El fuego no entiende de clases en Los Ángeles, pero los ricos buscan refugio en hoteles de lujo

Un paraje de Los Ángeles totalmente devastado tras el paso del fuego.

Patricia Neves (Mediapart)

Los Ángeles (California, EEUU) —

Los megaincendios llevan asolando Los Ángeles desde hace una semana, y para los residentes evacuados de la megalópolis californiana, la historia empezó a menudo con una simple llamada telefónica. “Creo que será mejor que vuelvas a casa”; “Tengo la sensación de que esto se está quemando”. Alrededor de las 10:30 de la mañana del 7 de enero, las vidas de Jason, productor de Hollywood, y de Pierre, músico, empezaron a cambiar.

Ambos, de unos cincuenta años, viven en Los Ángeles desde hace unos treinta. Jason ha construido su casa en la costa, en Pacific Palisades, una zona acomodada del oeste de la ciudad que se asemeja a las idílicas urbanizaciones que retrata habitualmente la televisión americana. Pacientemente, a medida que se sucedían los contratos y el éxito de sus producciones cinematográficas, Jason fue ampliando su casa. Dos dormitorios, luego tres, después cinco, para los niños. También un jardin, donde la familia organiza grandes picnics.

Pierre, por su parte, vivía a una hora en coche, con sus padres, en una mansión histórica del barrio de Altadena, refugio de la clase media al este de la ciudad. Con el tiempo, él también dio el paso y se convirtió en propietario: “Había un roble magnífico, enorme, de más de 400 años. Sólo el roble ya valía el precio del terreno”.

En el espacio de unas pocas horas, el martes, Jason y Pierre perdieron sus hogares y parte de su pasado, envueltos en llamas. En sus dos barrios, con historias y poblaciones muy diferentes, ellos son los rostros de estos incendios, considerados ya entre los más destructivos de la historia de California.

Han muerto dieciséis personas y hay más de una docena desaparecidas. Por el momento se desconoce el origen de los incendios, pero las aterradoras cifras dan una idea de la magnitud sin precedentes. En Los Ángeles, 150.000 personas han recibido la orden de evacuar sus hogares. La superficie quemada por los incendios, en cuatro frentes, asciende a más de 36.000 acres, más de 14.400 hectáreas, una superficie casi 1,5 veces mayor que la del municipio de París. Por el momento, ninguno de los frentes ha podido ser controlado. Los Ángeles sigue peligrosamente ardiendo.

Al principio no se lo creían

Aunque los incendios forestales no son un fenómeno nuevo en California, estos megaincendios ha pillado por sorpresa, tanto por su intensidad como por la diversidad del perfil de las víctimas. Todas las clases sociales se han visto afectadas al mismo tiempo. Desde los residentes más privilegiados de las grandes mansiones con vistas al océano de Palisades, valoradas en millones de dólares, hasta los modestos inquilinos de la avenida Lincoln de Altadena, localidad también conocida por su diversidad y su numerosa población latina.

“Suele haber un malentendido”, señala Deanna, una escritora de no ficción de Palisades: más allá de sus famosos, Los Ángeles también tiene una clase media, insiste. Ella misma es una de ellas. Originaria de Ohio, un Estado del Medio Oeste, Deanna vive de la publicación de sus textos y ocupa una casita de alquiler que parece haber sobrevivido milagrosamente. Se conecta varias veces al día a la aplicación Watch Duty, que le permite seguir la evolución de los incendios en tiempo real, para intentar tranquilizarse.

Con palabras sencillas y precisas, su historia complementa las de Jason y Pierre, y las de muchos otros. Todos han relatado a Mediapart la violencia de las llamas, las condiciones meteorológicas extremas y el sentimiento de pérdida, incluso de dolor. La inmensa tristeza, el miedo, pero también el alivio de estar vivos. O el hecho de que al principio no se lo creían. “Tenemos incendios siempre”, nos recuerda Deanna. Malibú se quemó hace sólo unas semanas, en diciembre.

En términos generales, California está amenazada por los incendios durante todo el año. Así ha sido durante años. De hecho, este Estado progresista del oeste americano ha registrado los incendios más letales del país, como los de Paradise de 2018, que se cobraron 85 vidas. Pero las lluvias de otoño y principios de invierno suelen reducir el riesgo.

Sin embargo, desde mayo de 2024, California solo ha registrado 0,29 pulgadas de lluvia (menos de 1 cm). Se trata de la segunda menor cantidad de lluvia jamás medida en ese periodo. La sequía y los vientos secos de Santa Ana, que han sido extremadamente potentes en los últimos días (hasta 160 km/hora), sólo han servido para avivar las llamas.

“Ha sido apocalíptico”, dice Deanna. Es difícil de creer, porque en Los Ángeles siempre puedes conducir hasta otra playa y todo vuelve a ser hermoso”.

Lluvia de cenizas

El cielo azul celeste, el relajante sonido de las olas, el canto de los pájaros, la luz dorada del sol y las palmeras dan una impresión engañosamente tranquila en algunos lugares. Lo único que recuerda la gravedad de la situación es el espeso humo gris, el aire irrespirable, el cielo nocturno anaranjado y la reaparición de mascarillas FFP2 en los supermercados. En la zona del alojamiento de emergencia de Deanna llueve ceniza.

La escritora busca sus gafas en una bolsa de farmacia, con sus manos llenas de anillos, los únicos objetos de valor que tuvo tiempo de llevarse. “Fue un infierno. Cuando empezó el incendio, apenas se podía ver la carretera con tanto humo. Estaba negro como el carbón”.

“Cuando salí, se metían las brasas en el coche”, dice Pierre, que describe la escena como si se tratara de un tiroteo. Jason también asistió impotente al avance de las llamas, siguiéndolas segundo a segundo desde la distancia, hasta que las cámaras de vigilancia de su casa acabaron ardiendo también.

“Estábamos observando, petrificados. Los vientos eran muy fuertes. La pequeña valla junto a la piscina estaba en llamas y los árboles habían caído al suelo. Era increíble, los vientos era como un huracán. Incluso los helicópteros de bombeo de agua estaban en tierra. Estamos justo en el océano.

“Yo rezaba en mi coche”, dice Deanna. Ahora está esperando poder volver a casa. Pacific Palisades y Altadena siguen acordonadas por la policía. Pierre pudo visitar brevemente lo que queda de su casa el sábado, durante una visita de políticos a Altadena. Nos mostró los alrededores desde su coche. En el maletero lleva la manguera que trajo cuando uno de sus inquilinos le llamó para avisarle del incendio en su casa.

A la entrada del recinto, el viejo roble aparece parcialmente quemado. Al fondo, los restos de viejos coches clásicos, incluido el primer coche que compró su padre. La casa de Pierre está completamente quemada, al igual que muchas otras casas de las calles vecinas. “Esto”, señala, “era mi estudio de grabación”. Inclinado sobre los escombros carbonizados, exclama entre sollozos: “No queda nada que ver.” Sólo cenizas y muchos escombros.

Sólo ha sobrevivido la estatua de un ángel en el jardín. “Antes pensaba que iba a morir aquí”, dice Pierre, no muy lejos de las calles donde creció. Ante este paisaje desolador, ya no lo sabe. “Mi barrio se ha convertido en una zona de guerra”, afirma.

Refugio y hotel de cinco estrellas

Guadalupe (nombre ficticio) no tiene tiempo para hacerse todas esas preguntas. Esta inmigrante mexicana de unos sesenta años, propietaria de una peluquería en Altadena, hace cola ante un centro de alojamiento de emergencia para informarse sobre sus derechos de vivienda con un equipo móvil de Fema, la Agencia Federal de Respuesta a Desastres. Lleva varios días durmiendo en una iglesia. Su peluquería está cerrada y tiene que pagar 3.800 dólares de alquiler por su local y un pequeño piso contiguo.

“Mi casero no quiere esperar, quiere el alquiler”, explica a Mediapart. Dice estar muy preocupada y en varias ocasiones confiesa que le da vergüenza hablar de sus condiciones de vida. Su hija adolescente también está haciendo cola. Ambas habían perdido ya sus anteriores viviendas durante la pandemia. “En mi cabeza, cuando se declaró el incendio, me dije: ya estamos otra vez...”, recuerda Guadalupe. Las llamas llegaron tan rápido que la peluquera apenas tuvo tiempo de pensar. Durante varias horas, condujo entre la humareda, sin ningún sitio al que acudir.

En un ambiente diametralmente opuesto, en Santa Mónica, Denise (ficticio) nos recibe en su nuevo domicilio: un hotel de cinco estrellas frente al mar. Ha perdido su casa de Malibú, no lejos de Pacific Palisades. Denise, que trabajó en Hollywood antes de convertirse en abogada, pertenece a la élite privilegiada de la industria americana del cine. Posee varias casas y no le falta de nada, pero echa de menos su casa de la playa.

Denise forma parte de la comunidad playera que describió extensamente la escritora Joan Didion en los años setenta. Nada en el mar todos los días, como si formara parte de su cuerpo, tocado por años de ballet. Sus grandes ojos azules retienen las lágrimas.

Recuerda el irónico comentario de uno de los amigos de su hijo tras el incendio: “Ahora tú también eres un sin techo”. Denise, que trabajó junto a algunos de los mejores actores de los años 90, se pregunta por el mundo que está dejando a los jóvenes, a sus hijos y a sus familias. Se pregunta por la “pesadilla” que vive su país: las catástrofes climáticas, el estado del debate político y de las instituciones. Como abogada, ha llegado incluso a ejercer ante el Tribunal Supremo.

De repente, Denise se acuerda de aquella fotografía perdida en el incendio, una instantánea en la que está con Ruth Bader Ginsburg, la icónica jueza de izquierdas del Supremo que murió en 2020. Siente aprensión ante la presidencia de Trump, que comienza dentro de unos días.

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“Estados Unidos necesita un exorcista”, dice Deanna, que recuerda que hace unos años publicó una “oda” a la costa del Pacífico, a California y a sus míticas carreteras. Hoy se pregunta si no fue en realidad una “necrológica”.

 

Traducción de Miguel López

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