Diario del año de la pandemia

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Antonio Muñoz Molina

Seix Barral

Barcelona, 2021

A la memoria no la puedes dejar sola, tiene que estar controlada por el conocimiento histórico de la realidad.

Antonio Muñoz Molina (entrevista de Andrés Seoane, El Cultural, 9 de septiembre de 2021)

 

Una de las primeras preguntas que me he hecho, mientras leía este libro, es si se trataba de una novela, de unas memorias o simplemente un diario. Cuando el autor se ocupa del presente, del día a día, me parece que se acerca más a la novela, pero cuando trata del pasado utiliza los procedimientos del memorialismo. La forma, sin embargo, es la propia del diario. En todas ellas, narrador, personaje y autor se identifican. Aun así, tengo la impresión de que la historia que se cuenta tiene más de testimonio y opinión personal, tanto sobre su vida pasada como sobre la realidad presente, que de relato de imaginación.

En esta ocasión, el objetivo del autor consiste en dejar testimonio de un momento de la historia al paso en que fueron sucediéndose los acontecimientos. Así, el texto que aparece en cursiva está escrito cuando transcurren los hechos. Pero, además, la narración se organiza por medio de entradas numeradas, con sus correspondientes fechas cuando se narra el presente, para indicar continuidad, que es el mecanismo habitual del diario, cuyo relato se centra en un episodio concreto, aunque a veces —no lo olvidemos— también lo haya utilizado la novela, si bien esta, en el caso de Antonio Muñoz Molina, suela seguir un hilo narrativo trufado de reflexiones. Quizá la clave estribe en la manera en que leemos el libro. Yo, al menos, lo he leído como un diario, pues me parece que es como mejor puede entenderse.

Afirma el autor que "la epidemia ha sacado a la luz todas las debilidades de nuestro país" (página 172), opinión que se confirma en el conjunto. El relato de los hechos empieza justo cuando termina el confinamiento al que nos obligó la pandemia, pero en esencia se ocupa de los meses de encierro y restricciones, que en España dieron comienzo el 15 de marzo del 2020, una circunstancia excepcional que alteró la vida cotidiana hasta extremos que la mayoría no habíamos conocido. Estas circunstancias lo llevan a contar diversos avatares del presente, pero también a la rememoración de un pasado remoto, en la Úbeda de su infancia, con algo de nostalgia, su pizca de amargura y cierta autocrítica. Todo ello implica un contraste entre el presente, con todas sus carencias, y el pasado tenebroso de la posguerra, donde carecíamos de libertad y, por ejemplo, los tontos y los homosexuales eran objeto frecuente de burla y menosprecio. El caso es que recuerda la relación con su familia, tanto en el pasado como en el presente, origen de muchos de esos recuerdos, sobre todo de las conversaciones mantenidas con su madre, de 90 años, y con su tío Juan, de 81. Rememora lo molesto que se sentía el padre al darse cuenta de que no seguiría su mismo camino (el trabajo en la huerta, en el mercado), que tampoco compartía su afición a los toros, además de criticarle la poca sangre que tenía, con todo lo negativo que ello conllevaba en aquel pequeño mundo rural. Así, los que carecían de sangre en las venas, en el habla ubetense, eran tachados de perros, de perrones. Muñoz Molina baraja las opiniones de la persona, del escritor, sobre aquello que afecta a su vida cotidiana, las pequeñas cosas que nos rodean y que nos hacen más grata la existencia, con sus recuerdos de infancia, los propios y heredados, tema este que ya conocíamos por otros libros suyos.  

Aparece en la narración como esposo, padre, hijo y abuelo (Leonor, su primera nieta, adquiere un cierto protagonismo), declarándose ecologista y partidario de un mundo más civilizado, tranquilo y silencioso. Defiende, para ello, una ciudad, Madrid en su caso, que sea más habitable, menos ruidosa y contaminada, por la que le gusta pasear y practicar el ciclismo urbano. Por el contrario, se confiesa propenso a las depresiones. Distingue, además, entre las vidas ásperas y las suaves (páginas 276—281), y en dos de los capítulos finales, el 220 y el 221, incluye una especie de cuento de Navidad.

Alude también a los libros que leyó y a la música que escuchó durante el confinamiento. Respecto a los primeros: una biografía de Hitler, el diario de Thomas Merton, las novelas de Simenon, pero sobre todo lee a Galdós, a quien le tributa un gran homenaje, junto al no menos explícito que le rinde a Juan Ramón Jiménez, al ponderar la idea del trabajo gustoso, en versión campesina, que le inculcó su padre, con quien sabemos ya que no siempre se entendió, aconsejándole: "Lo que hagas, hazlo lo mejor posible, aunque no saques ninguna recompensa". O la confesión de su propia ética estética (página 123). Y escucha las sonatas de Beethoven, como en un bucle. Relaciona, además, sus lecturas con determinadas experiencias personales. Así, en su caso, la función que desempeña la magdalena en la obra de Proust, la ocupa el olor que deja en los dedos las hojas de tomate, de cuyo cultivo su padre se mostraba orgulloso, sobre todo de la variedad doncella (página 119).

En su relato adquiere una cierta importancia el lenguaje, la conciencia de que el léxico de su familia campesina no era el mismo que el del estudiante y escritor que será en Granada, Madrid y Nueva York. Así, el fuego, en Úbeda, era lumbre; el rojo era colorao; la nube un nublo; las plantas no se cultivan, sino que se crían; un niño es un nene y un burro un borrico, el olivo es la oliva, y el mar es la mar; los muertos no se aparecen, sino que se presentan; el viento es aire; y los cerdos son marranos (páginas 86, 126, 199, 272 y 283). Y a este propósito, destacaría el relato de la matanza del cerdo, los sufrimientos que padece el animal, rito campesino que también relató con maestría Almudena Grandes en su novela Malena es un nombre de tango. En un momento dado, cuestiona el uso de un anglicismo que en nuestros días se repite una y otra vez, la denominada nueva normalidad (the new normal), sin que por ello deje de utilizar otros que también parecen imponerse de forma irremediable, aunque resulten igualmente innecesarios, como tentativa, exponencial o resiliencia (páginas 157, 170, 200 y 225).

Si en su anterior libro, Un andar solitario entre la gente (2018), con el que obtuvo el Premio Médicis 2020, al mejor libro extranjero publicado en Francia (el único escritor español que lo había obtenido hasta entonces era Enrique Vila-Matas, con El mal de Montano), exploraba lo que puedes observar estando en movimiento, comenta el autor, en este se ocupa de constatar aquello que puede atestiguarse con los movimientos limitados. Pero tanto si se ocupa del presente como si se centra en el pasado, trata sobre todo de los miembros más débiles de la sociedad, de los trabajadores, y se ocupa de ellos con respeto, cariño y afán de hacerles justicia. En diversas ocasiones critica la actitud de la extrema derecha durante el confinamiento (las caceroladas, el uso espurio de la palabra España…), las sinrazones de los antivacunas, el independentismo catalán (muy amigo también de las caceroladas), los "majaderos y malvados" de la política española, en todo el espectro político, y a las infinitas patochadas que circulan por la red, que ahora desempeñan un papel parecido, aunque mucho más dañino, al de los cotilleos malsanos de las vecinas durante su infancia y juventud en Úbeda. En cambio, mitifica el comportamiento actual de los ciclistas, que me parece que no siempre se comportan con tanta corrección como dice el autor (página 123). Muñoz Molina ha confesado que la experiencia del confinamiento lo ha cambiado y, de hecho, son dichos cambios los que se relatan en el libro. En suma, lo que se cuenta es cómo una experiencia traumática puede modificar nuestra visión del mundo, hacernos más conscientes de qué resulta importante y qué prescindible y sobrevalorado. 

En la cubierta, de Miguel Sánchez Lindo, hijo de Elvira Lindo, aparece el autor de espaldas, sentado en el balcón de su casa, con una copa de vino a mano, observando a los transeuntes y ciclistas que circulan por la calle, dibujando una escena que aparece en el libro, en la que el autor, desde la atalaya de su balcón en un tercer piso, observa la ciudad. Este libro, en suma, tiene mucho de testimonio, tanto sobre un determinado pasado como del presente más furioso. Forma parte de esa literatura que empieza a generar la pandemia, como la hubo de los atentados en Madrid del 11 de marzo del 2004. Pero, además, leer un libro es hacerse preguntas, por tanto no podemos dejar de preguntarnos a qué se refiere el título. El autor ha confesado que tiene un doble sentido: no se puede volver atrás y no tenemos más lugar que el presente. Cierto es. Del mismo modo, reflexiona sobre cómo debería ser la sociedad tras la pandemia: ¿se habrán producido, acaso ya, esos cambios positivos que se anunciaban? Pero también se pregunta en qué tipo de sociedad queremos vivir. A este respecto, quedan claras las aspiraciones del autor, que me parece que son las de no pocos lectores, yo mismo, entre ellos: deseamos habitar en una ciudad más justa para todos, mucho más tranquila, con menos ruidos y agresividad, más vacía (menos saturada de gente) y austera, donde se pueda transitar sin prisas y convivir en armonía con el resto de los ciudadanos. Pero, hoy por hoy, ese tipo de ciudad más habitable y sosegada me temo que supone una utopía.

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Estamos, en suma, ante uno de los mejores libros del 2021. Pero me gustaría añadir dos más que no he visto en los balances de fin de año: Eterno amor (Páginas de Espuma), de Pilar Adón, quizá ausente por su género, al tratarse de una novela corta; e Infierno, Purgatorio, Paraíso (Tusquets), de Jordi Ibáñez Fanès, quizá porque apareció a finales del 2021.

 

Fernando Valls es profesor de Literatura Española Contemporánea en la Universidad Autónoma de Barcelona y crítico literario.

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