Tenía veinticinco años y en la mochila solo pesaba el equipaje. Así llegué a Veracruz un dos de agosto de primeros de siglo. Era el mes de las lluvias allá y caía agua constante sobre las plantaciones de plataneros, sobre las avenidas, sobre nosotros. Se borraba la cumbre del volcán del horizonte. Llovía tanto que, una tarde, una sandalia se salió de mi pie volviendo a casa del locutorio desde el que escribía correos a mi familia y a mis amigos de acá. Estoy muy bien, les decía. La vi navegar bulevar abajo. La perdí.
Me abrieron una casa enorme, con alberca, con salamandras besuconas por los techos que me despertaban por las noches, donde en cada habitación vivía alguien distinto. Me acogieron hasta que tuviera un nuevo hogar. Como no nos aprobaban la visa, durante un mes, no pudimos trabajar. Tampoco podíamos salir del estado, pero salimos. Nos fuimos en un bocho verde a Puerto Escondido. De regreso, conduje por las terribles carreteras del istmo de Tehuantepec. Ponchamos una llanta. Seguía lloviendo. En los carnavales de Yanga, el primer pueblo libre de América, le pedimos a gritos al Gobernador de la región, un señor llamado Fidel Herrera, cuyo rostro decía más de lo que nosotros sabíamos, que nos arreglara los papeles para poder incorporarnos al periódico. Cometimos también otras imprudencias.
Una mañana de sol que picaba, por aquella ciudad, a bordo de una motocicleta llamada Sombraluz, apareció el subcomandante Marcos. Le di la mano. Me impresionó tanto que no recuerdo nada más. Como no teníamos internet, compramos una guitarra. Y compusimos canciones de cuatro acordes. Una tarde, con media botella de tequila mezclada con toronja y la guitarra al hombro, nos fuimos a pasear por la ciudad. Entramos a un bar oscuro. Había un escenario. Cantamos. Al fondo, unos chicos nos aplaudieron al terminar. Eran los músicos y meseros de Utopía canta-bar, qué maravilla de nombre para un antro. Ellos fueron mis amigos durante aquel verano que duró mil estaciones. Ellos son mis amigos en este verano todavía. No leí nada. Pero sí escribí.
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Porque fui reportera allá durante un buen tiempo para un periódico que ya no existe. Escribí cientos de notas. De planas enteras con noticias de la región. Escribí reportajes, noticias, crónicas, entrevistas. Y, aunque fueron terribles todas aquellas escrituras que mi madre conserva, esa y ninguna otra fue mi primera escuela. Porque allí aprendí, sobre todo, a desprenderme de una identidad escrita, ese concepto peligroso, tan cerrado, atravesado a fuego donde no llegamos jamás a tocar. Lo más necesario para el folio en blanco, ponerte en una realidad distinta, empezar de cero a contar una historia. Una historia que empieza de cero también para ti.
México también me enseñó que las cosas que con más impacto te golpean son las más difíciles de narrar. Se atropellan las palabras, no hay distancia más imposible. Ya lo ven. Pero también somos lo que nos callamos, los títulos fantasmas que nunca pondremos. Por supuesto que ignoré radicalmente el consejo cantado de que allá donde fuiste feliz no debieras tratar de volver, y aterricé mil veces más. Y aunque me curó casi del todo tener un hijo, viví durante años en un jet lag cronificado. En unas coordenadas siempre fuera de lugar. En estado civil de nostalgia permanente. Ya sé que a estas alturas me habría regresado hace años a Madrid. Probablemente. Ya sé. Pero a México le debo algo siempre, quizá volver a vivir a los pies de un volcán, en la carretera de la niebla, quizá, la novela que nunca escribiré.
El título de este texto es un verso de la canción “Veracruz”, de Agustín Lara, y de un libro de Enrique Vila-Matas, que lo tomó para titularlo, igual que yo.
Tenía veinticinco años y en la mochila solo pesaba el equipaje. Así llegué a Veracruz un dos de agosto de primeros de siglo. Era el mes de las lluvias allá y caía agua constante sobre las plantaciones de plataneros, sobre las avenidas, sobre nosotros. Se borraba la cumbre del volcán del horizonte. Llovía tanto que, una tarde, una sandalia se salió de mi pie volviendo a casa del locutorio desde el que escribía correos a mi familia y a mis amigos de acá. Estoy muy bien, les decía. La vi navegar bulevar abajo. La perdí.