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Las injerencias del Vaticano en los asuntos internos de España

Juan Antonio Aguilera

EEUU con Rusia, España con Venezuela, Uruguay con Brasil… continuamente leemos noticias de conflictos entre países por la posible intromisión de unos en los asuntos internos de otros. Las quejas invocan el principio de no intervención, o no injerencia, establecido en el Derecho Internacional Público.

Por otro lado, hace unos días leímos que el ministro de Asuntos Exteriores español, José Manuel García-Margallo, ha ido al Vaticano a reunirse con su homólogo, monseñor Paul Gallagher, y, entre otras cosas, repasaban "la situación interna de España"; hablaban, por ejemplo, del "independentismo catalán".

Pasa el tiempo y no veo asombro alguno por el fondo de la noticia: ¿que nuestro ministro de Exteriores vaya a rendir cuentas de la situación interna de España a un ministro de otro Estado (la Santa Sede) nos parece normal? Y no es porque el ministro sea del PP, que lo mismo pasaba con los gobiernos socialistas (recuerden cuando Teresa Fernández de la Vega iba a aplacar a los cardenales: matrimonio homosexual, sí, pero más pasta para la Iglesia por el IRPF).

Desde el fin de la II República las intromisiones vaticanas no solo se han asumido, sino que incluso se han solicitado, como una importante fuerza para apoyar unas políticas y unos intereses reaccionarios. De modo que lo de Margallo y Gallagher no es sólo llover sobre mojado, sino sobre una vieja ciénaga, pues ¿qué era el Concordato de 1953 y su prórroga en los Acuerdos con la Santa Sede de 1979 sino gravísimas intromisiones de un Estado extranjero en la política interna española?

Las consecuencias de estas injerencias son muy perniciosas y están presentes cada día. Por ejemplo, acabo de revisar la pasmosa existencia de asignaturas de religión católica en los grados de Maestro (antes, estudios de Magisterio). ¿No era esto solo cosa del franquismo y su cómplice Iglesia? Pues no, este despropósito nacionalcatólico continúa y se justifica, en los propios textos legales (BOE), por los citados Acuerdos. Lo mismo cabe decir, por supuesto, de la aberrante presencia de asignaturas de religión (no solo la católica) en la escuela, de capellanes en cuarteles y cárceles, etc., etc., etc.

Mención aparte merece la cuestión económica. Los Presupuestos Generales del Estado, y los de las distintas Administraciones, ¿no son otro asunto interno clave?, y ¿no están mediatizados por la Iglesia vaticana? Unos 11.000 millones de euros públicos se detraen para esa Iglesia cada año, según cálculos contrastados de Europa Laica. Eso sí, hay que reconocer que, a cambio, la Iglesia se hace cargo de cosas como unos cuantos comedores sociales y aporta el 2% del presupuesto de Cáritas.

Y ahí están los obispos, vociferantes y prestos para ir a los tribunales a recordar los Acuerdos, cuando estiman que se incumplen. De modo que, en suma (¡y qué suma!), el Estado español está bien cogido de las pelotas por el Vaticano (a través de su brazo ejecutor, la Conferencia Episcopal) sobre todo en temas de educación y dinero. Pero, encima, apaleados y contentos: la situación es del gusto de la mayoría de políticos y cargos, desde presidentes y ministros a esos alcaldes (sobre todo peperos y socialistas) y otras autoridades civiles y militares que demuestran su piadosa satisfacción procesionando y pidiendo favores a entes de ultratumba.

Dejando aparte lo esperpéntico, todo esto es especialmente vejatorio porque ese Estado Vaticano que (obispos mediante) nos guía y vacila es precisamente uno de los menos democráticos del mundo, pues discrimina radicalmente a las mujeres, solo ha suscrito una decena de entre más de cien convenios en defensa de los derechos humanos, y es una monarquía absoluta teocrática que ignora lo que es la separación de poderes.

El símbolo y colmo de esta vergüenza para España lo tenemos en quien tiene como trabajo precisamente representarla en el plano simbólico al máximo nivel: el Rey. Cada vez que el Rey y mando supremo de las Fuerzas Armadas se inclina ―en lo que es una tradicional muestra de vasallaje― ante el jefe del Estado del Vaticano o sus delegados episcopales, comete, en mi opinión, un acto de lesa patria. (Por supuesto, a título particular, como si lleva cilicio). ¿Se imaginan el escándalo si agachara la cabeza cada vez que se encontrara ante Angela Merkel, Obama o Maduro? Pues cuando lo hace ante el papa es aún peor, porque es evidente que el Estado que este gobierna no es respetable y se está inmiscuyendo abiertamente en nuestros asuntos. Por otra parte, que Juan Carlos o Felipe doblen la real cerviz, que hagan grotescos votos al Apóstol, que la Casa Real llame al Jefe de Estado del Vaticano “Su Santidad”, y que el nuevo Escudo Real siga dominado por una crucecita, no lo exigen los Acuerdos ―como tampoco obligan al beaterío de otros cargos―: conforman una degeneración voluntaria.

Pero lo peor, en mi opinión, de las intromisiones del Vaticano en los asuntos internos de España, es que se traduce en injerencias en los asuntos internos de los españoles. Pues no se trata de que obispos y curas (los servidores más directos de la Santa Sede), incluyendo a supuestos pederastas y sus encubridores, den consejos morales a quien quiera oírlos, sino de que a lo largo de la historia vienen porfiando para que sus consejos se erijan en obligaciones para todos. Para ello interfieren todo lo que pueden en las leyes, como las relativas a la distribución de la riqueza (por ejemplo, las que permiten esas inmatriculaciones que extienden un patrimonio ya fabuloso), al aborto, al control sobre la propia muerte y a los derechos de los homosexuales. Como ven, llegan a inmiscuirse en asuntos muy internos. Y, queriendo asegurarse el futuro, se entrometen en lo que estudian los niños en la escuela para adoctrinarlos en unas creencias anticientíficas y en una moral deleznable en algunos aspectos.

En cambio, no me parecen intromisiones que merezcan censura las meras declaraciones de los obispos (o imanes, rabinos…), por homófobas, misóginas y chuscas que sean, mientras no inciten directamente a la comisión de delitos. Hasta aplaudiría un reality show con todos ellos (¿“Vicarios atrabiliarios”?), pero en las TV privadas, que en la pública ya tienen “El día del Señor”, “Medina en TVE”, “Shalom”, procesiones... En realidad, cuanto más se desmelenan más nos aclaramos. Por otra parte, por homófobos, misóginos y violentos que aparezcan Yahvé y Alá, ¿vamos a acabar prohibiendo la Biblia, el Corán y la Torá?

En resumen, el Estado español sigue favoreciendo que la Iglesia al servicio del Vaticano acumule más y más riquezas y que haga lo posible por controlar lo que hace ―e incluso piensa― cada individuo. (Y otras confesiones se suben al carro en lo que pueden). Sin embargo, no vemos que a los partidos políticos les inquiete seriamente todo este grave parasitismo. ¿Cuánto se ha hablado de estas cuestiones en los debates electorales televisados? (Una pista: si lo multiplican por mil nos quedamos igual). No parecen entender que no puede haber democracia sin laicidad, es decir, sin separación real Estado-Iglesias y sin respeto neutral a la diversidad de creencias y convicciones de los ciudadanos. ¿Hace falta para esto sustituir los Acuerdos con la Santa Sede y con ciertas confesiones por otros mejores? No, lo que hace falta es eliminarlos, pues las asociaciones religiosas amparadas en ellos deben ser tratadas por el Estado como cualesquiera otras: ni mejor, ni peor.

Solemos atribuir a la izquierda una mayor sensibilidad laicista, pero los viejos partidos hasta ahora nos han defraudado, y el PSOE de una manera especialmente lamentable: mucho lirili y poco lerele. Las honrosas excepciones están llegando sobre todo de la mano de algunas de las nuevas fuerzas izquierdistas, y en ocasiones de IU. Pero ¿no debería también la derecha ser sensible, al menos, a la defensa de nuestra independencia y exigir que la patria de la que se le llena la boca no se vea mangoneada (Acuerdos mediante) por potencias extranjeras? (Piensen no solo en el Vaticano, sino también en otros países, como Arabia Saudí). Con la seguridad de que el fin de los privilegios eclesiales (de todas las confesiones) no supondrá el fin de las procesiones, las romerías, la caridad, el ramadán y todo lo que los creyentes religiosos quieran… solo que será sin asistencia ni dinero públicos, sin adoctrinamientos infantiles, y sin otros abusos, sometimientos y discriminaciones.

Para que, creamos o dejemos de creer en lo que nos venga en gana, seamos todos iguales en derechos y deberes, y lo más libres posible, es imprescindible un Estado laico: un Estado que no se inmiscuya en nuestras convicciones (aconfesional, no multiconfesional ni antirreligioso) y garante de que se ejerzan esos derechos y libertades.

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Juan Antonio Aguilera es socio de infoLibre

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