Cuando Tony Scott murió hace unos 13 años, el obituario más interesante se lo escribió seguramente Stephen Metcalf. En lugar de limitarse a repasar su carrera entre elogios, Metcalf se centró en una sola de sus películas. Nadie aseguraría jamás que Días de trueno sea el gran triunfo de Scott —de hecho estaría entre lo más fallido de su filmografía—, pero Metcalf aseguraba que era su película más relevante. La considerable taquilla de Días de trueno, protagonizada por Tom Cruise en 1990, no había sido suficiente para rentabilizar las malas críticas ni, muy especialmente, la absurda inversión económica que había requerido por parte de dos productores ebrios de poder.
Estos productores eran Don Simpson y el mismo Jerry Bruckheimer que, 35 años después, impulsa otro film sobre automovilismo, F1: La película. Durante los años 80 Simpson y Bruckheimer habían sido grandes estrellas, los representantes absolutos del cambio de paradigma en la industria que había legado el derrumbe del Nuevo Hollywood: luego de una época anárquica en la que los directores habían ostentado el control creativo, el productor había resurgido con todos los privilegios del periodo clásico de Hollywood, siendo Simpson y Bruckheimer sus pomposos representantes. Pero Días de trueno, con su ridículo fracaso, había devuelto las aguas a su cauce.
“Si Tony Scott hubiera ejercido un mínimo control sobre la dirección, Días de trueno podría no haber sido la catástrofe que fue”, escribió Metcalf. “Al serlo, sin embargo, contribuyó a la muerte de la era antiautor en 1990, al igual que La puerta del cielo había acelerado a su vez la muerte de la era del autor en 1980”. La propuesta de Metcalf tiene lagunas. Observa con demasiada candidez el cine independiente que afloró durante los 90 en EEUU —soslayando el hecho de que Harvey Weinstein, a través de Miramax, no fuera otra cosa que un Simpson/Bruckheimer más perverso—, y aún así es un punto de partida irresistible para contextualizar F1 con respecto a Top Gun: Maverick. Pues Días de trueno, a su vez, había querido replicar la jugada de la primera Top Gun.
De Top Gun a Días de trueno repitieron actor, director y productores, cambiando los aviones por los circuitos de NASCAR. De Top Gun: Maverick a F1 repiten productor (Bruckheimer), guionista (Ehren Kruger) y director (Joseph Kosinski) mientras ahora se cambian aviones por coches monoplaza y reemplazamos a Tom Cruise por el otro actor que le disputa la consideración de “última gran estrella de Hollywood”: Brad Pitt. El compromiso de Pitt con la Fórmula 1, introduciéndose él mismo en los coches y las carreras, podría recordarnos de entrada a otra leyenda como Steve McQueen en Las 24 horas de Le Mans (1971), y no obstante la estrategia tiene bastante menos recorrido. Es el que conecta dos fases de Hollywood equivalentes en su “antiautoría”.
¿Significa esto que F1, como Días de trueno, participa de un régimen donde el productor es el rey y ahoga cualquier voz por debajo de él? No exactamente, pues al veterano Bruckheimer ya le quedan lejos los días en que su nombre —junto al del fallecido Simpson— podía encabezar los pósters. Al mismo tiempo sucede que Pitt es productor de F1 a la estela del susodicho Cruise —la voz creativa central de cada película que protagoniza, de Misión imposible para abajo—, con lo que resulta finalmente inevitable entender la presencia de Kosinski o Kruger como la de simples gestores meticulosos. Al valorar el rol de Kosinski impulsando Twisters nos referíamos a él como “ingeniero cultural”, y de eso va un poco todo. De ingeniería. De cálculo y técnica.
El escaparate motorizado
La realización de F1 es impecable, como lo era la de Top Gun: Maverick. La planificación y montaje de las carreras del film certifican a Kosinski como un narrador audiovisual de lo más sólido, al que ya habríamos ascendido a los altares de Hollywood si no fuera por la sospecha —que sobrevuela todo su trabajo— de que solo cumple órdenes. Cada una de sus películas tiene una estética depuradísima, higiénica, que ahoga cualquier tipo de fricción y depara un acabado perfectamente consumible. Desde que Kosinski se hiciera famoso por ambientar un tráiler del videojuego Gears of War con la canción Mad World, parece que no ha hecho otra cosa que dirigir anuncios de Apple. Que, mira tú por dónde, es la gran empresa que auspicia F1. Aparte de la propia FIA.
La vocación publicitaria de Kosinski nos lleva a otra similitud con Días de trueno y es que Scott también venía de la publicidad; Simpson y Bruckheimer le ficharon para la primera Top Gun gracias a un anuncio de coches. Pero Scott quería aprovechar las lógicas publicitarias de rapidez y multirreferencialidad para construir un blockbuster lleno de asperezas y fugas: un blockbuster diametralmente opuesto al que supone F1. Aquí todo está organizado para vender cosas sin disonancias. Cosas como el carisma de Pitt —el actor-productor anda muy necesitado de él en medio de sus acusaciones de violencia machista—, el monumental entramado de Fórmula 1 a lo largo del mundo, y finalmente la idea romántica de lo artesanal, del espectáculo a la vieja usanza.
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La artesanía sin duda podrá brillar en medio de este Hollywood agónico, pero dista de ser suficiente para paliar la naturaleza de evento promocional a la que sucumbe F1. El paliducho guion ni se esfuerza en disimular que solo le han pedido inventarse trámites entre carreras u oportunidades para explicar algunos detalles farragosos de la Fórmula 1 —tan imprescindible en este sentido la energía de Javier Bardem como la generosidad de los locutores al comentar los giros de cada competición—, mientras Pitt se limita a posar paciente en un escaparate junto a otras muchas marcas y patrocinios que incluyen a Abu Dabi: ver a los protagonistas compartir champán con jeques árabes da la perfecta medida de cómo han cambiado las cosas desde Días de trueno.
Y es que no se trata, en definitiva, de que el productor haya dejado de ser el rey. Metcalf pecaba de optimista. Tras el simulacro de autoría cinematográfica de los 90 —compartimentado en el tiempo con la externalización del capitalismo yanqui y la expansión de la Fórmula 1 más allá de Europa, algo que describe el film con mucha mayor convicción que su derivativa historia de deportistas temerarios—, lo que sucedió simplemente es que la maquinaria dejó de necesitar nombres propios que pertenecieran a humanos con ganas de crear. El nombre resucitado de Bruckheimer es mucho menos importante en F1 que el de los conductores reales que han apadrinado el artefacto, o el hecho de que el Sonny Hayes de Pitt aparezca en el último videojuego oficial de Fórmula 1.
Porque los productores siguen importando mucho más que el director o el guionista, por supuesto, solo que en un escenario distinto. Este está marcado por reuniones de comité, accionistas exigentes, e inversores con planes ambiciosos en cuatro dimensiones a quienes no les interesa el cine más que como una prometedora diversificación de su emporio. Es el escenario que ha dado con su creación perfecta, acaso definitoria, en F1: una película cuyo título es literalmente un logo.
Cuando Tony Scott murió hace unos 13 años, el obituario más interesante se lo escribió seguramente Stephen Metcalf. En lugar de limitarse a repasar su carrera entre elogios, Metcalf se centró en una sola de sus películas. Nadie aseguraría jamás que Días de trueno sea el gran triunfo de Scott —de hecho estaría entre lo más fallido de su filmografía—, pero Metcalf aseguraba que era su película más relevante. La considerable taquilla de Días de trueno, protagonizada por Tom Cruise en 1990, no había sido suficiente para rentabilizar las malas críticas ni, muy especialmente, la absurda inversión económica que había requerido por parte de dos productores ebrios de poder.