión, ambos hermanos se erigen en los verdaderos mesías, que deben sacar a sus hermanas del banquillo idealista de la religión (hay otros), para devolverlas al peligroso juego de la vida. Claro que dicha inversión es antigua. Tan antigua que es incluso anterior al mismo cristianismo, como prueba, quizás, que el nombre de Epicuro, fundador de la gran tradición filosófica realista, que busca liberarnos de las fantasías religiosas y reconciliarnos con la realidad, pueda traducirse como “el que socorre”, o “el que salva”; que tuviese como discípulos a esclavos, mujeres y prostitutas, como luego tendrá Jesucristo; y que, después de su muerte, sus seguidores celebrasen cada año un banquete que conmemoraba su nacimiento, que no su muerte, puesto que, si algo hay que celebrar, es la vida. Desde esta perspectiva, es el cristianismo el que se nos revela como una inversión nihilista del epicureísmo. Y El anticristo de Nietzsche bien podría haberse llamado El antecristo, porque lo que pretendía, fundamentalmente, era recuperar la práctica de la filosofía antes de que fuese secuestrada por la religión. Sea como sea, tras algunas dudas, que nos recuerdan al mito de la caverna de Platón y a los héroes de Joseph Campbell, los personajes de Enric e Irene se erigirán en dos epikouros, en dos mesías, cuya misión es rescatar a sus abducidas hermanas del platillo volante de la religión, para devolverlas al mundo real.

Real, que no maravilloso. Porque uno de los muchos aciertos del guion es que el espacio exterior no es representado como un lugar ideal, sino muy real, esto es, muy imperfecto, muy mezclado y muy expuesto al cambio, quiero decir a la muerte. De este modo, la serie evita la tentación inversa de idealizar la realidad, como si una vez emancipados de las fantasías teológicas nuestra vida fuese a ser maravillosa, o celestial... Porque la vida es confusa, precaria, dolorosa y (paradójicamente) breve. Y aun así la cola del ratón de la realidad siempre será mejor que la cabeza del león de la fantasía. El problema es que, por contraste con las fantasías religiosas en las que fueron educados –y también por culpa de los maltratos y abusos que padecieron–, aquellos personajes que logren escapar de la casa de los Puig Baró verán el mundo como un lugar mucho más inclemente y triste de lo que realmente es. De hecho, en varias ocasiones sentirán la tentación de regresar al redil del hogar, como ovejas asustadas por el aullido de lobo (emitido, como era de esperar, por el mismo pastor, interesado en su regreso). Y, aunque logren resistirse a la llamada de la celda, su vivencia de la realidad nunca dejará de verse lastrada por una nostalgia sin objeto, que tiene mucho de síndrome de abstinencia.

Por eso Nietzsche distinguió entre un primer nihilismo, que designaría el odio, el miedo y el asco hacia la vida, provocado por el idealismo religioso, filosófico o político, y un segundo nihilismo, que designaría ese otro tipo de rechazo de la vida, provocado por la incapacidad de hacer el duelo de aquellas fantasías de las que uno creía haberse liberado al fin. La sombra del ideal es alargada… Volviendo a La Mesías, podríamos decir que los personajes que viven dentro de la casa de los Puig Baró están impregnados del primer nihilismo, y los que viven fuera de la casa, del segundo. De ahí el tono melancólico y desorientado de Enric e Irene, una vez logran escaparse, y que será presentado a sus hijas por los padres Puig Baró como una doble confirmación: de la perversión del mundo exterior y de la verdad de sus fantasías. Nada muy diferente del tipo de argumentos a los que suele recurrir la reacción religiosa cada vez que hay tormenta. Esto es, muy a menudo. Como si dijesen: “¿No veis que no sabéis volar solos, y que es la hora de regresar a la misma casa en la que os cortamos las alas?”

Si algo nos enseña La Mesías es que la esperanza en un futuro celestial, y la correspondiente nostalgia de un pasado paradisíaco, no son más que puro miedo a la vida

De hecho, a mí me hubiese gustado que alguno de los personajes de La mesías hubiese sido capaz de construir una actitud celebratoria respecto de la realidad, logrando, como propone Spinoza, que el amor a la vida supere al miedo a la muerte. Un personaje capaz de hacer el duelo del ideal para, a continuación, decir sí a la vida, a pesar de todo. Un personaje dispuesto a pulverizarse el coxis recorriendo el mundo subido en el rucio cojo de la realidad. Porque, como dice el refrán, quien quiera mula sin defecto, que se prepare a ir a pie. Un personaje, en fin, capaz de invertir el argumento ontológico de san Anselmo (según el cual, el hecho de que la idea de Dios sea perfecta implica que es también real, porque uno de los rasgos de la perfección es la existencia), asumiendo valerosamente que, si una idea es perfecta, entonces es que no existe, porque uno de los atributos esenciales de la realidad es la imperfección. Y que dijese, como un pescador gallego ante un banco de atunes: “Demasiado bonito para ser verdad...”

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Aunque también es cierto que otra de las características fundamentales de la vida es la imperfección, o incompletitud, y que las tensiones y los problemas no suelen solucionarse, sino más bien enquistarse y cronificarse, hasta que la muerte se los lleva, como hojas secas, para fertilizar otras tierras con su propicia podredumbre... Por eso el personaje de Enric recae con magnífica ironía en el mismo tipo de delirio religioso del que había logrado escapar: ojeadores de ovnis, espiritualidad new age, sectas orientales… Como el perro bíblico, que vuelve a su vómito, Enric regresa una y otra vez a la escena del trauma, con la vana esperanza de poder modificar el pasado en alguna de sus rememoraciones. Pero, ahora que lo pienso, La Mesías sí que esboza una vía de salvación, en el sentido secular que Epicuro, Spinoza o D’Holbach le daban a este término. Porque, aunque no existe la salvación absoluta, Enric e Irene hallan un cierto sentido en la acción de ayudar a escapar a sus hermanas, que continúan atrapadas en la casa. ¿No es ése, en definitiva, el proyecto ilustrado: acabar con nuestras fantasías infantiles, para liberarnos de aquellos que las agitan con el objetivo de dominarnos? Sin duda, no podemos limitarnos a hacer una lectura meramente psicologista y espiritual de una serie como La Mesías, ya que la colusión entre el poder espiritual y el político constituye uno de los grandes obstáculos para nuestra emancipación, existencial y política. Un poder espiritual que tampoco podemos reducir a la religión, aunque sea la muleta más antigua del poder, ya que se le han añadido otras patrañas teológico-políticas, como el nacionalismo, el fascismo o el mismo capitalismo, que ha llegado a erigirse en una verdadera cultura espiritual, que, bajo una capa de hedonismo y libertad, oculta todo tipo de pulsiones mortificadoras. Pues el “ya descansaremos cuando estemos muertos” no se diferencia mucho de la idea de que este mundo es un valle de lágrimas, en el que debemos sacrificarnos para salvarnos en el más allá. Pero ya paro, porque time is money, aunque no me resisto a apuntar que probablemente La mesías encarna por fin en la cultura española contemporánea el alegato más alegre, divertido y contundente contra la naturaleza tóxica de la fe y sus infinitas manifestaciones pastorales.Según un viejo cuento africano, que ya le hubiese gustado escribir a Nietzsche, una mujer iba por los pueblos con un cubo de agua y una antorcha encendida. Un niño le preguntó la razón de su extraño comportamiento, y la mujer le dijo: “La antorcha es para quemar el paraíso, y el cubo de agua, para apagar el infierno.” “Pero ¿por qué quieres apagar el infierno e incendiar el paraíso?” –quiso saber el niño. Y la mujer le respondió: “Porque todo está aquí.” No necesitamos ningún otro tipo de mesías.

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Bernat Castany es escritor y profesor en la Universidad de Barcelona.

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