Democracia para la diversidad

Multitud en unas escaleras.

Norbert Bilbeny

Parle à tes voisins! (Habla con tus vecinos): fue uno de los lemas que se pintaron en las paredes de París durante las revueltas de Mayo de 1968. El acto infrecuente, revolucionario, de hablar con un vecino. Y lo sigue siendo, porque remueve la relación de unos ciudadanos con otros, cada vez más aislados, encerrados en su cápsula doméstica y atados a una u otra pantalla, de la noche al amanecer. En las escaleras llegan nuevos vecinos, y ni se presentan. Con suerte, nos saludan. Pero ni siquiera su nombre aparece en los buzones del correo. Hay que protegerse: por seguridad. Los vecinos son incógnitas al otro lado de la pared. Si hoy ya resulta desafiante llamar directamente a alguien por teléfono, imaginémonos llamar a su puerta.

En las grandes ciudades la relación con el vecino suele ser de desconfianza. En muchas urbes pasear uno al atardecer genera suspicacias y hay carteles en las esquinas que te avisan de que esa “vecindad está atenta” a lo que suceda. Lo irónico es que se denomina a sí misma vecindad cuando de hecho no lo es: es una agrupación de viviendas con moradores que se desconocen. La convivencia en las ciudades se ha vuelto simple coexistencia, no siempre tranquila. La escalera, la calle, el barrio, la ciudad: esas demarcaciones urbanas son el territorio donde se juega hoy la democracia. Mucho más que en el condado, la región o el mismo Estado.

Pero la gente sigue afluyendo a la gran ciudad, terreno de pruebas de la política y test de la democracia. Curiosamente fue un sociólogo europeo, Max Weber, quien primero estudió el modo de vida urbano en Norteamérica. Otros sociólogos han estudiado el de las ciudades europeas: Simmel, Lefebvre, Bourdieu, Sennett… Pero en la teoría política hay cierta resistencia a entrar en el análisis crítico de la organización urbana y sus formas de vida. Sin olvidar que “política” viene de polis, ciudad. El campo se está vaciando y sus habitantes van a las ciudades. No se trata de un hecho inédito. Ya en Europa, en el siglo XIX, y a consecuencia de la industrialización, aumentó el tamaño de las ciudades y se derribaron murallas y barrios viejos para dar acogida a la inmigración venida del campo. La historia social, desde la anciana Sumeria, por no decir la antigua Atenas o la vieja Roma, es la historia del trasvase de la ciudad al campo. Es la historia de la urbanización hasta llegar a las metrópolis actuales, donde se concentra la mayor parte de la población mundial. 

Huelga decir que la clase de vida de la ciudad es casi antagónica a la del campo. Las muestras de ello son numerosas y bien conocidas. Ya Aristóteles fundaba la ética y la política de una gran metrópolis comercial, militar y cultural, como era Atenas, en la necesidad de que los nuevos pobladores dejasen a un lado sus creencias y costumbres y se asimilaran al nuevo régimen ciudadano, con una ley y hábitos de vida que habían de ser iguales para todos. Algunos filósofos, como los cínicos, no admitían esta homologación de la urbe, la homonoia, y otros, como los epicúreos, simplemente decidieron abandonar la ciudad. La historia política de Occidente empieza también aquí, con la fundación, en el marco grecolatino, de la “cosa pública”, la res publica, hasta llegar a las repúblicas y las monarquías actuales, paulatinamente “republicanizadas”.

Todo lo que no sea grande, uniforme y centralizado no les interesa y lo invisibilizan. Y desde luego ello sucede también con la diversidad humana dentro de la ciudad: son manchas que el autócrata quisiera borrar.

El París, el Londres o el Berlín del siglo XIX supusieron el triunfo de la homologación de lenguas, costumbres y religiones en la gran capital, lo mismo que sucederá en el Chicago o el Nueva York del siglo XX y su política de melting pot o asimilación de los extranjeros al americano modo de vida. El acervo cultural y lingüístico de ambos continentes sufrió una gran pérdida con la emigración del campo a la ciudad y el fortalecimiento de los Estados nacionales y su uniformización de leyes, instituciones y culturas. Habrá que esperar hasta una nueva revolución industrial, la iniciada con la tecnología digital, para tomar conciencia de dicha pérdida y revalorizar los modos particulares de vida y cultura en el seno de la ciudad y el Estado.

Sin duda la primera percepción que tiene un visitante de la ciudad es su diversidad, así como para todo habitante de ésta la experiencia de la diversidad será un factor determinante de su sentido de pertenencia a ella. Si la política empieza por la ciudad, la democracia comienza en el barrio. El demos era una de las demarcaciones o barrios en que para la antigua Atenas se dividía la ciudad, y de ahí el “poder del demos”, la demokratía. El tirano, los autócratas, en cambio, ignoran el barrio, el poder popular en su germen territorial. Todo lo que no sea grande, uniforme y centralizado no les interesa y lo invisibilizan. Y desde luego ello sucede también con la diversidad humana dentro de la ciudad: son manchas que el autócrata quisiera borrar. De modo que cuanto mayor es la importancia de las ciudades, de sus barrios y de la diversidad, mayor es la posibilidad de que estemos ante una forma de gobierno y vida democráticos. En democracia se invierte la vertical de la jerarquía: se manda de abajo hacia arriba. Lo que pueda hacer el poder local que no lo haga el poder de arriba. Es el llamado principio de subsidiariedad, que siguen ignorando todos los partidos políticos. Mientras, es intolerable, y de vergüenza ajena, que en las elecciones políticas se presenten candidatos por una determinada ciudad o provincia sin que hayan prácticamente pisado estos lugares.

La ética y la política modernas tienen el reto de la complejidad, como ésta de las ciudades. Sin embargo, sin ese reto, que exige sensibilidad y razonamiento constantes, para no instalarse en la incertidumbre, política y ética no existirían. Y un capítulo clave de esta complejidad es la diversidad: de lenguas, costumbres y formas de creencia y pensamiento en una misma ciudad. Sucede que la diversidad natural —las especies vivas— y la cultural, en general, están disminuyendo a pasos agigantados: sólo hay que ver la desaparición de lenguas y culturas. Pero sucede, en cambio, que lo que fuera de la ciudad, en diversidad cultural, se contrae, dentro de ella visiblemente aumenta. 

La diversidad ha venido a concentrarse en la ciudad. Los municipios democráticos saben lo que ello representa para su política y administración: que nadie se sienta excluido a la hora de beneficiarse de la ciudad ni de participar en sus instituciones y asociaciones. Libertad e inclusión ya deben ir juntas, lo mismo que igualdad y diferencia. No son contradicciones. Es el reto de la democracia en este siglo XXI. En otras palabras: la democracia será para la diversidad o no será. Volveríamos a la autocracia.

Este es el peligro actual: fomentar el miedo y no impedir la expansión de los estereotipos y prejuicios que conducen a sentirse incómodo en la ciudad plural. ¿Ha dejado de ser necesaria la política multiculturalista? No: ahora es más necesaria que antes. Si en el pasado el respeto y la promoción de la diversidad cultural era una forma de desarrollar la democracia, ahora, cuando ésta se ve amenazada por la extrema derecha y las simpatías por el poder autoritario, la defensa de la diversidad cultural se justifica precisamente por el rescate de la democracia

Es como en una clase del colegio: había un profesor democrático que velaba por la diversidad de sus alumnos, pero luego vino otro, autoritario y cerril, y dijo “se acabó”. Bien: también con éste, y más que antes, habrá que seguir defendiendo la diversidad en la clase.

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Norbert  Bilbeny  es catedrático de Ética de la Universidad de Barcelona y autor, entre otros libros, de ‘Democracia para la diversidad’ (Ariel). www.norbertbilbeny.com

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