Macrofestivales fuera de control: "Son lo más ultraliberal que hay"

Trabajadores de un festival echan agua a los asistentes

De un año para otro se nos olvida. El calor, los precios abusivos, las largas caminatas, el sudor, las aglomeraciones, esas colas interminables, las penurias variadas. No son pocos los que juran y perjuran que no volverán pero, por arte de temerario birlibirloque, están allí de nuevo. Volvieron al redil. España es el país del millar de festivales, por lo que, en realidad, resulta casi imposible escapar. A poco que te guste la música, en realidad, en temporada alta (que ahora va como poco desde abril hasta octubre), apenas tienes otra posibilidad. Los macrofestivales están en todas partes y engullen todo a su paso, principalmente las carteras de todos aquellos que alcanzan con sus manos.

Pero es que hay más. Entradas y abonos a precio de oro (siempre con la posibilidad de pagar por ser VIP y más que los demás), trabajadores maltratados al margen de la normativa laboral, asistentes que pasan por allí por la fiesta sin el menor interés por los conciertos, una mayoría de músicos mal pagados para que los cabezas de cartel puedan cobrar sus cachés millonarios año tras año cada vez más inflados y disparatados. Consumidores expoliados. Dinero público a espuertas para empresas privadas, no pocas ya en manos de fondos de inversión estadounidenses principalmente interesados en los beneficios con la excusa de la música y la cultura. 

'¡Viva el mal, viva el capital!', decía una Alaska entonces mutada en Bruja Avería y que, sorpresa, estaba resultando ser tan visionaria como sincera. "En otros ámbitos de la vida sí que tenemos una mirada crítica, pero parece que el mundo de la cultura, y específicamente el de la música, es un espacio de ocio en el que no hay que cuestionarse nada y donde ancha es Castilla mientras lo pasemos bien. Castilla es ancha, digamos, pero realmente están pasando muchas cosas que deberíamos como mínimo tener en cuenta y problematizar para que luego, a partir de ahí, que cada cual asuma su parte de responsabilidad o haga lo que quiera", avisa Nando Cruz (Barcelona, 1968) en conversación con infoLibre.

Este periodista musical de larga trayectoria es también autor de Macrofestivales, el agujero negro de la música (Ediciones Península), ensayo en el que disecciona la poderosa y desbordada industria de unos grandes festivales que, aunque nacieran como encuentros de espíritu contracultural para melómanos, se han convertido en la máxima expresión del capitalismo: fomentan el hiperconsumismo, homogeneizan la oferta, extreman la desigualdad entre artistas, precarizan a sus trabajadores, engañan y saquean al público, desoyen la emergencia climática y se escudan en las leyes del libre mercado mientras exigen cantidades ingentes de dinero público. 

El libro, profusamente documentado, da cifras y cuenta con entrevistas a músicos como el colíder de la banda española Rufus T. Firefly, Víctor Cabezuelo, quien afirma sin rodeos, a partir de su experiencia batallando contra la máquina desde dentro de la máquina, que los festivales son "lo más ultraliberal que hay", la máxima expresión del libre mercado y el turbocapitalismo. Algo refrendado por Cruz: "Es que es así, los festivales son lo más ultraliberal que hay, y Víctor no es el único que lo piensa, lo que pasa es que no hay muchos que se atrevan a decirlo. Poco a poco se va rompiendo este silencio que todos sabemos que existe alrededor de este negocio porque es pan para hoy y hambre para mañana para muchísima gente. Los que suben son pocos y para que puedan subir tienen que pisar a muchísima gente que no son solo músicos, sino también trabajadores de barras, montadores de escenarios y otros que están cobrando sueldos ridículos mientras se está pagando más de un millón de euros por una superestrella".

Porque un macrofestival es una "estructura piramidal" en la que, según el autor, "todos los de abajo han de recortar sus salarios para poder pagar el máximo al de arriba, que se supone que es el que atrae a la mayoría de público". "Muchas veces es así, pero más allá de las leyes del mercado hay un mínimo de dignidad que hace que sea vergonzoso que un mismo empresario que está dejándose chantajear por agentes de grandes artistas internacionales, al mismo tiempo esté ejerciendo este mismo chantaje con los grupos de abajo", denuncia, para advertir acto seguido de que "esto no es para nada cultivar la salud musical de un país, sino trabajar para que el de arriba siga ganando más, plegándose a las exigencias del de arriba y pisando al de abajo".

El reverso de esos fines de semana trepidantes de sol, fiesta de día y de noche, pulseras, confeti, focos y conciertos. Eso esto todo lo que acaba en el agujero negro de los festivales, lugares físicos y emocionales literalmente fuera de control tanto cualitativa como cuantitativamente. Tan atrayentes como repugnantes, la fórmula perfecta para secuestrar almas. "Como mínimo somos víctimas y culpables", concreta Cruz, quien reconoce en primera persona ser tan contradictorio como cualquiera. "Y dices yo no vuelvo más a este sitio infame pero al año siguiente te anuncian a tu artista favorito y te lo comes con patatas", confiesa divertido, para retomar rápido el tono serio: "Ocurre que vivimos vamos una presión brutal de la publicidad que nos insiste por activa y por pasiva en que tenemos que estar allí, mientras los propios festivales te están diciendo o vienes aquí a ver esto o no lo vas a ver nunca más. Te ponen entre la espada y la pared, pero que cada cual decida, yo tiendo a no culpar al público".

El público, es decir, cualquiera de nosotros, bastante tiene con sobrevivir en este sistema que te atraca en todo momento y en todo lugar. Como con los grandes conciertos, todo empieza por el precio de las entradas, pero en el caso de los macrofestivales la experiencia (de saqueo, no musical) es mucho más salvaje por estar varias decenas de miles de personas reunidas en un recinto saturado de publicidad de marcas. Personas que tienen que hidratarse y alimentarse pasando por caja, pues ya se sabe que está prohibido introducir víveres del exterior. 

El macrofestival no es un espacio donde consumes música sino donde tienes que consumir de todo. Son espacios donde tienes que salir con los bolsillos vacíos porque así lo tiene planificado el empresario

Nando Cruz — Autor de 'Macrofestivales, el agujero negro de la música'

"Esto demuestra que por muchos festivales que se estén montando en este país, la manera de que sean rentables no es la venta de abonos, sino todo el dinero que obtienes de cada espectador vendiéndoles cerveza, vasos reutilizables, hamburguesas o lo que sea. Metiéndoles ahí dentro del recinto y no dejándoles salir hasta que se hayan gastado 80 euros cada uno. Eso es lo único que puede hacer rentable un macrofestival y no la venta de los abonos", argumenta el periodista, quien añade: "Esto, por otro lado, constata que el macrofestival no es un espacio donde consumes música sino donde tienes que consumir de todo. Son espacios donde tienes que salir con los bolsillos vacíos porque así lo tiene planificado el empresario".

Ahí aparece, por ejemplo, otro de los inventos para que el público festivalero pueda gastar más cómodamente: las pulseras cashless que se recargan previamente y con las que se paga en las barras sin efectivo ni tarjeta. "Son todo inventos y sistemas para conseguir que durante esos tres o cuatro días te dejes todo el dinero posible", en palabras de Cruz, quien denuncia que a los consumidores "se les hacen todos los timos posibles para quedarse el máximo dinero", por ejemplo, con estas pulseras, cuando los festivales te dicen que se quedan lo que faltara por gastar si no lo has reclamado en cinco días, u otros que te dicen que si es menos de 1,5 euros se los quedan también. "Son timos y robos uno detrás de otro y la administración aquí no entra", apostilla.

Una administración que, al mismo tiempo, riega con dinero público estos eventos multitudinarios con la promesa de atraer visitantes y, por extensión, riqueza a los territorios. Ocurre en Madrid y Barcelona, pero también en multitud de ciudades y poblaciones de toda la geografía española. Es una subasta que nada tiene que ver con la música, que convierte a los grandes festivales en la única manera de disfrutar de la música mientras se olvida el tejido necesario para mantener viva la oferta cultural el resto del año. 

Porque, en última instancia, poner dinero público a empresas privadas que en "muchísimos casos son rentables es un sentido" cuando, además, al parecer "no sobra dinero para cultura", tal y como plantea el autor, recordando que luego hay colectivos mucho más modestos que piden 5.000 euros para sacar adelante una programación de un fin de semana "y se les está escatimando". "España es un país que está aportando alegremente mucho dinero público para alimentar este circuito de festivales y no está exigiendo nada a cambio porque no está regulando ni controlando las prácticas de contratación de artistas, las condiciones laborales de los trabajadores, y se está desentendiendo completamente de los abusos que puedan sufrir los consumidores cuando se les prohíbe entrar con comida en los recintos o se les obliga a pagar dinero para volver a salir y entrar", denuncia.

Me temo que la burbuja de los festivales está, como mínimo, lejos de explotar

Nando Cruz — Autor de 'Macrofestivales, el agujero negro de la música'

La vuelta de tuerca total a este dispendio es la aparición de fondos de inversión internacionales que están "invirtiendo un pastizal en comprar acciones de festivales e incluso de conglomerados de festivales", de manera que todo ese dinero público que supuestamente se invierte para fomentar la cultura por estos lares termina floreciendo allende los mares. "Estamos debatiendo desde 2008 o 2009 cuando va a estallar la burbuja de los festivales y aquí no explota nada. Mientras tanto, en el otro lado del Atlántico habia gente husmeando que vio que en los festivales españoles se mueve mucho dinero. Me temo que la burbuja de los festivales está, como mínimo, lejos de explotar", señala.

Todo esto lleva a Nando Cruz a asegurar que, ahora mismo, el mundo de los festivales es una especie de far west en el que cada cual opera como más o menos le viene en gana". "Se está tratando a trabajadores de festivales peor que a temporeros que recogen fruta, precisamente porque es un tipo de negocio que aparece y desaparece en tres días. Diez días después el festival se ha desmontado y lo que ha pasado ahí dentro ahí se queda", plantea, denunciando que en temporada alta, los trabajadores y montadores "empalman un festival tras otro sin descanso".

Sea como fuere, si hay tanto festival es que hay público. No solo español, no sería suficiente así, de ahí la llegada masiva cada verano de asistentes de multitud de países (algo que, a su vez, se vende erróneamente como un logro). Y, una vez agotado el público interesado en la música, el crecimiento constante de los festivales ha terminado convenciendo, en plena obsesión por el crecimiento capitalista, a miles y miles de personas que acuden a la llamada de la selva festivalera sin tener el más mínimo interés por la música. Es la instauración de un modelo vacacional que también empuja los precios al alza mientras ante nuestros ojos "la música en vivo se está convirtiendo en un producto de lujo", si acaso no lo es ya.

"Están empezando a crecer generaciones de personas en este país para las cuales el macrofestival es el modelo de consumo de música en vivo, y ya la idea de meterse en una sala a ver un único concierto empieza a ser una cosa de ciencia ficción para ellos", advierte de nuevo Cruz, quien recuerda que este tipo de eventos en el pasado eran "una opción más", por lo que el problema es que ahora es la "opción prácticamente única que se tiene en muchas capitales de provincia". "La pena es que la posibilidad de disfrutar de la música en vivo sea únicamente en recintos con 40.000 personas, pantallas de vídeo, grupos solapados. Deberíamos poder tener otras maneras de consumir música en vivo porque yo creo que esto no genera público para la música, sino en todo caso para más festivales", opina.

Y aún prosigue: "Es evidente que tenemos muchísimos más festivales que salas en las que pudieran tocar grupos durante el año. Y para mí esto es lo que demuestra que estamos desbordados de macrofestivales, porque no hay público para tanto a no ser que venga del extranjero y porque cuando llega el otoño aquí no pasa nada. Además, el tamaño es la clave, ya que cuando tienen estas dimensiones macro la experiencia estrictamente musical pasa en muchos casos a un segundo plano y se convierte en un entorno más de socialización, que no me parece mal, pero las condiciones de acústica y visibilidad en las que muchas veces tenemos que ver los conciertos no solo no son las idóneas, sino que a menudo son un timo. Estás pagando mucho dinero para ver a un grupo a través de una pantalla a 200 metros mientras se te cuela en el oído el sonido de otro grupo que está actuando en otro escenario, Eso para mí es un fraude".

Los macrofestivales son un espejismo que nos hace pensar que vivimos en un país con mucha riqueza y variedad de música en vivo, pero yo creo que no es así

Nando Cruz — Autor de 'Macrofestivales, el agujero negro de la música'

Además, resalta que en España tenemos unos festivales con un tamaño que "no responde a la demanda real de melómanos en este país", sino que se llenan muchas veces de gente que va a pasarlo bien "como otro día irán al fútbol sin ser especialmente seguidores de ningún equipo" o a cualquier otro evento de esos a los que te dicen que "tienes que ir al menos una vez en la vida". "El problema es que los macrofestivales han crecido muchísimo, hasta el punto de ofrecer una experiencia que considero insatisfactoria", lamenta, antes de lanzar de la mano otra reflexión: "Aunque aparentemente es un país muy saludable musicalmente porque tiene muchos festivales, este es un país en realidad con una salud musical bastante precaria. Los macrofestivales son un espejismo que nos hace pensar que vivimos en un país con mucha riqueza y variedad de música en vivo, pero yo creo que no es así".

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La variedad a la que se refiere la ponían los pioneros que organizaron los primeros festivales al sur de los Pirineos allá por los primeros años noventa. Melómanos que montaban saraos para, en última instancia, poder ver ellos mismos a sus artistas favoritos. Pero progresivamente el tamaño de sus ideas se agigantaba edición tras edición, pagando cada vez más y más por los mismos artistas, congregando a más gente hasta resultar ingobernables y terminar siendo comprados por, como decíamos, fondos de inversión insaciables. De esta manera, aquellas reuniones de fans de antaño ya no "generan comunidad", sino que los festivales se dedican a "gestionar masas de personas". "No juntas a la gente, sino que la separas y, de hecho, hay tanta gente que tienes que montar dos conciertos buenísimos a la misma hora para que se separen y no acaben aplastados unos contra otros", indica el periodista.

Por eso, continúa llamando de alguna manera a una vuelta a las raíces y la mesura: "Lo macro en la música es muy problemático. El problema es el tamaño. Hay una cantidad de gente a partir de la cual ya no es disfrutable porque no puedes ver ni oír las cosas como deberías. A veces parece que se nos ha olvidado que hay otras formas de disfrutar la música. Pero sigue habiendo festivales pequeños, encuentros mucho más modestos y más humanos que son entornos ideales, espacios a reivindicar y defender no solo como espectadores sino también como administraciones, que son las que tienen la responsabilidad máxima y están regalando dinero a lo macro y a lo especialmente rentable, enriqueciendo encima a fondos inversores internacionales mientras niegan el apoyo a propuestas mucho más modestas que pueden ser mucho más enriquecedoras cultural y socialmente para la gente".

Y termina dibujando un mundo que, seguramente, pronto nos sorprenda más de lo que nos sigue sorprendiendo Black mirror en 2023. "El turbocapitalismo encuentra en los macrofestivales una piscifactoría de gente a la que saquear de muchas maneras, ofreciéndole mucho pero al final dándole mucho menos de lo que le está ofreciendo. Y, por otro lado, también monitorizando constantemente a estos espectadores a través de pulseras cashless para saber cuales son sus gustos, cuanta cerveza es capaz de consumir, a qué hora bebe más, cuanto aguanta dentro de un festival, con qué grupo ha bebido más cerveza, y a partir de ahí intentar acosarlo durante el resto del año por las redes".

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