La Manga no tuvo la culpa

Luz Moscoso

Aviones Vigo-Madrid y Madrid-Alicante. Ya en el aeropuerto de Alicante, aún mediodía, decidí no buscar transporte colectivo, porque mi novio acababa de dejarme, así que, por esta vez, me merecía el lujo de hacer 80 kilómetros en taxi hasta el hotel de La Manga. Le dije destino al taxista, y que parara en el primer cajero que viera, porque solo llevaba 20 euros. Paró, bajé al calor del Levante y al abrir la cartera descubrí que había olvidado la tarjeta. Así que me giré, le expliqué lo que me ocurría, se cobró sus nueve euros –"señor, ¿dónde estoy, cómo dice que se llama este pueblo?"– y se fue. Ahora yo disponía de 11 euros para 72 kilómetros.

De modo vip a sistema de alerta. Trasiego de tren, caminatas y buses hasta llegar al hotel, diez horas después de poner pie en el aeropuerto. Conocer el Mar Menor y el Mediterráneo en ese estado, cansada como un trapo, rozando ya la medianoche, fue una delicia. Era sábado. Ya conseguir dinero quedaba para el lunes, malo será que no me arregle con dos eurillos que me quedan.

Pero no: el lunes descubrí que el DNI no servía para nada sin tarjeta (año 2002, no sé ahora). Los bancos dijeron que pidiera un giro postal a mi oficina del pueblo de Lugo, la de mi cuenta. Llamo y le explico a la chica de mi oficina rural que no, que no podía ir mi madre a llevar dinero del banco a Correos, porque mi madre no sabía que yo andaba por España aliviando mis tristezas en soledad. Que si sería tan amable de acercarse ella misma, sería un ángel para mí, en su horario de oficina, a hacerme el giro desde Correos. Todo bien. Llegaría al día siguiente. Solo tenía que pasar sin la comida de mediodía y ya.

Después del desayuno del martes, que sí estaba pagado (desayunos y cenas), enfilé hacia Correos de La Manga, en la otra punta de la misma, caminando, que el bus urbano no es gratis. Varios kilómetros bajo el sol de agosto para que, al llegar, me explicaran que los giros se hacen a los hoteles, que mi dinero estaría ya en el hotel del que venía sudorosa.

Bueno, ese día hice mucho ejercicio y de todo se aprende. El dinero había llegado, por fin una tregua. Durante unos días pude comer por allí, descubrir que no había más que hoteles y chringuitos con flotadores, aburrirme un poco y navegar. Sí, navegar por el Mar Menor con la barca hinchable que compré, de un solo remo, que bien pudiera ser kayak en unos rápidos trepidantes. No, pero estuvo bien. Todo muy plácido y relajante.

Resultó que había calculado mal el dinero que necesitaba. Las vacaciones terminaban y de nuevo no tenía suficiente para llegar al aeropuerto de Alicante. Último día: ¡audacia!, cacahuetes y agua hasta llegar a Vigo. Le eché moral. Conocía trenes y buses, pero hete que algún malentendido funesto me dejó sin transporte alguno a la altura de Cartagena, con el avión que salía a pocas horas y mi cartera, ahora sí, con los últimos de Filipinas.

¿Qué haría una mujer con arrojo, una mujer Almodóvar, en una situación así? Me acerqué a la parada de taxis y a todos como gremio expliqué mi drama, solucionable con algo de generosidad por su parte, ya que al voluntario que me llevara a Alicante podría pagarle aproximadamente la mitad del trayecto, pero con la promesa de quedar en mi recuerdo como un ángel. Y sí, uno se ofreció, y llegué a tiempo para volar en un avión donde me ofrecieron, como piscolabis gratuito, una bolsa de cacahuetes y un botellín de agua.

Ya en Vigo, solo tenía que coger mi coche, pero estaba en el parking del aeropuerto y ya ni una moneda para pagarlo. Eran las 12 de la noche y yo empezaba a trabajar a las 9 de la mañana siguiente a cuarenta kilómetros de allí. Entonces, abandonada a mi suerte en la medianoche de aquel no-lugar, vi a Juan. Juan, el hermano de mi cuñado, ese tío al que veo una o ninguna veces al año. "¡Juan… tú aquí! ¿Podrías prestarme dinero, digamos… 30 euros? Para pagar el parking… Es que, en fin, no te imaginas qué viaje, en serio". 

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¡Ah, qué alivio! Juan estaba esperando a su mujer y a su hija, que llegaban en un avión que llevaba retraso. Abrió la cartera (un ángel), sacó un billete, me acompañó al coche. Ah, pero el contacto no funcionaba, el coche no se ponía en marcha. Juan dijo que yo habría dejado encendida algún foco, por lo que la batería, en diez días, se había agotado. Y ya, sin más, me encomendé a su sabiduría.

Resultó que él, precisamente, es uno de esos precavidos que lleva en el maletero “las pinzas” para, caso de urgencia, encender un coche con la batería de otro. Entonces, sí: acercó su coche al mío, usó el artilugio de cables y encendió mi coche. Me aconsejó no detenerlo hasta llegar a mi casa (Pontevedra), tener cuidado al parar en el peaje de la autopista, y, bueno, ya le contaría si todo había ido bien. ¡Qué mujer afortunada! Llegué sin percance a Pontevedra (1:30 AM) puntual y sonriente al trabajo (9 AM) y ¡al toro! Porque mi amado coche de segunda mano, mi Saxo, tuvo a bien hacer plof solo tras cumplir mi jornada laboral y llegar a casa. 

No obstante, quiero dejar constancia de que para mí el Mar Menor y el Mediterráneo son maravillosos y que, a veces, una puede encontrarse a uno o dos ángeles que te sacan del lío, por lo que la niña angelical que en el regreso Alicante-Vigo vino chillando y dando patadas al respaldo de mi asiento, esa desalmada, queda ya para otra historia.

Aviones Vigo-Madrid y Madrid-Alicante. Ya en el aeropuerto de Alicante, aún mediodía, decidí no buscar transporte colectivo, porque mi novio acababa de dejarme, así que, por esta vez, me merecía el lujo de hacer 80 kilómetros en taxi hasta el hotel de La Manga. Le dije destino al taxista, y que parara en el primer cajero que viera, porque solo llevaba 20 euros. Paró, bajé al calor del Levante y al abrir la cartera descubrí que había olvidado la tarjeta. Así que me giré, le expliqué lo que me ocurría, se cobró sus nueve euros –"señor, ¿dónde estoy, cómo dice que se llama este pueblo?"– y se fue. Ahora yo disponía de 11 euros para 72 kilómetros.

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