Literatura
Héctor Abad: “Uno sueña siempre con repetir la felicidad de la juventud”
En todas las entrevistas que le hicieron a Héctor Abad Faciolince para presentar La Oculta (Alfaguara) habló mucho sobre tierra y propiedad, sobre la necesidad innata de los antioqueños por estar aferrados a un pedazo de terreno donde caerse muertos. Habló también, tanto o más, con una sinceridad que casi daba miedo, sobre su bloqueo literario. Hasta que empezó a pulir La Oculta, cuando decidió que fuera esa la novela que quería publicar y no otro ensayo fallido, escribió borradores que no le gustaron, desechó libros ya terminados y perdió los apuntes de Memorias de un amante impotente. No era la primera vez que el miedo sorprendía a Faciolince frente a una página en blanco. Cuando uno de sus primeros cuentos, Piedras de silencio, ganó un concurso y fue publicado en un par de medios nacionales, llegaron las inseguridades, el miedo a ser un cagatintas, y se apartó de la ficción durante más de una década.
“Desde cuando empecé a escribir, empecé también a dudar de si lo que yo escribía valía o no la pena. Mis diarios son una queja constante de mi incapacidad de escribir bien. Me la paso escribiendo la queja de que no escribo. Incluso el primer libro mío que tuvo algún éxito en España, Basura, fue una novela compuesta con todos mis fracasos y desechos”, explica el escritor (Medellín, 1958). La levadura para aquel libro la encontró en una anécdota que le había pasado a Juan Restrepo, corresponsal colombiano de TVE. El periodista, que vivía cerca de Elías Querejeta, encontró unos guiones que el productor de cine había tirado, los leyó y no le parecieron del todo malos. Durante un tiempo siguió rebuscando en el cubo de la basura de Quejereta esperanzado por encontrar más historias. “Mi vieja novela tiene ese mismo marco narrativo: hay un escritor que escribe y lo tira todo a la basura, y un vecino igual de fracasado que recoge lo que el otro tira. Y lo lee y lo juzga, mal casi siempre”. A él le pasaba un poco igual, era el escritor que escribía sin esperanza y el lector frustrado que veía sus textos sin emoción, hasta que descubrió que el antídoto era bruñir lo escrito hasta que brillase.
Abad Faciolince responde por correo electrónico a estas preguntas desde una cabaña en las montañas de Antioquia comprada con los beneficios de El olvido que seremos, aquella desgarradora biografía novelada sobre su padre, asesinado por los paramilitares en el centro de Medellín, que le dio la fama y el prestigio internacional. Bautizó su cabaña Quitapesares, “como el bufón de Lope de Vega”, aunque hay veces que se refiere a ella como Palos, el mote puesto por los hijos de su mujer por su estructura de madera. En su finca, la real, también hay un lago, cultiva hortalizas y tiene tres caballos, como en la ficticia La Oculta.
Abad Faciolince camina por el despacho de su casa./ E.Z.
La novela comienza con la muerte de Anita, la madre de Pilar, Eva y Antonio, última generación de los hermanos Ángel que tiene que afrontar la disyuntiva de si vender o no la finca familiar. De si la ven como un recuerdo o como un proyecto de futuro. Fundada por colonos españoles, judíos conversos que habían llegado a Antioquia en el siglo XIX, los tres hermanos van descubriéndole al lector qué les une y les separa de La Oculta, que es a la vez una necesidad física de estar anclado en un territorio y una cuestión psicológica, nostálgica, por un tiempo mejor.
Si dejamos a un lado los cafetales y las montañas de vegetación tropical, la parte sentimental de La Oculta hace que cualquiera pueda leerla pensando en su propia versión de la finca. “La Oculta es ese lugar, ese momento, ese paisaje, ese clima de cuando fuimos muy felices, algo que casi siempre ocurre en la juventud, pero que uno siempre sueña con poder repetir –más serenamente- en la madurez”.
Narrada a tres voces en primera persona, Antonio se encarga de explicar cómo fue la peculiar colonización de la región de Jericó (el pueblo más cercano a La Oculta) por un grupo de campesinos a los que se les entregaban lotes de tierra para que así, a la par que satisfacían una necesidad, trabajasen una zona inhóspita y salvaje. Una solución que se antoja bastante democrática y conduce a una pregunta obligada para un escritor colombiano:
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-¿Cuál sería una solución justa para los terrenos despoblados a causa de la violencia?
-Hay en Colombia muchos campesinos desplazados de su tierra y también terratenientes que tuvieron que abandonar sus haciendas. Buena parte de estas personas ya no quieren volver, pero hay millones dispuestas a trabajar la tierra si les dan un lote de terreno suficiente. Y habría tierra suficiente para estos campesinos no urbanizados. En Colombia no hay claridad en los títulos de propiedad de la tierra; hay muchos usurpadores, ocupantes abusivos, gente que compró muy barato porque la violencia hacía que la gente se fuera y malvendiera sus fincas. Hacer justicia en el campo es muy complejo. Pero hay tierras que eran de narcos, de paramilitares y ahora de guerrilleros, que deberían ser expropiadas y repartidas. Y también muchas haciendas mal explotadas por terratenientes. Pero es muy difícil porque aquí todos nos aferramos a la tierra con los dientes y no hay un Estado fuerte que sirva de árbitro justo y ecuánime.
La Oculta es, en última instancia, una superstición. Mientras a Abad Faciolince le operaban de la vesícula, su perro Gaspar se murió en la finca. La noticia le trajo a la mente una frase que su abuelo repetía cuando se morían los animales: lo hacían para que no pereciesen sus dueños, ocupando su lugar en el cielo. Aquello le sirvió como sustrato para su novela, según confeso en la revista colombiana SoHo. Escribió La Oculta como un amuleto para que no se esfumase “esa vida simple y muchas veces feliz, alrededor de mi madre, una vida que cada año está a punto de disolverse (…) Si Anita se muere en la novela, es para mi mamá no se muere en la realidad”.