Regreso a la palabra

Maqueta de la ciudad griega de Pérgamo, situada en Asia Menor, que puede verse en el Museo de Pérgamo de Berlín

Norbert Bilbeny

Se dice que la gente siente hoy desafección por la política. Entendemos lo que queremos decir con esta palabra y estamos de acuerdo en lo que decimos. Pero no es fácil entender la palabra misma y es posible que no nos pongamos de acuerdo. ¿Qué es afección en política y qué es su contrario, la desafección? Durante el franquismo se premiaba la “inquebrantable adhesión” al régimen y se castigaba a los desafectos a este. 

En cualquier tiempo, el efecto, por lo que se ve, de entregar la política a los afectos o emociones es el voto o la movilización extrema de la ciudadanía hacia un lado u otro del arco ideológico, a veces intercambiándose estos. Así, pasar de sublevado a conformista, o de afecto a desafecto, y a la recíproca. Hay cuatro afectos políticos básicos: amor y odio, miedo y esperanza. Y con los cuatro todas las combinaciones en política son posibles: fidelidad, rabia, indignación, entusiasmo, desencanto… Martha Nussbaum ha tratado sobre ello en su libro Emociones políticas. 

En general la política se simplifica y se hace aparentemente más fácil cuando la mezclamos o reducimos a los afectos. Pero eso mismo la complica, cuando la política exige ante todo raciocinio, mutuo entendimiento y respeto a los acuerdos, leyes e instituciones resultantes. Desde la antigua Grecia la política se supone más próxima a la razón que a los sentimientos. La democracia (demokratía) empezó en la Atenas del siglo V antes de Cristo y lo hizo como un régimen de reglas —el voto igual y el gobierno de la mayoría— y de valores: libertad e igualdad, principalmente. Pero ni aquellas reglas ni esos valores se sostenían sin la afección del ciudadano (polités) por ellas y también por las leyes e instituciones que se derivan de ellas. Y eso sigue siendo igual para la democracia contemporánea. 

En la antigua Grecia el afecto ciudadano esencial era la amistad (philía) y su proyección pública como sentido de la comunidad (koinonía). Basta leer la Ética nicomáquea y la Política de un republicano moderado como Aristóteles (siglo IV antes de Cristo) para constatarlo y tomar nota de los motivos y argumentos que lo sustentaban. El motivo principal, recoge el mismo filósofo, era la preferencia de la mayoría por un régimen de vida y convivencia en paz (eiréne) y concordia (homónoia). Huelga decir que dicha preferencia tenía y tiene un fondo afectivo, pues el conflicto y la guerra sientan peor que nada para la convivencia y la tranquilidad del ánimo humano. Fenómenos tales como la actual sordera ante los que no piensan igual que nosotros, el discurso del odio y la elevación del principio “amigo/enemigo” de Carl Schmitt a primer principio de la política —desde las redes sociales al activismo, desde el partido al parlamento— hacen casi inverosímil el postulado griego de que para la democracia son precisas la amistad y la participación en lo común. 

Protagonismo de los afectos

Ante el proceloso mar, siempre favorable a los antidemócratas, en que se puede convertir el protagonismo de los afectos y emociones en la política —el tablero de partidos en España es prueba de ello, después del 15-M y del conato independentista catalán—, cabe, no obstante, destacar que ciertos afectos, como aquellos ya destacados por los antiguos griegos, son necesarios para la adhesión a la democracia y para defenderla. De la amistad, decía por ejemplo Aristóteles: “Nadie querría vivir sin amigos, aun teniendo todas las demás cosas buenas” (Ética nicomáquea, VIII). 

Desde luego, más allá de la amistad, la concordia y otros afectos, para los antiguos griegos la razón (lógos) y la sabiduría práctica o prudencia (phrónesis), justo lo que recordaba la diosa Atenea con su figura gigante en el Partenón, no dejaban de ser lo fundamental para la ciudad (polis) y su creencia en ella misma y el respeto hacia sí misma. Todo ello con el gobierno de la ciudadanía (politeia), traducido al latín, casi cuatro siglos después, como gobierno de la república. Pericles, Lisias, Gorgias, Isócrates, Tucídides, Sócrates… ¡Qué elenco, el de Grecia en aquel siglo IV, el del nacimiento de la democracia!  Una democracia, parece mentira, que aún hoy no alcanza a China, Rusia, los países árabes, y que corre peligro en Norteamérica y se va laminando, entre demagogia, populismo y regímenes autoritarios, en la misma Europa que la vio nacer. 

El raciocinio y su aplicación en la acción (praxis) con el aprendizaje y práctica de la excelencia ciudadana, la virtud (areté), constituían en la antigua Atenas el fundamento de la democracia. Pero cierta afección, como hemos visto, era el necesario complemento para poder sostener con garantías dicho régimen político. La amistad y la participación en lo común, que son esencialmente afectos, obraban como la principal fuente de motivación de la democracia y formaban prácticamente todo el contenido de su objetivo final: la justicia (dikaiosýne). Pues su contrario, la injusticia, supone y trae inevitablemente, antes que otra cosa, el conflicto y la guerra. Un malestar que tratarán de evitar conjuntamente la ciudad, para su paz y concordia, y el ciudadano, para su tranquilidad de ánimo. Para ambos, su felicidad (eudaimonía).

Cabe igualmente tener en cuenta que, en aquella Ática de la democracia naciente, y que la guerra con Esparta hizo tambalear y caer ante los tiranos, el régimen de gobierno por el pueblo (demos) tenía un tercer asiento, además de la razón y el afecto, y este era una clase de virtud que no pertenecía propiamente a la praxis, sino a otra actividad del alma: la creación o producción (poíesis). Esa otra virtud fue el arte (tekhné), y en concreto el arte oratoria (rethoriké tekhné): la habilidad para hablar en público y convencer o persuadir al auditorio, con presentación de ejemplos, desarrollo de argumentos y expresión de actitudes y emociones al hablar. Pericles era un gran orador y Lisias escribía discursos para los políticos. La retórica, el dominio de la palabra en público, sigue siendo aún hoy un bastión clave de la política en los tres países de más raigambre democrática. En Inglaterra es una tradición parlamentaria (los discursos no se leen), en Francia es un patrimonio nacional (desde los Estados Generales de 1789) y en Estados Unidos Rethorics es toda una carrera universitaria (en la etapa escolar ya se fomenta el speaking out).

Déficit del discurso político

Pero una de las causas de la desafección hacia la política y las instituciones está en el déficit del discurso político. En España este se ha empobrecido espectacularmente. Ocioso es ahora repasar todos los defectos de nuestros representantes y gobernantes a la hora de comunicar sus ideas y decisiones. Es una experiencia deprimente. Se recurre a los papeles, a las frías y maleables estadísticas y básicamente a la autodefensa acusando al oponente de lo mismo que uno es acusado. El lenguaje utilizado suele ser pobre en vocabulario, exento de entonación, carente de citas y buenos ejemplos, llano de gestos y plano de estímulos y compromisos que convenzan, disuadan o persuadan a nadie, todo ello con una actitud personal de costumbre acre y precipitada. 

Cuando hay tantas cosas importantes en juego, ese déficit de elocuencia, que puede amagar el de convencimiento y razón de quien toma la palabra, contribuye al desinterés y la desafección por la política y sus leyes e instituciones. Y ya, últimamente, a la polarización en el ambiente político. Si las cosas se explicaran mejor desde la tribuna pública, es posible que no existiera ni la abulia ni la crispación —en mutua relación— entre la ciudadanía de los países democráticos y que ha conducido al actual descreimiento ante las leyes, las instituciones y las autoridades democráticas. Ni Rishi Sunak, ni Macron, ni Biden han sido agraciados con el don de la palabra y el poder comunicativo. La dificultad de Macron para explicarse, y en lugar de emitir un decreto presentar su propuesta de ley en la Asamblea, sólo hizo que agravar el estallido social en toda Francia en protesta por haberse prolongado sin debate la edad de jubilación. 

Tampoco Biden posee un discurso capaz, en su caso, de remontar la grave fractura social de su país, ni Sunak el dispositivo parlamentario para levantar el ánimo de un cada vez más decaído Reino Unido por el Brexit y la reavivación del conflicto con Irlanda y Escocia. No hablemos de España y su gobierno en relación ahora con la política internacional con el norte de África y con Ucrania, y antes con la afrenta separatista. No hay ni hubo discurso explicativo ante determinadas situaciones de envergadura. La mayor ventaja del arte democrático de la palabra es conseguir comunicar a la gente el interés común e involucrarla en este proyecto.   

El secreto de saberse explicar no está en poseer, como suele decirse, el “relato”. Es la responsabilidad con la palabra, como prueba y reflejo de la responsabilidad con la cosa pública. Una y otra se ejercen como vasos comunicantes. En un país autocrático no se necesita explicar el aumento de impuestos o del presupuesto de defensa. Pero en uno democrático hay que explicarlo, y aleja a la ciudadanía el no saber hacerlo, que es peor que no quererlo. A diferencia del tirano, el líder democrático tiene que hablar de lo grande y de las pequeñas cosas, de lo global y lo local, lo material y lo moral, y hacerlo para ser entendido y obedecido. Regresar a la polis comporta, pues, el regreso, una y otra vez, a la palabra.   

Democracia para la diversidad

Democracia para la diversidad

          

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* Norbert Bilbeny, filósofo y ensayista, es catedrático de Ética en la Universidad de Barcelona. Su última obra, publicada por Anagrama, es ‘Moral barroca’.   

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