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'Presos contra Franco'

Presos contra Franco, de Mario Martínez Zauner.

Mario Martínez Zauner

infoLibre publica un extracto de Presos contra Franco, de Mario Martínez Zauner, editado por Galaxia Gutenberg y disponible a partir del 16 de enero. El ensayo histórico investiga, a través de más de 50 entrevistas y documentos inéditos, tanto el tratamiento de la dictadura a los represaliados por su militancia política como la organización y la lucha que estos mantuvieron desde el interior de las prisiones. 

Para ello, Martínez Zauner analiza el contexto político del tardofranquismo, y también la toma de conciencia y el paso a la clandestinidad de los que luego serían encarcelados. El título tampoco deja de lado cuestiones como la relación entre los distintos partidos y facciones que operaban dentro de las prisiones, así como la relación de estos presos con otros, ya fueran presos comunes u hombres castigados por su identidad sexual. 

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Introducción

 

Ingresar en prisión supone introducirse en un mundo nuevo y distinto. Sonidos y ruidos inconcebibles, algunos olores insoportables y otros reconfortantes, o una arquitectura y una luz nunca vistas. Un espacio singular en el que el cuerpo del recluso fácilmente se pierde, se descompone, convirtiéndose en un objeto más de la prisión en manos de aquellos que la dirigen. Ni siquiera una férrea voluntad será capaz de contener un temblor que sacude las piernas, o de impedir que la cabeza se hunda en los hombros ante la inmensidad de los muros y bóvedas. La vida en prisión consiste entonces en aprender a sobrevivir en un medio hostil, donde lo más importante van a ser los otros, los compañeros cuya mirada o abrazo es capaz de recordarle a uno mismo quién es, de dónde viene, qué ideales persigue, y cómo y por qué ha terminado allí. En la cárcel no se sobrevive sin los demás, sin un grupo en el que integrarse, sin el aliento solidario de un camarada, de un aliado. Y entonces esa alianza cobra tanta fuerza que llega a revertir la situación, en la que ya no solo se trata de sobrevivir, sino más aún, de resistir. Es así como en la prisión se constituye una especie de habitante singular: el preso político.

Cuando alguien entra por primera vez en la cárcel, y no precisamente de visita, le parece que está como soñando y le da la impresión de que ese cuerpo franqueado por dos funcionarios de prisiones no es el suyo [...], parece que todo lo que está sucediendo no va con él. Está percibiendo aquellas sensaciones hasta que oye por primera vez el ruido de una cancela cerrarse detrás suyo, hasta que uno de los funcionarios le empuja con cierta premura,  sacándole de aquella especie de ensimismamiento que se apoderó de él.1

Como el resto de presos políticos de la época, Luis Puicercús, Putxi, no ha llegado a la cárcel por casualidad ni por simple infortunio. Estamos en España, a comienzos de los años setenta, y bajo el gobierno de una dictadura violenta y cruel con aquellos que se atreven a desafiarla. Y no son pocos los que se aventuran. Muchos son hijos de franquistas acérrimos, como Olga Rodríguez, cuyo padre combatió en la guerra bajo las órdenes de Franco. Todavía siendo una niña, en los años cincuenta, Olga se identifica con su historia familiar. Pero al llegar la adolescencia se le empiezan a caer los mitos uno a uno: el paterno, el religioso y el fascista. A mediados de los años sesenta acude a estudiar en un internado, donde se siente explotada por las monjas y se cuestiona el mundo que conoce. En 1967, con tan solo catorce años, Olga empieza a trabajar en una empresa de cerámicas a las afueras de Salamanca, donde participa con sus compañeras en una protesta que la Guardia Civil entra a desalojar, justo cuando ella se dirige a la asamblea de trabajadores. Sin mediar palabra, cinco guardias civiles rodean a Olga y a un compañero suyo y les pegan una paliza. Le destrozan la cabeza y le revientan los oídos, aunque solo puede ver un manantial de sangre. Al enterarse, sus padres se niegan a llevarla al médico, se avergüenzan de su hija, y su padre le dice que preferiría que hubiera sido puta a que fuera roja. Y eso que todavía no se siente ni roja ni comunista; eso llegará después, al forjarse una trayectoria de militancia antifranquista que tendrá en la cárcel de mujeres de Yeserías, en Madrid, su última parada.

Los caminos de la disidencia, la militancia y la clandestinidad son muchos y muy variados. En esos años se multiplican en España las organizaciones antifranquistas, los sindicatos y partidos políticos, y las manifestaciones y huelgas de obreros y estudiantes. En la universidad, Antonio Pérez se junta, por afinidades, «con las manzanas podridas». Comienza a estudiar Ciencias Políticas en la Complutense, primero en un viejo caserón de San Bernardo, y más tarde en la Ciudad Universitaria. Allí está en mayo de 1967, donde se reúne con un grupo de ácratas, un término que prefieren al de anarquistas, para marcar distancias con el anarquismo histórico y el anarquismo de clase: «No somos obreros sino pequeñoburgueses, eso marca una diferencia cultural». Escriben un panfleto como acta de nacimiento, y se dicen a sí mismos que «el año que viene nos veremos las caras con el poder, y que Dios reparta suerte». Saben a lo que se exponen, y están convencidos de que, al pasar a la acción directa, se dirigen a un sacrificio: «Éramos los que más aprecio teníamos a la vida y menos ánimo sacrificial. Pero era evidente que había que dar un paso al frente; y al que lo diera se le iba a caer el pelo, como efectivamente ocurrió».2

La reacción del régimen frente a sus opositores es violenta y supone un incremento de la represión que no cesará hasta la muerte de Franco. Una violencia como la que sufre José Luis Pérez Herrero, que es detenido tras una manifestación del 1 de mayo de 1973 en la madrileña calle de Antón Martín. José Luis y sus compañeros son ingresados en la Dirección General de Seguridad (DGS), la sede de la principal fuerza policial en esos años, la Brigada Político-Social, situada en la Puerta del Sol. Allí son torturados durante varios días:

 

Te sientan esposado con las manos a la espalda, detrás de la silla. Los pies puestos en alto, descalzos, encima de otra silla. Y uno sentado en tus rodillas mientras otro te pega con la porra en la punta de los pies. Eso se hace interminable. En cualquier momento llegan al umbral del dolor en el que crees que ni un golpe más te duele. Pero los golpes en la planta de los pies continúan por las rodillas, continúan por la columna, y se implantan en el cerebro. Descubres que no hay un umbral máximo, con lo cual te puedes tirar horas. Y todo lo que te den es un sufrimiento canino más [...]. Otras veces te zumban encima de una mesa, con las piernas encima de ella y las caderas y todo el cuerpo colgando, y te empiezan a dar golpes, que con toda la fuerza que tienes que hacer para mantener la columna, son terribles... Estas sesiones no sé de cuánto tiempo son, pero se hacen interminables.3

En la manifestación en la que participaba José Luis, un miembro de la Brigada Político-Social ha sido asesinado a cuchilladas. Con lo que, tras torturarle, la intención de la Policía es que sea acusado de terrorismo, lo que va a implicar varios traslados entre la Dirección General de Seguridad y la sede de un Tribunal Militar, y una sucesión de interminables interrogatorios. Solo puede descansar cuando le dejan aislado en los calabozos de la Puerta del Sol, aunque ahí lo que le asalta es la incertidumbre: «¿Cuándo van a volver?, ¿qué me van a hacer?». Pasará allí casi dos semanas, hasta que le trasladen a prisión, donde podrá reunirse con otros compañeros y se acabe convirtiendo en preso político. Como tantos otros, entra en ese mundo nuevo y tan distinto, hecho de muros y cerrojos, de recuentos y registros, de celdas mugrientas y patios de hormigón. Son años muy duros para la militancia política, y aquel que se atreva a implicarse muy probablemente acabará entre rejas. Aunque la cárcel no va a ser sino una extensión más de su lucha contra la dictadura. Como buen preso político, tendrá que aprender a resistir, codo con codo, con sus compañeros de encierro. Y en prisión, como en la calle, el que se resiste es castigado. Se llega a producir entonces un sufrimiento doble, una prisión en la prisión: las celdas bajas, las celdas de castigo. Allí donde la desposesión alcanza su límite:

 

Te desnudan, compañero. Completamente. Nada más entrar, es lo primero que hacen, y te registran la camisa, el pantalón, la camiseta, los calzoncilllos, los calcetines y los zapatos. Palpan cada pliegue, cada costura, cada arruga, por pequeña que sea. Te introducen los dedos entre el pelo, te miran la planta de los pies, te hacen flexionar las piernas. Cada centímetro de tela, cada centímetro de piel, cada mechón de pelo, cada dedo de las manos (las palmas abiertas) es rigurosamente observado. Y te lo quitan todo. De pronto nada de lo que llevas te pertenece: el reloj, el cinturón, los cordones de los zapatos, el bolígrafo, el pequeño bloc de notas, los cigarrillos, las cerillas, el monedero... Te vacían. No te dejan nada. Vuelves a ponerte la ropa examinada, no otra, ni podrás cambiarte en muchos días, y así, completamente vacío, cacheado hasta los dientes, entras en la celda. También vacía, «estrictamente vacía» (son sus palabras).4 Paredes sucias, desconchadas, con infinitas inscripciones, suelo frío y la puerta de barrotes. Quedas en pie, apoyando la espalda en la pared, mirando los catorce barrotes (sin darte cuenta, los has contado). El cuerpo, todavía dolorido y marcado por los golpes. Piensas... en tantas cosas, a retazos como relámpagos... De pronto, te dices «celdas de castigo». De pronto, te miras el cerebro, el corazón, el estómago y, pese a todo, notas que algo cálido se apodera de ti. Ahí está todo, bien guardado. Estás repleto. Sólo te queda la camisa y el pantalón, no tienes ni espacio para moverte, no tienes nada, todo se ha quedado en el cacheo. Te han quitado todo lo de fuera. Lo de dentro, no te lo han podido sacar, lo tienes todo ahí, cada cosa en su sitio. Entonces, te das cuenta que hay que estar dispuesto a vivir sólo con lo imprescindible, a viajar con el equipaje dentro. El cerebro está repleto, el corazón está repleto y el estómago (que ha recibido tantas patadas) resiste, se retuerce, pero es de odio, no creas que de hambre, que hasta eso parece haberse quedado entre las manos de los carceleros. Y es como si no te hubiesen quitado nada. Han fracasado. Tienes los puños cerrados y ante tus ojos y hasta sus vidas llegan las imágenes y las voces de lucha y de victoria. «Celdas bajas». Miras hacia arriba (el techo es tremendamente alto e inhóspito). Afuera y arriba, las calles, las fábricas, las células, los camaradas. En el suelo hay cucarachas, tras las paredes se oye el arañar continuo y los chillidos de las ratas. Me habéis quitado todo, piensas haciendo balance simple y metódico, me habéis aislado, me habéis negado hasta los veinte minutos de patio... Pero me habéis dejado lo principal. Con lo que tengo sigo pensando, amando, soñando y odiando; con lo que tengo me sobra para vivir, para vencer. Pensáis matarme, pero me sobra vida.5

Manuel Blanco Chivite espera allí la ejecución o conmutación de su condena a pena de muerte por parte de un tribunal militar franquista. Es uno de los juzgados en verano de 1975, en dos procesos que terminan con dos militantes del Frente Revolucionario Antifascista y Patriótico (FRAP)6 y tres de Euskadi Ta Askatasuna (ETA) ejecutados, el día 27 de septiembre. Son los últimos fusilamientos ordenados por Franco, que morirá poco después. Una muerte que supone el inicio de la transición de la dictadura a la democracia, y la progresiva liberación de los presos políticos, convertidos ya en el símbolo más excepcional de la resistencia al régimen de Franco. Entre los muros de las prisiones del franquismo quedan encerradas las historias de estos presos singulares, historias de resistencia y dignidad, de sufrimiento y orgullo, de una voluntad casi inquebrantable gracias al esfuerzo colectivo y solidario. Un esfuerzo que se resume en una institución también singular, nacida en el interior de las cárceles de Franco: las comunas de presos políticos.7 Gracias a ellas los militantes antifranquistas logran conquistar una posición de fuerza que utilizarán para mejorar sus condiciones de vida y para seguir denunciando los abusos de la dictadura, tanto fuera como dentro de las prisiones.

Desde diferentes posturas, tanto las que defienden una transición pacífica a la democracia –PCE o CCOO–, como las más radicales, que llegan a promover la lucha armada –FRAP o ETA–, pasando por otras revolucionarias –LCR, PCI, PTE, MCE, anarquistas, etc.–, los presos políticos del tardofranquismo sostendrán su lucha mediante una organización colectiva y solidaria, un apoyo exterior imprescindible y toda una serie de acciones de protesta que incluyen plantes, motines y huelgas de hambre. A partir de ahí se entabla una dura batalla con los funcionarios del régimen en la institución penitenciaria, desde el director de la prisión hasta el vigilante en su garita. Un episodio más en una batalla política que en la cárcel alcanza una nueva dimensión.

Este libro es una pequeña historia de esas luchas, de los presos políticos y de sus comunas. De cómo y por qué terminaron recluidos, y de cómo resistieron al encierro. Todo ocurre en una época convulsa y violenta en la historia reciente de España, en la que se viven los últimos coletazos represivos de una dictadura agonizante a la que ya solo le queda reprimir y castigar la disidencia, antes de desaparecer. Como los propios presos afirmarán pasados los años, «Franco murió en la cama, pero el franquismo murió en la calle». Pero no solo en la calle; también en las cárceles de la dictadura. Gracias a la valentía de los presos políticos, las prisiones de Franco pasarían de ser maquinarias de vigilancia y castigo a convertirse en auténticos emblemas de la resistencia al autoritarismo y el abuso de poder, y en definitiva, de la lucha contra el fascismo.  

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1. Véase Puicercús (2009: 31).

2. Entrevista a Antonio Pérez, enero de 2014.

3. Entrevista a José Luis Pérez Herrero, marzo de 2008.

4. Con «son sus palabras» se refiere a los funcionarios de la prisión.

5. «Preso político (Incomunicado)», Blanco Chivite (1977: 155-156). En Carabanchel, febrero de 1976.

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6. El FRAP fue una plataforma de lucha creada y sostenida por el Partido Comunista Español (marxista-leninista), o PCE (m-l).

7. Como se verá a lo largo del libro, las comunas son una forma organizativa peculiar y específica de los presos políticos del franquismo, creadas para su sostenimiento material y político, de tal forma que sirven para recolectar y distribuir solidariamente todo tipo de bienes, así como para plantar cara a la dirección de las prisiones en la defensa de sus derechos y en la reivindicación de mejores condiciones de existencia.

 

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