¡Influencers TODOS!

Ya no se trata de ir a otras partes, sostiene el autor,  sino de meter nuestro dormitorio en los ritmos del rendimiento.

Carlos Femenías

Del bombardeo al que L., en la salud y en la enfermedad, nos somete por WhatsApp a menudo se salva algo. Hoy era un mapa con la profesión más googleada por países, y la de España era, sí, influencer. A pocos les pillará por sorpresa, aunque otros tantos estarán reaccionando con un chasquido solemne o hasta llevándose las manos a la cabeza. No les faltan razones, aunque me temo que de nada consuelan. Viendo la precarización sin tregua y el modo en que la volatilidad del mercado nos acucia con la temporalidad laboral y la necesidad periódica de reciclaje, no cuesta entender a los googleadores. Condenados a vivir en un mundo de sueldos bajos y empleos inestables, ¿por qué no probar suerte y, con más suerte, ser nuestros propios jefes?

Más de dos décadas de sermón neoliberal sembraron el camino que las redes han convertido en flamante autopista al cielo: la labor de zapa de los programas de entretenimiento y una legión de tertulianos empeñados en sacarnos de nuestra inveterada pasividad (por no hablar de la bomba de racimo del algoritmo en Youtube —un Escohotado que vi me ha premiado con cien catequistas al despertar—) no han parado de encarecer la necesidad de pasarnos a una cultura del emprendimiento que nos aleje de nuestra pecaminosa zona de confort (con lo que cuesta hacerse una...) para abrazar la senda que nos hará resilientes, proactivos —quién sabe si líderes—, y suma y sigue hasta alcanzar el estadio supremo: la mirada capaz de captar las infinitas posibilidades de negocio que claman ante el desierto de nuestras narices. Es agotador. Por fortuna, un simple clic nos brinda un rico surtido de másters, cursos y coachpsicólogos dispuestos a allanarnos el camino y a convencernos de que las salvaciones —apenas exagero— dependen en esencia de uno mismo.

Justo ha dado la casualidad de que esta mañana se celebraba bajo mi casa una jornada destinada a que una youtuber ya curtida respondiera a las preguntas de una horda de mocosos de 3º de E.S.O. ¿Cómo empezaste? Ella les decía que “Youtube es un buen modo de ganar dinero”; tiene tres meses de vacaciones al año, juega religiosamente en Twitch de 18h a 20h, atesora trecientos mil suscriptores y siempre quiere ir a más. ¡Mil llegó a subir en un día! Me ha faltado tiempo para abalanzarme sobre la primera silla que he visto libre. Ver subir el contador debía ser lo que el falo apoteósico que imaginaba Bardem en Huevos de oro, aquella fábula de Bigas Luna sobre la cultura del pelotazo: “¿Cómo que cuarenta plantas? ¡Cincuenta, hostia!”, berreaba aquel macarra. “Hay que seguir creciendo, nunca pienses que has tocado techo”, decía la youtuber.

Hoy, cuando se ha pinchado aquella burbuja que dio un sueldo a tanto abandono escolar, la expectativa de ingresos tempranos ha virado hacia formas de autopromoción cuyos fundamentos, por novedosos que parezcan, echaron a fermentar en los años sesenta, cuando el mercado metabolizó los gestos de las vanguardias y hacer negocios se encumbró a la categoría de arte. No han faltado, a este propósito, enfants terribles digitales que convocan a abuelos como Warhol o Dalí, sumos sacerdotes de un nihilismo basado en la rentabilidad de la provocación y en la marca —o el nombre, si prefieren— como activo en la bolsa de valores.

Ya nadie escapa a ello. Hace tiempo que la mitología del viejo capitalismo y su código de honor son espectros que barrió el viento. Aquella pedagogía falaz sobre fortunas amasadas gracias al esfuerzo de generaciones de talante austero debe demasiado a cuando la vieja burguesía retocó la falsilla de la aristocracia. La cultura del capitalismo avanzado celebra, por el contrario, la eclosión disruptiva del talento joven sin avales, donde el arraigo y el linaje fingen haber sido desplazados por un sistema global que acorta tiempos y distancias a velocidad vertiginosa, como esos jets privados que pueblan tantas canciones y películas cruzando el mapa en dos segundos. Un día en Mumbay y al siguiente en Malta, reza Rosalía.

El cambio cultural ha sido igual de frenético y ha mostrado que la lógica del mercado penetraba en el tejido social modelando lo que no pocos han llamado subjetividad neoliberal. Si ayer mismo el nivel de bienestar alentó el síndrome de que en nuestro interior suspiraba un artista por descubrir, las nuevas tecnologías, más pragmáticas, han fomentado el de que todos somos empresarios y gestores de nosotros mismos. Descubrirnos está en nuestras manos. ¿Sorprende el resentimiento con que las clases medias, instruidas en la fábula de la hormiga, ven a las nuevas levas? El viacrucis con que los resentidos acceden a empleos dignos o meramente aceptables franqueada la cuarentena contrasta con la celeridad de los ídolos digitales. Las celebridades son cada vez más jóvenes y llegan al negocio sin adultos que les muestren las reglas de un juego tan cambiado que acaso ni siquiera sea el mismo. ¿Quién iba a pensar hasta hace dos días en Gretas Thunbergs, Franciscos Veras o Malalas? Críos de nobles causas catapultados a personalidades que exprimen los medios y pastorea la ONU por sus cumbres.

Ponerse sarcástico esta mañana en la plaza habría sido mezquino. Nadie debería olvidar los inquietantes índices de tristeza y depresión que se están registrando en la infancia. A los niños no se les ha ofrecido institucional ni colectivamente ningún mensaje alentador ni proyecto creíble desde 2008. Los proyectos de aire más asequible han venido de sus hermanos mayores de la mano de un territorio digital que canta o sobreentiende las virtudes de la desregulación y alienta la acción individual en mitad de la incertidumbre. Un chaval de 14 o 15 años respondía algo que dejará de piedra a cualquier adulto, “¿Qué te llevó a crear tu canal?” “Me gusta exponerme”. No había atisbo de provocación; simplemente ha superado ciertos tabúes y no teme expresar motivaciones no hace mucho inconfesables. Otra se ha presentado así: “Soy tiktoker, influencer y hago música urbana. Quiero ser famosa. Dame algún consejo”. Ni un renuncio le ha hecho falta a su vecina para arramblar con el micrófono y disparar un verbo que impresiona en boca preadolescente: “¿Cómo monetizas tus vídeos?”. Nadie iba a salirle con lo del vil metal; tales prejuicios están fuera de lugar. Acaso la anterior generación será la última en tematizar la incompatibilidad entre fama y salvación moral a la que les ha llevado su pacto fáustico con el éxito, conforme canta algún que otro ídolo musical.

“¿De niña ya soñabas con serlo?” A nadie debería tentar la cantilena de cuando los niños soñaban con aventuras espaciales o con la doma de leones, hoy tan mal vista. Fueron fantasías para un tiempo en que el dinero no parecía un problema y el mundo se antojaba lo suficientemente seguro como para aplazarlo hasta la jubilación y encontrarlo engordado con intereses. Hoy muchos prefieren seguir en chándal y deportivas, como si hubieran concluido precozmente que no vale la pena adiestrarse en protocolos y servidumbres que nada garantizan. Quien sea vivo y listo sabrá hacer valor de cuanto ya tiene. El emblema del gran triunfador ya no se ciñe a la cúspide del despacho con vistas al skyline de rascacielos; le ha surgido el low cost de la oscuridad sin ventanas de Twitch, donde los decorados, elididos o anodinos, ceden protagonismo a un tempo pasado de vueltas y estilo faltón capaz de explotar lo que dan de sí una cámara fija y ese sillón de magnate hortera recién salido de las tapicerías de la Fórmula 1. Ya no se trata de ir a otras partes, sino de meter nuestro dormitorio en los ritmos del rendimiento. Todos los cuartos, con el catre al fondo, son potencialmente el mismo. Si un prurito primermundista creó la incompatibilidad de la infancia y el trabajo, ahora los arrima el orgullo de ver la precocidad con que los retoños se manejan en la lengua del dinero. Sabrán sacarse las castañas del fuego: misión cumplida.

La vía rápida del enriquecimiento

Es obvio que la aridez del atrezzo renueva el viejo farol de que cualquiera puede hacerse rico, pero no es menos cierto que las clases bajas no han contado con cauces de prosperidad tan inmediatos. Ni la lotería ni los concursos televisivos, con su promesa de que uno podía hacerse millonario mediante una llamada o unas horas de plató, podían surtir efectos parecidos. El desplazamiento de estos últimos del prime time televisivo en favor de la prensa rosa pudo inaugurar la vía más rápida al enriquecimiento de los pobres, un portal mágico cuyo abracadabra consistía en convertir la intimidad en negocio. Con el tiempo ni siquiera fue preciso ser famoso para sentarse en los platós, que se llenaron de secundarios y oscuros aspirantes. Pero, pese a los loables esfuerzos de Mediaset, el cuello de botella de aquellos programas era demasiado estrecho y requería de contactos. Internet lo ensanchó mediante la multiplicación exponencial de la pornografía y otras formas de entretenimiento. Sin duda, para muchos, la del youtuber o el influencer se antojarán sin duda vías menos denigrantes. Quienes las abrazan saben, como aquellos artistas de plató, que el valor está en la excitación que logren suscitar, y también saben perfectamente que, enganchados a las pantallas, se nos ha vuelto indispensable cualquier ayuda, por chorra que sea, para sobrellevar la espera del Metro o la lentitud exasperante con que se pocha la cebolla. Tampoco otros nichos más prestigiosos suscitan ya demasiado interés sin sus dosis de bronca, intimidad o puro morbo. Lo sabe la literatura desde hace décadas, donde la trama gira alrededor de conflictos sufridos en primera persona. El escritor novel hace allí sus primeras letras, consciente de que el interés exige de cierta espectacularización, cierto espesor biográfico donde la honestidad y el exhibicionismo se dan la mano sin necesaria contradicción.

Algo me da que nuestros adolescentes no son los outsiders de antaño. No cultivan el romanticismo de la marginalidad ni la inadaptación orgullosa. Quieren ser reconocidos. Si de algo hablan en sus vídeos es de cómo se sobrepusieron a un destino adverso fruto de un maltrato psíquico, económico, escolar o génerosexual que hoy exorcizan con la noble intención de atenuar la soledad y el dolor de otras víctimas, y a poder ser redondearlo con algunos ingresos. Ese influencer no es el raro genial, sino quien vence su timidez y sus miedos y triunfa sobre un pronóstico de exclusión. Si profesan algún desacato es con la esperanza de inaugurar actitudes que ampliarán las reglas de juego. En el fondo son pioneros, una vanguardia que está explorando nuevas formas de producción de valor a las que todos acabaremos adaptándonos tarde o temprano.

Hace tiempo que la mitología del viejo capitalismo y su código de honor son espectros que barrió el viento

Esta mañana en la plaza había un goteo de historias de superación. Al escucharlos resultaba evidente que los caminos al bienestar han dejado de ser colectivos. Va a ser difícil que para muchos de ellos los argumentos en favor del mantenimiento del Estado del Bienestar sigan resultando convincentes. Las únicas salidas parecen ser individuales: los críos generan valor, movilizan conocimientos, y todo sin salir de casa, con unos pocos recursos adquiridos por Amazon o en alguna gran cadena y un simple acceso a la red pagado por sus padres. ¿Verán que la escuela pública aplazó por un breve tiempo el primer abuso laboral o que el sistema de salud los atenderá cuando a la sensación de inmortalidad se le abran las primeras goteras?

Fidel Castro, es el hambre, estúpido

Fidel Castro, es el hambre, estúpido

Un profesor decía que en la escuela todos están asombrados de sus —cómo no…— habilidades comunicativas. Apenas hay que darles instrucciones —¿se puede pedir más? — y, por supuesto, les ha animado a abrir sus propios canales de Youtube por si suena la flauta y nos nace una estrella. Al clausurar la jornada, un par de adultos de la organización han aprovechado para anunciar sus canales y animar a los muchachos a que les sigan. No he podido evitar que mi ogro de confort gruñera que la escuela no se toma en serio a sí misma; como si se hubiera resignado a ser poco más que el aparcadero donde los padres dejan a los hijos mientras están en el trabajo. Inquietaba ver que en ningún momento se planteaba el contenido de esos canales que conviene que todos vayan abriendo. Como en pleno pelotazo, lo importante es producir apartamentos, lo de menos, la vida que pueda darse en ellos. Nadie conoce los rumbos, ni siquiera si hay mapas donde trazarlos. Era evidente que esta mañana en la plaza no se estaba presentando un trabajo entre otros, sino una tabla de salvación. Vivo en un barrio pobre donde el ascensor social no está ni se le espera. Ni siquiera la educación parece saber qué puede darles. Sentados al sol, era como si adultos y críos estuviéramos en nuestras localidades esperando a que el nuevo mundo entierre al viejo y sin ideas. Yo mismo me he hecho con el micro: “¿De qué hablaba tu primer vídeo?”.

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*Carlos Femenías (Maó, 1985) es profesor de Literatura. Su último libro es ‘A propósito de Ferlosio. Ensayo de interpretación cultural’ (Alianza Editorial).

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