¿Qué fue de Feuerbach?

Feuerbach ha trabajado con los mejores. Ha sido alabado por los críticos y aplaudido por el público. Ha creído pasar a la historia de la interpretación. Pero lleva siete años lejos de los escenarios —el motivo entraría en el terreno del spoiler—, y eso lo cambia todo. Ahora debe hacer una audición, toda una ofensa para un actor de su talla, en la que el director ni siquiera está presente. Solo le espera un ayudante inexperto y despreocupado al que desprecia y necesita a partes iguales. Esta es la propuesta aparentemente sencilla que hacía en Yo, Feuerbach el dramaturgo Tankred Dorst allá por 1987. Tras este planteamiento minimalista reside un texto considerado un clásico contemporáneo del teatro europeo desde hace décadas. Las mismas que ha hecho falta esperar para su estreno en España, que llegó este verano en el festival de teatro Grec de Barcelona y se extiende hasta La Abadía de Madrid (del 6 al 23 de octubre). 

La propuesta de Dorst es la materialización del encuentro entre dos mundos. Eso es lo que seducía a Antonio Simón, que no podía creer que el texto no se hubiera estrenado en España. La versión de Jordi Casanovas, uno de los dramaturgos emergentes más cotizados, es muy respetuosa con el original: solo aglutina un par de personajes secundarios y cambia el espacio original —un escenario sobre el que se está construyendo la escenografía— por una más íntima sala de ensayo. Pero la esencia sigue siendo la misma. Lo resume Samuel Viyuela, el joven ayudante de dirección que hace de contrapunto al tour de force de Casablanc: "El pasado no existe y el futuro no ha llegado". No es casualidad que fuera escrito en los estertores de la Alemania dividida por un hombre que fue obligado a ir a la guerra a los 17 años y que veía desplomarse el mundo en el que había vivido. No es casualidad tampoco que haya sido recuperada justo ahora.  

"No creemos en nada", opina Casablanc, "No tenemos nada que nos motive de una manera especial, algo en lo que creer. Y no hablo de dios. No tenemos referentes ni ídolos". Lo que la filosofía ha llamado "la muerte de los grandes relatos". Y el conflicto de Feuerbach con el mundo en el que vive es, justamente, que para él están muy vivos. "Él representa los ideales de todos los grandes reformadores del teatro, los que consideran que es entretenimiento pero que también va más allá", dice Simón. Frente a él encuentra no ya la oposición, sino la indiferencia de un joven que ni siquiera sabe quién es y que se siente muy lejos del inflamado discurso del veterano actor. "Hay algo en el ayudante que es terrible", apunta el director, "que es negar ese teatro de antes". 

Es cierto que la carta de presentación de Feuerbach, desmesurada, expansiva, altiva y excéntrica, es más de lo que la mayoría podría soportar con una sonrisa. El actor no se adapta, ni lo pretende, a los cánones. Ni a los de antes ni a los de ahora. Se ve a sí mismo como un creador, y no como un empleado. Feuerbach baila ante el ayudante de dirección una danza de cortejo motivada en parte a la necesidad de trabajar —ese joven, piensa, influirá en la decisión del director, al que esperan y que, como Godot, nunca llega— y en parte a su propio genio. Feuerbach sufre su propia singularidad, como apunta Casablanc: "Hay personajes de una cierta altura que están desubicados. Son políticamente incorrectos, o molestos. No encajan porque todo se ha uniformado". "Es que otro tema de la obra es por qué excluimos la diferencia", apunta Simón. 

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La caducidad de la parte del mundo que peina canas —dictada, según Simón, por una sociedad que prima "la imagen y la competencia"— es sin duda uno de los temas de la obra. Pero esto se ve subrayado, además, por un contexto en el que una parte de la sociedad sufre la misma suerte que Feuerbach: los trabajadores de más de 50 años que salen del mundo laboral tienen muy difícil su regreso. Esa gente que, dice el director, "tiene trabajo y se ha visto relegada a un segundo plano o la han sacado fuera de foco". El sentimiento de humillación del intérprete puede ser muy similar al que sufre alguien que, con décadas de experiencia, tiene que volver a pasar por entrevistas de trabajo, compitiendo (y perdiendo) con jóvenes con menos conocimientos y exigencias que ellos. 

Pero Casablanc hace un alto: "El actor no tiene la misma necesidad de trabajar que cualquiera. Tiene más. Porque su relación con la profesión es casi religiosa. Si llevas mucho tiempo sin subir a un escenario, te secas, te pudres". No le ocurrirá a él. Tiene éxito en todos los ámbitos de la interpretación a los que se asoma: en teatro; en cine, tanto en el independiente, con su papel como Luis Bárcenas en B, la película, como el de gran presupuesto, en El hombre de las mil caras; y en televisión con la serie Mar de plástico. Asegura que este papel, en medio de tantos otros, llevaba años esperándolo. "Después de cincuenta y tantas obras que llevo hechas, no quiero hacer nada donde no me ponga en peligro o en riesgo", dice, mimetizándose con el amor de su personaje por el teatro-arte frente al teatro-espectáculo. Aunque inmediatamente se contradice: "Bueno, también me permito a veces hacer teatro donde me aburro, donde estoy pensando en qué voy a cobrar a fin de mes o qué ganas tengo de salir porque si no pierdo el autobús. No pasa nada". Sus compañeros estallan en carcajadas.  

Esta fertilidad no es tan habitual en la profesión. O, más bien, está reservada a unos pocos y durante un tiempo limitado. Explican que no solo comienza a ser más difícil encontrar papeles a partir de cierta edad —más avanzada que la de Casablanc, que a sus 53 es un Feuerbach particularmente joven—, sino que, además, si uno deja de estar en los carteles es olvidado con una rapidez asombrosa. "Se valora la constante producción", protesta Antonio Simón, "Alguien no puede decir 'Me voy a retirar tres años a hacer otra cosa'. El propio sistema dice 'Este ya no está activo' y los habrá que piensen 'Uno menos". Y la situación no es mejor para los principiantes, que no van a parar a una profesión tan arriesgada con el desinterés del ayudante. A Viyuela nunca le han prometido un futuro laboral sencillo: “En todas las clases a las que he ido nos han dicho que a lo mejor de cada generación de alumnos trabaja uno o dos. Y ese tampoco vive de la profesión, sino que tiene que ganarse el sustento en otros empleos”. Entre ellos quizás haya algún Feuerbach. Y nadie preguntará por él. 

Feuerbach ha trabajado con los mejores. Ha sido alabado por los críticos y aplaudido por el público. Ha creído pasar a la historia de la interpretación. Pero lleva siete años lejos de los escenarios —el motivo entraría en el terreno del spoiler—, y eso lo cambia todo. Ahora debe hacer una audición, toda una ofensa para un actor de su talla, en la que el director ni siquiera está presente. Solo le espera un ayudante inexperto y despreocupado al que desprecia y necesita a partes iguales. Esta es la propuesta aparentemente sencilla que hacía en Yo, Feuerbach el dramaturgo Tankred Dorst allá por 1987. Tras este planteamiento minimalista reside un texto considerado un clásico contemporáneo del teatro europeo desde hace décadas. Las mismas que ha hecho falta esperar para su estreno en España, que llegó este verano en el festival de teatro Grec de Barcelona y se extiende hasta La Abadía de Madrid (del 6 al 23 de octubre). 

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