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LA PELÍCULA DE LA SEMANA

'Super Mario Bros: La película', el conformismo ochentero que Nintendo y Mario merecían

Fotograma de la película 'Super Mario Bros.: La película'

En 1992, Chris Crawford salió bramando de una sala llena de profesionales del videojuego, espada en mano. Después de un discurso de despedida en el que citó a Don Quijote y que culminó al grito de “¡a la carga!” mientras esgrimía un sable, el diseñador abandonó el auditorio de la GDC, uno de los mayores eventos de videojuegos del mundo. Lo había creado él mismo, organizando la primera edición en el salón de su casa, pero con aquel adiós dejaba atrás la industria para pasarse al lado del pensamiento y la teoría. Estaba frustrado por la deriva del sector: sentía que su mundo no estaba avanzando ni en la dirección ni a la velocidad adecuada. Y resumió el problema en un término que se le atribuiría desde entonces: el verbo, como forma de designar cada una de las acciones que puede ejecutar un jugador en un videojuego. Él llamaba a una sustitución radical de los verbos del “razonamiento espacial” —saltar, correr, golpear, etc— por unos verbos del “razonamiento social” que permitieran contar historias más profundas. Sin embargo, con los años su concepto ha terminado siendo útil para reivindicar precisamente el valor de esos videojuegos donde la trama está en la propia mecánica, donde toda una historia puede contarse con apenas unos brincos. Videojuegos, claro, como los de Mario. El fontanero de Nintendo, personaje imprescindible de la cultura pop global, se ha consagrado por fin en el cine —tras cuarenta años dominando el ocio interactivo— con una película de animación que acaba de llegar a las carteleras. Disfrutarla es de lo más sencillo, pero se corre el riesgo de valorarla por lo que no es si no se atiende a lo esencial: sus verbos.

Super Mario Bros.: La película es tan esquelética en lo narrativo como el grueso de los títulos para videoconsolas de su protagonista: toda su dramaturgia gravita en torno al esquema del bigotudo rescatando a un ser querido en apuros. En este caso, Mario y Luigi son dos hermanos con una empresa de fontanería fracasada en Brooklyn que se ven arrastrados a una dimensión paralela llamada Reino Champiñón. Allí, Mario se topa con otras figuras reconocibles del catálogo nintendero, como Toad, Peach o Donkey Kong; Luigi, en cambio, tiene peor suerte y aterriza junto a Bowser, el tirano reptil de cuyas garras parten a rescatarlo su hermano y sus nuevos aliados. La película la ha producido Illumination, el estudio de animación responsable del universo de Gru y los Minions, aunque bajo la estricta tutela de la propia Nintendo. No había otro sistema posible para sacar adelante esta adaptación tras la experiencia traumática que supuso la última adaptación de Mario a la gran pantalla.

En los años noventa, la legendaria compañía de videojuegos japonesa era mucho menos celosa de su propiedad intelectual, hasta el punto de permitir el estreno de algo como Super Mario Bros. (1993): una adaptación de imagen real con Bob Hoskins, John Leguizamo y Dennis Hopper tan libre y sorprendente como fallida, errática y desprovista del menor interés por Mario y su universo. La película que hoy puede verse en salas es todo lo contrario: de tan formal y piadosa con respecto a la historia pasada del personaje, llega a resultar incluso notarial; especialmente, en su repaso por los espacios del Reino Champiñón y las formas de desplazarse por ellos que han ido grabando para la posteridad varios centenares de entregas en otras tantas consolas. Y sobre todas ellas gobierna el salto.

Es famosa la anécdota de cómo Shigeru Miyamoto, el padre de los Super Mario y otros tantos juegos fundacionales de Nintendo —transformados luego en marcas multimillonarias—, sacó la idea para The Legend of Zelda del sentimiento de aventura que le inspiraba explorar un bosque cercano a su casa de niñez. Crawford, el teórico quijotesco obsesionado con los verbos, tiene algunas historias de infancia parecidas, llenas de arroyos, serpientes y otros motivos que se resumen, en definitiva, en una inclinación natural por la épica. Pero el meollo de Mario es otro: los juegos del fontanero no arrancan con una voluntad aventurera que obliga, por el camino, a perfeccionar ciertas destrezas; al contrario, su combustible es una pulsión cinética, casi animal, que hace que la trama se ponga en marcha. En su caso, la pulsión de saltar.

La principal virtud de la película es su capacidad, en medio de una odisea vertiginosa que no da ni un respiro a lo largo de hora y media de metraje, de detenerse a enfatizar la importancia de los brincos. El Mario de la cinta, al contrario que en la mayoría de sus videojuegos, no es un maestro del salto desde el principio. Sus movimientos son, más que torpes, naturales y necesita aprender y practicar para ponerse sus habilidades al nivel que el reto requiere. Durante ese entrenamiento, lo vemos sufrir unas caídas que nadie que conozca mínimamente al personaje habría imaginado que vería jamás. En la película de Illumination, la conexión genética de Mario con el slapstick está más viva que nunca.

El fontanero bigotudo y su mundo han encontrado en las dos dimensiones de la pantalla de cine la profundidad que no consiguen ni los títulos más excelentes de su última etapa en consolas, ya instalados en un estimulante 3D. Profundidad, si se quiere, en un sentido cultural. Sobre los movimientos de la película —sean golpes a unos bloques de ladrillo, tropiezos fatales, derrapes en kart…— operan lógicas más propias de la narrativa cinematográfica que de la interactiva, como el peso, la inercia o el dolor. Hay un momento especialmente revelador a este respecto: en una pista de carreras hay tirada una de las clásicas cáscaras de plátano que minan los juegos de conducción de Mario, salidas de no se sabe dónde y aguardando su oportunidad para hacer resbalar a algún corredor. En la película, maldita con la necesidad fílmica de dar a todo una causa, desenmascaramos por fin al mono que, tras comerse un plátano, tiró al suelo la primera piel.

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Por lo demás, el espectador se enfrenta a una historia con el andamiaje mínimo, sin más motivaciones que las justas ni excesivo interés por construir un entramado de secuelas y spin-offs a su alrededor y con algunas elecciones musicales discutibles, más allá de la correcta orquestación de las viejas melodías de Koji Kondo. Incluso en ese sentido, Super Mario Bros.: La película no es más que una película ochentera condenada a esperar hasta hoy para ver la luz.

Quizá algunos esperaran que el último bote del fontanero a la gran pantalla sirviera para darle un giro revisionista, colocándolo en escenarios extraños y obligándolo a actualizarse, como han hecho ya los videojuegos: Mario en un mundo de dinosaurios, Mario en una Nueva York alternativa, Mario en la Luna… El problema es que el recorrido cinematográfico del monigote, salvando una casi desconocida versión de anime, empezó por ahí: por una película marciana, fantasmal y decadente como la de 1993. El problema, en otras palabras, es que a Mario le llegó la parodia antes que el canon.

La de Illumination es la película seminal que Mario aún no tenía, una especie de back to basics que, de tan basic, parece por momentos hecha hace 40 años, cuando debió haberse estrenado. Ahora bien, que ese desfase se traduzca en un repaso acomodaticio por una larga lista de referencias obligadas y guiños a los fans, propongo, no es tanto culpa de la propia película como de los miedos encorbatados que destila, sin excepción, el cine-IP de hoy. No parece casualidad que Super Mario Bros.: La película se haya estrenado justo una semana después que Dungeons & Dragons: Honor entre ladrones, otra adaptación de una franquicia —en su caso, un juego analógico y no digital— reseñada también aquí. El problema de aquella era pretender colocar el logo de la marca sobre una plantilla cualquiera y olvidarse de las experiencias que se derivan del material que decía adaptar. A la del fontanero le pasa lo contrario: la sensación inigualable de jugar a un Super Mario está ahí, capturada y traducida al detalle. Solo falta todo lo demás.

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