La curiosidad de Leila Guerriero

Leila Guerriero (Junín, provincia de Buenos Aires, 1974) no se ha quitado el abrigo de plumas. Madrid la ha sorprendido con un tiempo poco primaveral —insiste varias veces en el frío inesperado—pero hay algo más. Remueve la manzanilla sin casi probarla, apenas reposa sobre la silla y el abrigo parece una evidencia: no hay tiempo que perder, existe la posibilidad de que la conversación se interrumpa, de que haya que abandonar el bar apresuradamente. Esto no es, sin embargo, un perfil sobre Leila Guerriero, sino una entrevista de poco más de una hora. Si esto fuera un perfil sobre Leila Guerriero, como los que escribe la periodista Leila Guerriero —publicados ahora en España por Anagrama bajo el título de Plano americano—, acabaríamos sabiendo si ese gesto, el abrigo puesto, se debe al frío o a un estado de alerta, si quiere decir algo, si significa. Pero Leila Guerriero, figura de la crónica latinoamericana, referencia del periodismo narrativo, hoy no es la entrevistadora sino la entrevistada. 

"Siempre voy como con curiosidad, a ver qué me van a preguntar", dice sobre su nuevo rol, ya habitual, al otro lado de la grabadora, "pero no me pone incómoda ni tengo una especie de prevención". Es muy fácil encontrar en la web entrevistas en las que Guerriero habla sobre periodismo, ese oficio que ejerce desde hace décadas, el oficio en el que terminó de manera improbable a principios de los noventa, después de haber estudiado Turismo. Pero eso lo contará más tarde. En todas o casi se resiste la periodista a dar consejos —hasta que los da, en un texto al que le rezan los aprendices de reportero, que se titula "Arbitraria" y está recogido en Zona de obras— y en todos o casi habla de la curiosidad. La suya, que le lleva a preguntarse quiénes son de verdad Nicanor Parra, Idea Vilariño, Ricardo Piglia, Juan José Millás, Aurora Venturini. Ellos y otros 21 escritores, pintores, cineastas, músicos y fotógrafos se congregan en Plano americano, publicado ahora con cinco nuevos nombres, cinco años después de su primera edición argentina. 

Y la curiosidad protagoniza algunas de las sentencias que lanza y que, a su pesar, parecen instrucciones para sus colegas: "La manera de preguntar mal, si existiera, es hacer preguntas cuya respuesta ya sabemos, preguntas que se hacen sin curiosidad. Toda pregunta que se hace sin curiosidad abre la puerta al lugar común. Y le permite al entrevistado que salga por esa puerta, con su guitarrita a cantarte una linda canción sin contenido". Protagoniza también los intentos de explicar su método de navegación por la entrevista, esa conversación desnaturalizada. 

—¿Qué cree que se ve de usted en sus preguntas?

—Espero que no mucho. Lo que espero que se vea es curiosidad y entusiasmo, y que no suenen como algo falso, porque no lo son. Que entiendan que soy un buen vehículo para contar su historia, que mi trabajo es honesto, que me gusta, que lo hago con entrega.

Leila Guerriero rara vez se detiene cuando ha iniciado una frase. Habla directo, como si pudiera ver una diana allá al fondo a la que dirigiera sus palabras, y cuando calla lo hace de manera definitiva. No es difícil imaginarla haciendo las preguntas que dice que hace, "preguntas de niña de ocho años, muy sencillitas". "¿Cómo se llevaba con sus hermanas?", pregunta a la escritora Aurora Venturini en un perfil definitivo sobre la escritora, revelación a los 85 años por su novela Las primas y fallecida en 2015. "¿Te han dejado más veces a vos que vos a ellas?", le lanza a Fogwill, escritor argentino y carne de perfil, fallecido en 2010. Así va desbrozando, de a poco, las vidas de sus preguntados. 

—Y no sé, creo que quizás perciben una cierta sensibilidad.

 

Si siguiéramos el método Guerriero de entrevista, si existe, no estaríamos aquí, en un bar del Barrio de las Letras, sino en su departamento bonaerense. "Las casas de la gente dicen mucho de la gente", apunta. "A veces llegas a un lugar caótico, como la casa de Fogwill, o a un lugar increíblemente austero y organizado, como la casa de [el pintor] Guillermo Kuitca, o el departamento de María Nieves Rego, la bailarina de tango, pulido hasta los huesos, muy modesto pero de clase media…". En las casas de la gente se puede mirar. Como se puede mirar acompañando a Nicanor Parra a un restaurante, observando cómo pide dos empanadas de camarón y queso, cómo le ofende personalmente que no sean solo de camarón. "El capital del periodista es el punto de vista, la mirada que tiene sobre el mundo". Para hacer un perfil de Leila Guerriero, entonces, habría que mirarla mirar. 

Tendrá que bastar con escucharla. Recordar, por ejemplo, las entrevistas que en un inicio parecieron poco afortunadas: "María Nieves me advirtió que no la iba a tener ni dos horas ni dos días, se mostró muy refractaria y luego fue aflojando". Nada que ver con Amelita Baltar, cantante argentina: "Es muy caudalosa, habla hasta por los codos, una entrevista con ella era el equivalente a ocho con cualquier otro entrevistado". O hablar de la charla con Nicanor Parra, algo así como una prueba de fuego. El poeta, fallecido en enero, era alérgico a los periodistas. Dedicó meses a leer su obra completa, los trabajos universitarios sobre él, entrevistar a sus conocidos, a sus estudiosos. El procedimiento de todos sus perfiles, solo que habitualmente lo hace a posteriori. "Sabía que si no iba bien munida de información a esa circunstancia no iba a poder sacarle jugo. Con Nicanor sentía la tensión de que todo saliera mal, de que me echara a las patadas. Ese prejuicio a lo mejor tenía".

—¿Y la admiración, no se interpone de alguna manera?

—Lo admiraba y lo admiro mucho, pero tenía mucha curiosidad por ver si todo lo que me habían dicho de él cobraba sentido cuando lo viera. Si era tan genial como decían, si jugaba tanto a hacer el tonto, si repetía siempre las mismas historias… Pero creo que en cualquier caso uno tiene que tratar de saber mucho de la otra persona antes de entrevistarlo y, en el momento de entrevistarlo, desaprender todo eso.

Ahora quizás, hablando de aprender, es cuando habría que apuntar que Leila Guerriero no siempre quiso ser periodista. Quiso viajar y estudió Turismo, quiso escribir y envió un texto al periódico Página/12. La contrataron en Página/30, una revista del grupo argentino en la que escribían conocidos reporteros, autores de no ficción en general, y ella, una recién llegada. Habla con gusto de su primer trabajo, de la primera crónica que firmó, y a juzgar por la hemeroteca lo hace a menudo. "Yo no tenía un método, no tenía ni grabador de periodista. Me sentó mi editor Eduardo Blaustein: 'Queremos una nota sobre el caos de tráfico en Buenos Aires'. En esos tres minutos, cuatro minutos, entendí cómo era la cosa". La escritura estaba, pero ¿y el reporterismo? ¿Y esa labor de detective, de cotilla? ¿Las llamadas, las visitas al archivo, los contactos? ¿Cómo supo que se le daba bien? "No sé si se me da bien. Bueno, se me tiene que dar bien como se le tiene que dar bien a todos los periodistas". ¿Le gustó, le divirtió? "La palabra diversión me parece frívola, liviana. Me gusta muchísimo. Me divierte en el sentido de que me separa de la dimensión cotidiana del mundo, esa cosa de cuando eres chiquito y estás entretenido. Pero divertido da la sensación de que es un campo de rosas, y no".

Guerriero advierte sobre la "candidez" del periodista, "el peor veneno", ese que lleva a "no saber qué preguntar o a preguntar cosas súper obvias". Pero también sobre el periodista que va con su lanza de cazar titulares, interesado casi exclusivamente por la frase escandalosa, por la gran revelación. "Yo no voy a buscar ni confesiones ni testimonios, voy a buscar la vida real de la gente". Pone como ejemplo su perfil de Kuitca. En él, el pintor dice: "Tuve novias cuando era más joven. Tuve una novia por un tiempo más largo con quien pensé que en algún momento iba a tener una vida en común, pero me parecía que no era muy honesto seguir una relación con una mujer cuando yo tenía más bien otra inclinación sexual". "Él lo contó como la cosa más natural del universo, y en el texto está puesto como la cosa más natural del universo", retoma Guerriero. "Un periodista inescrupuloso transforma eso en titular".

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No busca el titular ni está interesada, como escritora, en la ficción. En ninguna forma de ficción. Una rareza, con la autoficción como penúltimo género de moda y premios como el Goncourt o el Renaudot ocupados por la "novela de no ficción". Asegura que no desea, o no lo hace conscientemente, tener la posibilidad de alterar tal o cual detalle, afinar una contradicción, corregir un color. "No tengo ese esquema de pensamiento. No existe esa pulsión". Y aquí, por primera vez, las palabras de la periodista se enredan, la diana se difumina. "El hecho de algo que suceda… Cuando algo me asombra… Es como decir, qué increíble. Esto es tan increíble". Hace una pausa brevísima y se recompone de inmediato.

—El primer libro que escribí, Los suicidas del fin del mundo, lo comenté con un escritor. 'Ah, pero ahí tenés una novela magnífica, porque imagínate…'. Yo le miraba aterrada. Cómo se le puede ocurrir a este hombre que a la historia de un pueblo patagónico donde en un año y medio se suicidan doce personas súper conocidas por todo el mundo yo le puedo añadir algo de ficción para hacerlo mejor. ¡Si lo terrible es que eso esté pasando! Eso se lo puede inventar cualquiera. ¡Lo terrible es que pase!

Leila Guerriero no inventa. "No invento", asegura, como quien luce una condecoración. La no ficción tiene sus reglas, dice, y esas reglas le convienen. "Evidentemente soy una persona sin imaginación, o sin la clase de imaginación que hace falta para escribir ficción". Una clase de imaginación que describe como una especie de capacidad para ver lo que no está. Para ver en este bar un bar paralelo al que acude por la mañana un oficinista que... Se para ahí. Un oficinista que, pongamos, acaba de asesinar a su jefe, o viene de Plutón, o vomita conejitos perfectamente vivos en su apartamento de la calle Suipacha. "Ahí donde un escritor de ficción imagina eso", precisa, bajando la voz hasta el susurro, "yo quiero entrevistar al señor que está ahí". El señor que está ahí queda a su espalda y lleva una hora leyendo el periódico, hablándole a la radio y comentando la jornada con los camareros. La mirada, decía, la curiosidad. 

Leila Guerriero (Junín, provincia de Buenos Aires, 1974) no se ha quitado el abrigo de plumas. Madrid la ha sorprendido con un tiempo poco primaveral —insiste varias veces en el frío inesperado—pero hay algo más. Remueve la manzanilla sin casi probarla, apenas reposa sobre la silla y el abrigo parece una evidencia: no hay tiempo que perder, existe la posibilidad de que la conversación se interrumpa, de que haya que abandonar el bar apresuradamente. Esto no es, sin embargo, un perfil sobre Leila Guerriero, sino una entrevista de poco más de una hora. Si esto fuera un perfil sobre Leila Guerriero, como los que escribe la periodista Leila Guerriero —publicados ahora en España por Anagrama bajo el título de Plano americano—, acabaríamos sabiendo si ese gesto, el abrigo puesto, se debe al frío o a un estado de alerta, si quiere decir algo, si significa. Pero Leila Guerriero, figura de la crónica latinoamericana, referencia del periodismo narrativo, hoy no es la entrevistadora sino la entrevistada. 

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