‘La voz de Hind’, un artefacto tan incómodo como fallido para denunciar el genocidio en Gaza

El elemento clave del “efecto de distanciamiento” que teorizó Bertolt Brecht no es, para nada, el que más ha calado dentro del cine. Este dramaturgo alemán acuñó en los años 40 el Verfremdungseffekt (o V-Effekt) como un modelo de teatro ajustado a sus feroces filias marxistas: un teatro preocupado por el sentido crítico del público, por edificar su conciencia de clase y una sed incipiente de justicia social. Así que había que evitar la catarsis (la recompensa emocional) en función a hacer partícipe en todo momento al receptor de estar presenciando una ficción. En Pequeño órganon para teatro Brecht explicó que para lograrlo debía darse “una representación que permita reconocer el objeto representado, pero a la vez hacerlo ver como algo extraño”.

Este componente de “extrañeza” es lo que normalmente se le ha escapado al cine. Buena parte de los discípulos cinematográficos de Brecht han privilegiado otro requisito del efecto de distanciamiento, el popularmente conocido como “romper la cuarta pared”. Y se han quedado ahí. Paradójicamente han dejado de lado lo más básico —“distanciamiento” es sinónimo de “extrañamiento”— y sobre todo si hablamos de Hollywood han traicionado totalmente a Brecht, pues el extrañamiento inaugural ha devenido su antónimo, “complicidad”. Ferris Bueller, interpretado por Matthew Broderick, se ponía a hablar con el público al final de Todo en un día como oportuno corolario a la diversión que se había experimentado en el patio de butacas. 

De Ferris Bueller podemos acudir a Deadpool —protagonista de la segunda película más taquillera de 2024— y confirmar que Hollywood ha prostituido a Brecht, valiéndose de esa cuarta pared agrietada para que simplemente el espectáculo continúe masajeando los sentires domesticados del público. Es lo contrario del distanciamiento, lo contrario del desafío intelectual, y a priori parecería que en el cine de autor (sobre todo dentro de la tradición europea) se habría querido ajustar más a las ideas del dramaturgo alemán. Pero solo ha habido una traición distinta. Se habló mucho de Brecht cuando Lars von Trier hizo Dogville, y con todo ahí no había demasiado espacio para la reflexión sobria sino para el shock, el impacto emocional. Otra forma de espectáculo.

¿Cómo se sitúa Kaouther Ben Hania, cineasta tunecina, en esta tradición de expolios? Pues, así a bote pronto, con sublime arrogancia. Ben Hania no se ve en la necesidad de acudir a Brecht; se basta con argumentar que hemos llegado a un punto en que las fronteras de realidad y ficción son irrelevantes, y con erigir a Abbas Kiarostami como su gran referente. Lo cual es interesante por cuanto Kiarostami ofreció durante su tiempo en activo una suerte de “tercera vía” para el distanciamiento cinematográfico, oponiéndose desde Irán a los cínicos espectáculos del Norte global al plantear un objetivo tan sencillo (toda vez que rompedor) como emplear todos aquellos avances teóricos en pos de enriquecer la expresividad cinematográfica.

Naturalmente a Ben Hania no le interesa eso. Ben Hania es una cineasta de la denuncia y la revindicación, no quiere enriquecer esta expresividad sino instrumentalizarla para sus fines, digamos, políticos. Y no pasa nada. Se le pueden poner muchos reparos al concepto que edifica La voz de Hind y posiblemente Ben Hania reaccionaría a ellos bien con desdén moralista, bien con fingida sorpresa. Pues la cineasta es consciente de lo desfasado que ha quedado el programa de Brecht. Sergio Moreno Ramos escribe que en el teatro de Brecht “el espectador razonaba” por contra al teatro dramático convencional, donde “el espectador sentía”.

Ben Hania asume que, si hablamos de cine —o, mejor aún, hablamos de causas—, el espectador ha de sentir. Y no hay más. Cualquier otro planteamiento sería intelectualoide y burgués. El extrañamiento, en su opinión, carece de utilidad alguna como puerta al raciocinio. Dejando de lado el poquísimo respeto por el público que trasluce este posicionamiento Ben Hania, insistimos, es una figura especialmente jugosa por la sana chulería con la que ha amoldado este imaginario a sus intereses, utilizando aquello que hay más allá de su puesta en escena —la importancia de su objeto de denuncia— como una patente de corso.

Entre el documental y la ficción

Las cuatro hijas, film de Hania anterior a La voz de Hind, estuvo nominada al Oscar a Mejor documental pese a su teórico empeño en confundir los límites entre documental y drama fabulado. Escoger a dos actrices para interpretar a las hijas perdidas de una desdichada familia de Túnez —perdidas por haberse unido a las filas del Estado Islámico— exponía a los familiares reales que dialogaban con ellas a un sufrimiento y una sobreexposición psicológica desmedidos. Pero, ¿qué podíamos echarle en cara, si la madre y las hijas restantes habían dado su consentimiento, y el ISIS era una inmensa tragedia social que había que denunciar por todos los medios posibles?

La importancia de lo denunciado, lo estremecedor de la situación retratada, exponía a quienes no conectaran con Las cuatro hijas a deducir que tenían un monóculo frente a uno de sus ojos, a pensar de sí mismos que ponían el arte por encima de la realidad. Es algo así como un desmantelamiento de convicciones estéticas, que incluso podríamos denominar “punk” sino fuera porque al fin y al cabo es el modelo que más se premia en festivales y más cómodos hace sentir consigo mismos a los espectadores y prescriptores que sí se lo tragan. La voz de Hania ganó el Gran Premio del Jurado del Festival de Venecia rodeada de una ira palpable por que no se hubiera llevado el León de Oro (el premio principal), y seguramente aspire al Oscar a Mejor película extranjera.

Y La voz de Hania linda lo grotesco, como ya lindaba Las cuatro hijas. La idea que ahora ha tenido Ben Hania, de cara a denunciar la masacre de Gaza a manos del gobierno genocida de Benjamin Netanyahu, es ponerse brechtiana con los audios de una niña palestina muerta. Hind Rajab fue asesinada por las Fuerzas de Defensa de Israel en enero de 2024. Antes de sucumbir a los disparos intercambió varias llamadas telefónicas con la Media Luna Roja de Palestina, que intentó por todos los medios enviar una ambulancia en su rescate. No lo logró, y ahora esas llamadas grabadas puntúan La voz de Hind, colocando a actores profesionales “reaccionando” a la voz de Hind en el papel de aquellos desesperados trabajadores.

En cines de todo el mundo, con altavoces a todo volumen, se escucharán los llantos de una niña justo antes de morir, para que a continuación Ben Hania siga ganando premios y dando declaraciones sobre la monstruosidad de lo que sucede en Gaza. Lo hará luego de que, nada más empezar la película, se asegure de que ningún espectador caiga engañado: los audios son reales. La voz de Hind es real, con lo que La voz de Hind hace partícipe al público de que todo lo que le rodea es una recreación, una ficción. Una ficción que, por su mezcla desequilibrada de registros, se parece más a esas cutres dramatizaciones de los documentales true crime que a un documental como tal.

Solo que claro, sería irresponsable despachar la película de esa forma. Ben Hania se juega la dignidad de su film a la urgencia de lo que está contando —a la indiscutible necesidad de expandir la conciencia colectiva sobre una situación atroz— y al hecho de no estar engañando a nadie. A que va de frente, por decirlo así. La mayoría de los reparos que se le pueden poner se reducen a la sola idea de partida, de modo que el esfuerzo más provechoso por parte del discurso crítico sería examinar la ejecución. La ejecución está articulada como un thriller a contrarreloj: un solo escenario, el centro de emergencias de la Media Luna Roja, con sus trabajadores haciendo llamadas y gritando mucho mientras a Hind Rajab se le agota el tiempo.

Es un thriller contrarreloj condenado al fracaso. Condenado porque está rodado y escrito sin aplomo alguno —la única herramienta de la que dispone Ben Hania para darle cierta tensión a los diálogos es el desenfoque selectivo, sin atinar a perfilar espacio o matices de personajes de ninguna forma—, pero sobre todo condenado porque… sabemos cómo termina. Sabemos que los trabajadores de la Media Luna Roja no van a poder salvar a la niña, sabemos que sus esfuerzos son en vano. Y entonces es cuando reaparece Brecht, porque desde luego es “extraño” que una película de intriga esté spoileada de entrada. Llama a preguntarse “por qué”. ¿Llama a distanciarse?

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En cierto momento La voz de Hind introduce los rostros reales de los trabajadores que intentaron salvar a Hind Rajab, volviendo a esforzarse por expulsar a aquel público que crea que está presenciando un drama convencional. Pareciera, desde luego, que hay un compromiso por seguir a Brecht y evitar la catarsis. Sin embargo, alrededor de estas llamadas de atención sobre el dispositivo perviven los gritos, la música dramática, y unos últimos minutos muy violentos empleando metraje real. No es tanto extrañamiento, entonces, como el familiar shock. En connivencia con la complicidad del espectáculo hollywoodiense.

La voz de Hind está a medio camino de ambas vías, y parece que no tanto por cálculo de Ben Hania —aunque igualmente le haya funcionado para que la película prospere a nivel industrial— como por indecisión. Fuera de los márgenes de la denuncia y la urgencia no sabe el tipo de artefacto que quiere ser, acaso porque tampoco le interese demasiado. Es una película realmente sin mucha entidad, pura coyuntura diríamos, y quizá esto sea lo más doloroso de todo porque desde luego ilustra una impotencia. No de los trabajadores de la Media Luna Roja, sino del propio cine.

En la escena final de No Other Land, un documental reciente dedicado al igual que La voz de Hind a los crímenes de Israel, uno de los directores se preguntaba por la utilidad de lo que estaban haciendo. “La gente ve algo, se conmueve, ¿y luego qué?”, decía. Al documental le honraba formular esa pregunta, tan angustiosa y difícil. Por supuesto que La voz de Hind tampoco sabe la respuesta, pero ni siquiera siente el deseo de buscarla

El elemento clave del “efecto de distanciamiento” que teorizó Bertolt Brecht no es, para nada, el que más ha calado dentro del cine. Este dramaturgo alemán acuñó en los años 40 el Verfremdungseffekt (o V-Effekt) como un modelo de teatro ajustado a sus feroces filias marxistas: un teatro preocupado por el sentido crítico del público, por edificar su conciencia de clase y una sed incipiente de justicia social. Así que había que evitar la catarsis (la recompensa emocional) en función a hacer partícipe en todo momento al receptor de estar presenciando una ficción. En Pequeño órganon para teatro Brecht explicó que para lograrlo debía darse “una representación que permita reconocer el objeto representado, pero a la vez hacerlo ver como algo extraño”.

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