LA PELÍCULA DE LA SEMANA

‘Dungeons & Dragons: Honor entre ladrones’: con una Marvel tenemos bastante, gracias

Fotograma de la película 'Dungeons and Dragons'-

Un grupo de chavales se reúne en un sótano después del instituto para inventar historias, proferir hechizos y lanzar unos dados poliédricos ante un narrador. La imagen es casi universal: se trata, claro, de una partida de rol. En la mayoría de casos, seguramente de un juego en concreto, el archiconocido Dungeons & Dragons. Puesto de moda otra vez tras su esplendor ochentero y noventero por Stranger Things —mal que pese a los habituales que llevan guardando el fuerte medio siglo—, el rol vuelve a ser popular estos días en Hollywood, donde cada vez más creadores se descubren como amantes fervorosos de la marca que aquí conocemos como Dragones y mazmorras. Los últimos años han visto cómo poco a poco regresaba el interés por el juego, una resurrección que cristaliza esta semana con el estreno en cines de la película Dungeons & Dragons: Honor entre ladrones.

La cinta, dirigida por John Francis Daley y Jonathan Goldstein, presenta a un grupo de mangantes con corazón que malvive en un mundo mágico. El cabecilla de la banda es Edgin (Chris Pine), un embaucador recién fugado de prisión que convence a viejos y nuevos amigos para dar un gran golpe y recuperar una reliquia perdida. Este planteamiento, entre la épica y la parodia, es el cordón umbilical que conecta la película con el juego original, al menos en espíritu. Porque aquellas partidas iban, sobre todo, de contar historias. Más allá de las escaramuzas, las criaturas y los tesoros, su núcleo estaba en el propio acto de relatar y compartir esa narración con otros. Por eso, Dungeons & Dragons: Honor entre ladrones hace bien en prescindir de la complicidad de los guiños oscuros para quedarse con lo más aprehensible y humano de su materia prima. Así, en teoría, no debería hacer falta haber jugado ni una sola sesión del juego para disfrutar la película.

Está claro que Dungeons & Dragons: Honor entre ladrones prefiere entrar por el flanco de la simpatía, en lugar de abrumar con un cosmos de ficción que lleva cociéndose cerca de cincuenta años. Atraer en vez de expulsar. De ahí que la comedia sea durante sus 134 minutos de duración la máxima que estructura todo lo demás; a fin de cuentas, no es fácil recordar los pormenores de su drama en cuanto se pone un pie fuera de la sala. Pese a las risas, sus protagonistas —interpretados por Michelle Rodríguez, Hugh Grant o un especialmente terrible Regé-Jean Page— producen una cercanía de usar y tirar: cuesta no empatizar con ellos entre tanto chiste, pero eso no asegura que al espectador le importen un mínimo sus destinos después de dos largas horas.

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Aunque toma algún que otro préstamo del mundo rudo de El señor de los anillos, la película funciona mejor en las coordenadas de fantasías heroicas más amables, como La princesa prometida o Willow. Pero el principal referente de Dungeons & Dragons: Honor entre ladrones no hay que buscarlo entre las ficciones audiovisuales de la gran década neoliberal, pues está vivito y coleando: si la película baila al compás de alguien, ese es el Universo Cinematográfico de Marvel. Y no solo hay entre estos ecosistemas una influencia estética, sino también al nivel de las ideas. El mayor mérito atribuido a la cinta, el de entretener sin pretensiones, parece sacado directamente del manual del think tank de la industria cinematográfica en el que se ha convertido la compañía de los superhéroes. Detrás de esa supuesta neutralidad amena hay, primero, una falta ostensible de carisma, y luego, un interés militante por replicar el libro de estilo marvelita. El resultado de ese binomio, por pura lógica, es fatal: tenemos en cartelera a unos Guardianes de la galaxia de marca blanca más concentrados en emular esquemas que en cautivar por méritos propios.

Se ha hecho viral estas semanas una fotografía de uno de los directores de la película, Daley, en su época de niño actor en Freaks and Geeks, una serie donde su personaje solía jugar a Dungeons & Dragons. Y hay mucho de eso —de divertimento infantil, ensimismamiento nostálgico e imágenes que solo replican otras imágenes— en esta Honor entre ladrones, que se aproxima al juego no como un mundo vasto a redescubrir, sino como una propiedad intelectual que cuidar y explotar sabiamente. Es también el signo de nuestro tiempo: los fans ya no son seguidores o devotos, sino inversores sin acciones. El espectador es menos un hincha de su personaje favorito y más un hooligan del propio conglomerado mediático que lo explota.

No tiene sentido separar Dungeons & Dragons: Honor entre ladrones de los fantasmas de ese presente. Su plan para instituirse como franquicia es tan transparente, su táctica está tan a la vista, que ese grupo protagonista de cacos nobles se disuelve enseguida en tres grupos: las caras famosas que podrían sumarse en la secuela, las cuentas de Instagram con los números disparados y los actores veteranos que pronto pedirán demasiado dinero por sus intervenciones y dejarán de salir. En la misma jugada, la película regatea para subirse al carro de lo que da dividendos hoy y, a la vez, seguir fingiendo que la inocencia inmaculada de aquellas partidas de pubertad puede recuperarse todavía. El auténtico mundo de fantasía por el que babea Dungeons & Dragons: Honor entre ladrones no es un imaginario proyectado hacia lo desconocido, sino la mascarada barata de un lugar mucho más familiar: el pasado. Una tierra presuntamente virgen más parecida a los Estados Unidos de Reagan que al medievo europeo, donde películas como esta siguen siendo capaces de emocionar genuinamente. Pero ni ese cine ni ese mundo existen ya.

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