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¿Quién puede permitirse jugar a un videojuego infinito?

Imagen de 'The Legend of Zelda: Tears of the Kingdom'.

En 1986, The Legend of Zelda era la historia de Link, un personajillo cabezón que salvaba a espadazos a su princesa. Hoy, casi cuarenta años después del lanzamiento de ese primer videojuego de la franquicia y tras una treintena de alabadas entregas, su protagonista es mucho más: Link sigue siendo héroe y espadachín, pero ahora también es arquero, minero, jinete, cocinero, druida, carpintero, ingeniero aeroespacial y hasta patinador. Sin embargo, lo es solo en la medida en que el propietario de una Nintendo Switch —la consola en la que acaba de aterrizar con estruendoso fervor el último juego de la saga, The Legend of Zelda: Tears of the Kingdom— quiera, pueda y sepa dominar tantos mecanismos. La superproducción del estudio japonés eleva cada una de las convenciones decanas de la franquicia de fantasía y aventuras trasladándolas a un mundo vasto, lleno de cosas que hacer, secretos que descubrir y batallas que librar. Donde un día hubo rutas marcadas y desafíos ordenados por exigencias del guion, ahora hay un mar de posibilidades que no parece acabarse. Pero ¿quién puede permitirse jugar a un videojuego infinito?

“Tienes que cambiar el chip”, advierte Ainhoa Marzol, autora de la newsletter sobre cultura de Internet Gárgola digital y jugadora de Zelda. La franquicia —a la que de aquí en adelante nos referiremos simplemente así, por el nombre de la princesa que, cuatro décadas después, Link sigue salvando del peligro en cada juego— forzó a sus habituales a hacer ese mismo esfuerzo mental en 2017 con el lanzamiento de Zelda: Breath of the Wild, videojuego del que Tears of the Kingdom es una secuela directa y que rompió el equilibrio de la receta tradicional para inclinarlo todo en favor de un ingrediente predominante: la libertad.

En Hyrule, el mundo fantástico donde se ambientan los juegos, esa libertad se traduce en miles de minutos disponibles. Enfrentarse a duraciones como esa sin estar totalmente convencido de qué experiencia se quiere extraer del juego puede ser un error fatal. De ahí que, como indica Marzol, el chip del puro completismo ya no valga. “Al ser tan vasto, es imposible que se convierta en algo a completar. Tienes que mirar hacia delante y decir: bueno, iré haciendo. Son tantas las horas que tendrías que dedicar para pasarte el juego, que, de verdad, tienes que hacerlo por disfrute. Son horas invertidas en ti mismo”, señala. “Van a ser un millón de horas, así que espero que las hagas a gusto, porque si no estás jodidísimo”.

Los juegos 'mainstream' llevan años tirando hacia esos mundos abiertos gigantes. Esa pregunta de quién puede permitirse echarle más de cien horas a un juego es la que le estamos haciendo muchas a la industria desde hace tiempo. Quién puede y quién quiere

Clara Doña — Crítica cultural

Tanto en Breath of the Wild como en su recién estrenada continuación impera una libertad de hierro. El oxímoron es la única manera de arrojar luz sobre la extraña sensación que rodea a los dos videojuegos: en ambos, el espacio de posibilidades es tan extenso que unas veces propele al jugador a través del mundo digital, movido por puro instinto aventurero, y otras lo paraliza. Clara Doña, crítica cultural que comenta videojuegos en AnaitGames, Loop y Nivel Oculto, no tiene claro si Zelda: Tears of the Kingdom podría resultarle más o menos agobiante a quienes que ya se hayan medido con la entrega anterior: “Para mí, es todavía más abrumador el hecho de saber todo lo que hay en Hyrule y querer ir a verlo”.

Si propuestas de estas dimensiones tienen un alcance tan masivo, pese a su difícil encaje entre las apretadas rutinas diarias de los trabajadores y la vida brevísima de los productos culturales actuales, será por algo. “Es el signo de los triple A [las grandes superproducciones, los blockbusters de los videojuegos]. Los juegos mainstream llevan años tirando hacia esos mundos abiertos gigantes. Esa pregunta de quién puede permitirse echarle más de cien horas a un juego es la que le estamos haciendo muchas a la industria desde hace tiempo. Quién puede y quién quiere”, puntualiza Doña. Existe cierta fuga de usuarios hacia el mercado indie, con títulos más escuetos y manejables, pero es indudable que entre el gran público mandan cada vez más los universos interminables. “Sé que la gente que juega a videojuegos mainstream se lo puede permitir, porque lo hace. Los videojuegos mainstream están ahí por una razón y es porque venden”.

Aun así, la experiencia de los nuevos Zelda puede aturullar incluso a los más familiarizados con el medio. Le pasó a Xavi Robles, cofundador de AnaitGames y Eurogamer España —dos referencias del periodismo de videojuegos en nuestro país— y luego impulsor de Vizz, una agencia de representación de creadores de contenido íntimamente vinculada al campo, y Dux, un club híbrido de deporte real y virtual. Pese a haber mirado los videojuegos durante décadas y desde tantos ángulos diferentes, Robles no pudo con la vastedad del último Zelda.

“Creo que hay gente a la que le gustan los mundos abiertos y otra que busca experiencias más inmediatas”, explica Robles. “Yo, en los últimos años, estaba acostumbrado a este segundo tipo de juegos y Tears of the Kingdom me abrumó. Te sueltan en un universo, no te dicen lo que tienes que hacer, y esa falta de guía me generaba cierta desazón. Ves montañas y cuevas al fondo y dices: ¿tengo que ir a todas? ¿Habrá algo superimportante en ellas y me lo estoy dejando? Tienes demasiadas preguntas versus lo que estás disfrutando”.

Entonces, como haciendo caso del consejo de Marzol, el empresario y creativo cambió el chip. “Jugando con un amigo, le dije que pusiera mi partida. Al verlo jugar a él y no tener que estar tomando yo las decisiones, entendí que la manera en la que él estaba jugando era más dejarse llevar. Creo que la clave, en parte, es aprender tú, como persona, fuera del juego, a querer fluir. Yo lo he hecho explorando lo que me da la gana; si una región me agobia, pues me voy a otra. He aprendido a gestionar mis emociones fuera para que luego, dentro del juego, lo pueda disfrutar”, cuenta. “Llevaré ya trece o catorce horas y me lo estoy pasando pipa”.

Salvado el primer escollo de ese desconcierto catatónico en el que puede inducir la inmensidad desatendida de Zelda, el jugador se planta ante un mundo mágico y pseudomedieval donde conviven diferentes tribus bajo el mandato de una corona cuya princesa, la protegida de Link, ha desaparecido en extrañas circunstancias. Así, la misión principal del protagonista es dar con su paradero, pero los hyrulanos que pueblan las numerosas aldeas, posadas y caminos del continente tienen muchos otros encargos para el espadachín. No es raro que, en medio de la épica, uno acabe enfrascado en cientos de tareas de recadero por un puñado de rupias, la moneda del juego. ¿Acaso hemos terminado por jugar a trabajar?

“Tienes una lista de tareas y hay cosas que completar, pero es que así son casi todos los juegos triple A de ahora”, responde Marzol. “La estructura de juego que ha salido victoriosa en este capitalismo de la atención es este formato de hacer tareas y recibir recompensas, que es la misma estructura del trabajo, ¿no? Creo que la idea viene un poco de ahí. Hay algunos que son más exagerados, en los que directamente tienes que llevar un bar, y otros son más disimulados”. Doña coincide, proponiendo una explicación plausible a esa pulsión nuestra por fichar también en el mundo virtual: “Siempre ha habido juegos sobre trabajar porque no trabajas de verdad, es una ilusión. Normalmente no jugamos a lo que trabajamos, es performativo. Y no creo que haya nada malo con el jugar a trabajar en sí, si es más ilusionante que el trabajo de verdad y no tienes a tu jefe gritándote. Hay algo de fantasía incluso en eso: en la fantasía también hay trabajo”.

La última entrega de la franquicia dibuja su propio tirabuzón frente a la fórmula clásica con la inclusión de una serie de objetos, como turbinas, cohetes y motores, que Link puede utilizar para ensamblar todo tipo de invenciones

Los aficionados a Zelda reconocerán en la orografía de Tears of the Kingdom lugares donde ya han repartido pescado, despejado caminos o entregado paquetes antes. Siendo una continuación directa de Breath of the Wild, el jugador controla al mismo personaje y recorre el mismo mapa; no obstante, el mundo ha cambiado y los mecanismos que median en su relación con él también. La última entrega de la franquicia dibuja su propio tirabuzón frente a la fórmula clásica con la inclusión de una serie de objetos, como turbinas, cohetes y motores, que Link puede utilizar para ensamblar todo tipo de invenciones, desde rudimentarios vehículos que se caen a trozos hasta auténticas máquinas de guerra tecnológica. Curiosamente, la tierra legendaria que Nintendo fabricó como una ensoñación hecha de imposibles ha terminado convertida en una distopía consagrada a la imaginación científico-técnica del XIX.

“Es loco que hasta los videojuegos estén sujetos a los sistemas y las imposiciones del capital, que acabar haciendo estas cosas en uno nos parezca normal, pero inventar un sistema distinto no es fácil”, expresa Doña. “También es culpa del equipo creativo: ¿necesitaba Zelda cohetes? Mucha gente dirá que sí, seguro, porque son divertidos. Si los hay, los quieres usar, claro, pero ojalá no los hubiera”. El hecho es que, en los últimos días, las redes sociales se han llenado de imágenes en las que los jugadores más duchos con los nuevos poderes de Link presumen de sus construcciones: en Twitter, la capa y la espada han dado paso a los androides, las naves equipadas con láseres y los bombarderos. Esta subida del estándar de la habilidad que exige Tears of the Kingdom, especialmente tan cerca del lanzamiento del videojuego, ha intensificado esa presión abstracta que está dejando a muchos usuarios atrás.

“Hoy en día, con las redes sociales, es imposible que un juego, cuando alcanza cierta notoriedad, no se convierta en una experiencia colectiva, por mucho que sea para un jugador”, apunta Marzol. El rapto de creatividad delirante que se ha apoderado de la comunidad de Zelda estas semanas no es solo un pozo de vídeos virales donde los jugadores pervierten y empujan los límites de esa libertad creada por Nintendo: la acumulación de discursos y experiencias también está institucionalizando como correcta una forma específica de jugar a Tears of the Kingdom que no está al alcance de todos.

'Zelda: Tears of the Kingdom' es un videojuego sorprendentemente sujeto a las emociones. Su fantasía de libertad sin bordes, utópica en la teoría, no parece arraigar del todo si la relación del jugador con el mundo exterior y consigo mismo no es propicia

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“Hay algo muy de compartir, pero también una competitividad en cuanto a ver quién hace la cosa más loca”, lamenta Doña. “También pasaba con Breath of the Wild. Son cosas que requieren una habilidad que no es accesible ni imitable por todos. Me parece perjudicial para lo que el juego propone, que es: haz lo que quieras, no tienes por qué construir; sin embargo, estas imágenes parece que me fuerzan a intentarlo”. Cuando uno todavía se está peleando con las dinámicas más básicas de un videojuego que acaba de ponerse a la venta, ver en Internet que otros usuarios ya han aprendido a montar tanques y helicópteros puede ser descorazonador. De hecho, eso contribuyó a la mala experiencia inicial de Robles: “Me intimidaba. Como yo no sabía ni encender una hoguera, ver que había gente que hacía robots me alejaba tanto…”, recuerda. “Lo que sí me ha ayudado ha sido compartir experiencias con gente que estaba en un punto similar al mío y asumir que hacer robots es una posibilidad, pero no una obligación. Esa metacapa de los chismorreos con los colegas, de mirar vídeos y aprender… Aunque sea un single player, Zelda es un juego para jugar en comunidad”.

Zelda: Tears of the Kingdom es un videojuego sorprendentemente sujeto a las emociones. Su fantasía de libertad sin bordes, utópica en la teoría, no parece arraigar del todo si la relación del jugador con el mundo exterior y consigo mismo no es propicia. Este vínculo se oficializó a través del famoso spot publicitario lanzado por la división australiana de Nintendo, en el que un hombre blanco de mediana edad apagado y gris, hastiado por el trabajo e incapaz de ver belleza en los paisajes de su entorno reconecta con la vida después de jugar al último Zelda. El anuncio fue recibido con ternura y los fans más talluditos de la saga se sintieron interpelados directamente, pero hubo otros que identificaron la problemática relación trabajo-vida que representa. “No me gustó demasiado”, opina Robles. “Al final, no creo que los videojuegos sean una solución para ningún problema de la vida real, ni que la evasión tan glorificada sea algo especialmente positivo”.

Una vez más, la batalla por fijar el significado de The Legend of Zelda: Tears of the Kingdom se dirime en lo emocional. La ficción que aliena a unos por su desconexión del mundo moderno o, precisamente, por estar demasiado en sintonía con lo peor de él, puede servir a otros para, a través del juego, conectar de formas insospechadas con el exterior. “Me pareció muy guay que lo cogiesen desde ese punto de vista, de cómo te hace sentir”, replica Marzol sobre el spot, “porque es lo que me pasa mucho con el Zelda. Yo soy jugadora casual y Zelda ha sido el primer gran juego que de verdad me ha calado. El año pasado estuve en Taiwán y el monte me recordaba a ciertas zonas del juego. Tenía la sensación de estar dentro. Y en las Azores me pasó lo mismo: un paisaje que había vivido dentro de una consola era trasladable afuera, y eso no me había pasado antes. Es muy guay vivirlo de una forma tan intensa”. 

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