Los diablos azules

Cristales rotos

Sur, de Antonio Soler.

Sur es una novela ambiciosa y muy lograda, virtudes literarias que no siempre van de la mano. Creo que se trata de la mejor novela de Antonio Soler, quien contaba ya con otras narraciones notables en su haber, como Las bailarinas muertas (1996), con la que obtuvo el Premio de la Crítica. A decir verdad, Sur me parece una de las novelas sobresalientes en castellano publicadas en lo que llevamos de siglo, de esas pocas que me atrevo a pronosticar que seguiremos leyendo en el futuro.

Está formada por 55 capítulos y un nutrido y útil censo de personajes que ocupa nada menos que 32 páginas, en la estela de los que también compusieron Álvaro Cunqueiro, Juan Perucho o Carlos Pujol, pero cuyo origen remoto quizá podamos hallarlo en Robert Browning. La acción sucede durante un día de comienzos de agosto del 2016, a lo largo de 18 horas, y nos muestra el mundo actual a través de unos personajes que desempeñan diversos oficios (médicas, abogados, sacerdotes, amas de casa o dependientas del comercio), están en el paro o sobreviven trapicheando con lo que pueden.

Antonio Soler se vale del procedimiento clásico del tiempo y el espacio reducido (una ciudad, que en la novela no se nombra, aunque se deduzca por los lugares en que transcurre la acción, si bien en la contraportada se nos dice que es Málaga) y el protagonismo colectivo. Se trata de una técnica que se remonta a John Dos Passos, con Manhathan Transfer (1925), y a la que en España le sacaron provecho novelas como La colmena (1951), de Cela, y La noria (1951), de Luis Romero. Quizá, de manera algo más remota, también podría relacionarse Sur con Berlin Alexanderplatz (1929), de Alfred Döblin, aun cuando sean obras muy distintas y el autor haya confesado que su punto de partida lo encontró en Dublín, en la atmósfera del Ulises, de Joyce. No en vano, Antonio Soler forma parte de la llamada Orden de Finnegan's, junto a los escritores Enrique Vila-Matas, Jordi Soler, Eduardo Lago y el editor Malcolm Otero, a quienes se recuerda en la novela. Como también ha apuntado en su reseña Santos Sanz Villanueva, en la narración resulta omnipresente la lucha por la vida, a la manera barojiana.

 

Se trata, en suma, de relatos sobre el fracaso, rasgo que esos clásicos citados comparten también con Sur, en los que además la ciudad desempeña un papel protagonista. Los títulos de todas ellas esconden una metáfora, que en el caso que nos ocupa no alude a aquel lugar ideal donde abunda el sol y crece el limonero, sino más bien a un territorio en el que impera un calor asfixiante (“ese calor que disloca los termómetros”) y sopla el viento terral que “se ha hecho el amo de todo y gobierna las cabezas” (pp. 204, 225 y 284), campando por sus respetos el sufrimiento y la degradación humana.

A la vez, resultan significativos el punto de vista (se vale de la tercera persona, del narrador ominisciente, del monólogo interior, del diario y de la peculiar escritura utilizada en los whatsapp), la estructura, los retratos y la esmerada concepción de los personajes, cuyas voces y acciones pronto empiezan a entrecruzarse; junto con los distintos registros del lenguaje, según la condición y clase social de que hacen gala, el peculiar ingenio del habla popular andaluza (p. 343), el importante papel que desempeña el diálogo (véase, por ejemplo, la conversación surrealista que mantienen Chinarro y Remedios, con Rai apostillando con mala baba; o la que entablan unas páginas después Carole y Céspedes, que suena falsa, por demasiado patética, pp. 403-405 y 411-413), así como las varias tipografías que utiliza el autor, quien incluso se permite greguerías como las siguientes: “La boca, esa arqueología húmeda de estalactitas y estalagmitas cariadas, el río subterráneo de la lengua”, y “El tren es un perro echado al suelo después de una carrera larga“ (pp. 229 y 454). Pongo un par de ejemplos más, al respecto: en el apartado 31 (pp. 222-232) aparecen casi todos los personajes, si bien en sus párrafos finales se marca el ritmo de la prosa, donde surge cierta músicalidad; y respecto a la utilización de una retórica cercana a la poesía, véase la repetición de “come..., come... ”, hasta en cinco ocasiones casi seguidas; “ve..., ve..., ve...”, en diez ocasiones, u ocho negaciones, una tras otra (pp. 232, 270 y 446).

El relato parte de una imagen impactante que funciona a lo largo de la novela como motivo conductor. Se trata de la aparición, en un descampado, del cuerpo de un hombre cubierto por unas hormigas omnívoras. Ello da pie a un fresco social, y personal, muy poco complaciente, diría incluso que desolador, con la existencia, así como en los pensamientos y deseos que se frustran en la mayoría de los protagonistas, cuyas vidas acaban enlazándose a menudo en unos trágicos desenlaces. No falta ni la ambición, ni tampoco los deseos sexuales (véanse las escenas del trío compuesto por Julia, Céspedes y Ortuño, primero en un taxi, luego en el apartamento de Céspedes y por último en un chalet donde varias parejas se intercambian y juegan a ser malos, como comenta el narrador, pp. 49, 50, 306-309 y 312-316), que no siempre resultan gratos, así como el afán de medro y las complicadas relaciones familiares. Pero tampoco escasea la miseria humana, la locura o la deficiencia mental, ni el amor o ciertas aspiraciones nobles.

Las principales historias son las que comparten el abogado Dioni, quien llevaba otra vida oculta; la doctora Ana Galán y Guille, su hijo adolescente; la huida en tren de Carole con Céspedes, el empresario, “hombre sin brújula”, viaje que vale como metáfora de la vida, que en otras ocasiones se convierte en un tiovivo o en un bar convertido en el camarote de un barco que se hace a la mar en una noche que Dioni desearía que durara siempre (pp. 143, 178, 185, 217 y 330); la trágica historia que se genera en el triángulo compuesto por Aurori/Penca, su hermano Yubri y su padre Andrés; la pintoresca relación que mantiene el matrimonio formado por Belita y el pusilánime Pedroche, a quien se describe como “bajo, calvo (...), más bien gordo” (pp. 319 320); la itinerante pareja compuesta por el guitarrista Rai, la Penca y Eduardo Chinarro, nuevos don Quijote, Dulcinea y Sancho Panza; los hijos de Amelia: el violento Ismael y su manía de recortarlo todo, en forma de triángulo, o su obsesión por Consuelo/la Giganta, con quien tiene fantasías sexuales, y su hermano Jorge/Gorgo, “con esa especie de autismo”, novio de Gloria, aunque piensa a menudo en Vane, dependienta en una zapatería, y que acabará delatando a Pedroche y Floren, sus jefes, desencadenando un robo y las consiguientes heridas de las víctimas; la imparable ascensión de Rafi Villaplana; las dos pandillas, una compuesta por dos maleantes, el Nene Olmedo y Tato, y la otra por Loberas, Juno, Guille (quien solo persigue escapar, salirse de su vida), el Tuli, Isidro, Cabello y la Lori, la joven que se juegan al azar de lo que señale una botella al girar (p. 350); y sobre todo, como un contrapunto a todo lo anterior, las cuitas del Atleta, en ciertos aspectos alter ego del autor, un joven en paro que lleva un diario y aspira a ser escritor, pues para él la escritura se ha convertido en una vacuna contra sus miedos, “esos perros viejos y llagados” (pp. 402 y 403).

No quiero dejar de llamar la atención sobre otros rasgos de la novela que me han interesado especialmente. Cómo trastoca la forma habitual de la narración (p. 68); el hecho de intercalar un relato oral, con sus características habituales, pues es la abuela del Atleta quien relata la historia del Vampiro de la calle Molinillo, ocurrida casi 60 años atrás, aunque no fuera lo que la gente creía, sino un caso de pederastia que acabó con el asesinato de una niña y la condena de un inocente (pp. 234-255); y, por último, aparece un episodio en que puede apreciarse cómo la novela puede narrar de una manera que no puede utilizar el cine (p. 443).

El relato está plagado también de homenajes a amigos privados, que aunque no conozcamos intuimos que lo son, pero también a escritores más o menos conocidos, todos ellos hombres, a quienes se alude o de quienes se recuerdan los títulos de alguno de sus libros, como Rafael Pérez Estrada, Miguel Espinosa, Juan Marsé (en el personaje denominado Faneca), Rafael Chirbes, Andrés Barba, Carlos Cañeque, el sociólogo Carlos Moya, Antonio Orejudo, José Antonio Garriga Vela, Alfredo Taján (los dos últimos, junto al autor, nuevo trío calavera, protagonizan una escena, cuyo diálogo final parece sacado de Luces de bohemia, pp. 367 y 368), Justo Navarro o Luis Mateo Díez. Y a propósito de este último escritor, me parece que el personaje de Belita, mujer extravagante donde las haya, quien le ha dado al padre Sebastián 1.800 euros y las joyas familiares para la caridad, y la denominación de una zapatería como Calzados Famita, podrían hallarse en alguna de las novelas del excelente escritor leonés. E incluso el mismo autor se autorretrata, con su nombre y apodo (p. 501).

El relato, cuya acción transcurre en el presente, cuenta —en suma— en un tono que transita por distintas modalidades del realismo, incluyendo las exacerbaciones esperpénticas o expresionistas, las historias que a lo largo de un día ocurren en una ciudad, “las grandes e imprescindibles nimiedades con las que se fabrican las vidas” (p. 421), los anhelos frustrados, unos más nobles que otros, de numerosos personajes de clases sociales distintas que se afanan por sobrevivir, como las hormigas alrededor de sus hormigueros, cultivando unas veces el melodrama y otras la comedia o la tragedia.

Cristina Morales, Antonio Soler y Sara Mesa, candidatos al Premio de la Crítica

Cristina Morales, Antonio Soler y Sara Mesa, candidatos al Premio de la Crítica

P.S. El problema con que se va a encontrar el nutrido jurado del Premio Juan Goytisolo en las próximas convocatoria, tras haber puesto el listón tan alto, es qué novela premiar que al menos se acerque a la calidad de esta. _____

Fernando Valls es profesor de Literatura Española Contemporánea en la Universidad Autónoma de Barcelona y crítico literario.   

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