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Por Julian Assange, en defensa del periodismo

Los partidarios del fundador de Wikileaks, Julian Assange, protestan frente al Tribunal de la Corona de Woolwich en Londres, este 25 de febrero de 2020.

Edwy Plenel

El destino de Julian Assange nos concierne a todos, periodistas y ciudadanos, profesionales de la información y al público al que se dirige. El fundador de Wikileaks se enfrenta a 18 cargos, incluida la acusación de espionaje contra Estados Unidos, por un simple motivo: haber publicado revelaciones decisivas sobre las guerras estadounidenses y las múltiples violaciones de derechos humanos cometidas durante las mismas. La solicitud de extradición de las autoridades estadounidenses es la culminación de ocho años de persecución constante. Detenido desde hace casi un año en Reino Unido, Julian Assange permanece privado de su libertad desde 2012, habiendo pasado siete años encerrado en la Embajada de Ecuador en Londres, donde su vida privada y sus encuentros con sus abogados fueron espiados por contratistas de la CIA (leer aquí la investigación de Jérôme Hourdeaux).

Precursor del potencial democrático de la revolución digital, Julian Assange ha permitido revelar a escala mundial crímenes de guerra (ver aquí el vídeo Collateral Murder), casos de tortura, secuestros y desapariciones, corrupción económica y fraudes fiscales, mentiras de Estado y violaciones de las libertades fundamentales. Publicada por medios de comunicación de todo el mundo, toda la información revelada por WikiLeaks responde a un incuestionable interés general. Era legítimo, en virtud del Derecho internacional, dar a conocer tales informaciones. Julian Assange, WikiLeaks y todos los medios de comunicación que recogieron su información, hicieron libre uso de un derecho fundamental de los pueblos soberanos: el de conocer todo aquello que Estados, gobiernos y administraciones hacen en su nombre.

La extradición de Julian Assange a Estados Unidos significaría poner en tela de juicio este derecho fundamental, reconocido por todas las declaraciones universales y convenciones internacionales. Sería un ataque sin precedentes a la libertad de prensa, la libertad de investigar y la libertad de informar. Convertiría en criminales y delincuentes a los periodistas que revelan los secretos ilegítimos de los poderes fácticos y a los informantes que les ayudan lealmente a descubrirlos. Prepararía el camino para una ofensiva general contra el derecho a informar, ya probada por la represión y la persecución que sufren otros periodistas de investigación y denunciantes, como Chelsea Manning, Edward Snowden,

y Rui Pinto.

Este es el sentido del llamamiento lanzado el lunes 24 de febrero por la iniciativa #JournalistsSpeakUpForAssange, apoyada por más de 1.300 periodistas de todo el mundo y en la que participa Mediapart:

Defender a Assange, es defender el periodismo. Significa defender su razón de ser: servir a un derecho fundamental que fue proclamado al mismo tiempo que los ideales democráticos alcanzados por la revolución parlamentaria británica, la republicana francesa y la independentista estadounidense. Su formulación francesa, en una proclama del primer alcalde de París, que fue también el primer presidente del Tercer Estado y de la Asamblea Nacional, puede resumirse en una frase, enunciada el 13 de agosto de 1789: "La publicidad es la salvaguardia del pueblo". La palabra publicidad, que aún no había sido conquistada por los mercados, significaba hacer público todo lo que concierne al pueblo soberano, todo lo que se hace en su nombre, todo lo que implica el bien común.

WikiLeaks, por iniciativa de Julian Assange, su fundador y editor, respondió a esta convocatoria aumentando su alcance con las herramientas de la revolución digital, combinando, junto con el intercambio (wiki), los enlaces que tejen Internet (links) y las fugas masivas de metadatos (leaks). Ningún periodista puede negar que las revelaciones de Wikileaks fueron de interés público, inaugurando el camino para que muchos denunciantes siguieran su ejemplo y nos permitieran descubrir verdaderos crímenes (de guerra, económicos, fiscales, etc.) cometidos bajo el amparo de secretos indebidamente protegidos.

Además de las cuestiones esenciales de derecho planteadas por el ensañamiento estadounidense contra Assange (lea aquí en el Club de Mediapart la tribuna firmada por juristas de todas las nacionalidades), el juicio de Assange plantea una cuestión jurídica decisiva para nuestra profesión: ¿el secreto de los poderes debe prevalecer en detrimento del derecho a saber? Todas las legislaciones fundamentales, declaraciones y convenciones internacionales elaboradas desde la Segunda Guerra Mundial han establecido que el secreto no puede erigirse como la coartada de los crímenes o delitos.

Esto es lo que nosotros, en Mediapart, argumentamos con éxito siempre que justificamos la revelación de información de gran interés general proveniente de documentos que a priori están protegidos por el secreto comercial, el secreto de defensa, el secreto de instrucción o incluso el secreto de la vida privada –este fue el caso en el affaire Bettencourt (leer aquí)–. En vista de los hechos que permanecían ocultos por el uso indebido de estos derechos al secreto, y que han revelado investigaciones periodísticas realizadas con la ayuda de los denunciantes, el poder judicial suele arbitrar en favor del derecho fundamental a saber lo que es de interés general.

Aceptar que el director de un medio de comunicación –y WikiLeaks lo es, independientemente de lo que pensemos de su línea editorial en términos de pluralismo mediático– sea tratado como un espía o un hacker, es decir, como un criminal de altos vuelos, es resignarse a la criminalización del periodismo. Y más particularmente del periodismo que molesta, revela, desvela, ilumina, desenmascara y denuncia. Si Assange es extraditado a Estados Unidos, donde se enfrenta a una pena de cadena perpetua, ese día marcará una fecha sombría en la historia de la libertad. Y una enorme regresión del derecho a informar en un país que se enorgullecía de haberlo enunciado en una formulación radicalmente democrática, con la Primera Enmienda de la Constitución estadounidense.

Los periodistas y los denunciantes no tienen que ser santos. Son las democracias las que deben ser sanas, es decir, capaces de aceptar contrapoderes, desafíos, revelaciones, verdades que desafían a los poderes establecidos. En este sentido, el destino de Julian Assange es el reto de una lucha global y un desafío universal ante la tentación de los poderes surgidos del voto y de reducir dicha elección a la única legitimidad democrática, confiscando la soberanía popular en su único beneficio, para desestimar toda complejidad y vitalidad política. Los ataques a la libertad de prensa son el primer síntoma de este itinerario autoritario que amenaza y gana en todos los continentes. Y el ataque al fundador de WikiLeaks es el símbolo más obvio.

El destino judicial de Julian Assange se juega en Reino Unido, el país de George Orwell, el autor antiautoritario de 1984. "Uno de los fenómenos propios de nuestro tiempo es la negación de los liberales", subrayó en el prólogo de 1945, durante mucho tiempo omitido, de su obra Rebelión en la granja, donde se alarmaba por el "debilitamiento general de la tradición liberal occidental". La observación vale, tantísimo, para nuestro siglo que acaba de comenzar, en el que el liberalismo político parece derrotado frente al liberalismo autoritario, imponiendo la ley de hierro del dinero y de la mercancía, habiendo logrado dejar en manos de una pequeña minoría de privilegiados el poder estatal.

En diciembre de 1944, cuando escribió este prólogo, Orwell había asistido a una reunión del PEN Club organizada para celebrar el tricentenario de Areopagitica, el primer texto que defendió radicalmente la libertad de informar, sin trabas ni censura. Subtitulado A Speech For the Liberty of Unlicens'd Printing, fechado en 1644, este discurso dirigido al Parlamento inglés encontró su primer traductor francés a finales de 1788, unos meses antes del comienzo de la Revolución Francesa. No fue otro que uno de sus principales futuros oradores, el Conde de Mirabeau. Sur la liberté de la presse, imité de l’Anglais de Milton, el subtítulo elegido en francés, va acompañado en su portada, en dos versiones, en inglés y francés, por esta cita del libro: "Matar a un hombre, es destruir a una criatura razonable; pero quemar un libro es matar a la propia razón".

El propio Mirabeau extiende el alegato de Milton. Después de recordar que Inglaterra fue la primera nación en aceptar la libertad de prensa, alabó esta "espada de Damocles, que pende sobre la cabeza de cualquiera en Inglaterra que, en el secreto de su corazón, se plantee cualquier plan que sea perjudicial para el príncipe o el pueblo". "Que la primera de vuestras leyes consagre para siempre la libertad de prensa –concluyó–, la libertad más inviolable, la más ilimitada: que imprima el sello del desprecio público en la frente del ignorante que temerá los abusos de esta libertad; que dedique a la ejecución universal al sinvergüenza que fingirá temerlos, al desgraciado".

En cuanto al texto de Milton, termina con una defensa de la libertad de prensa como salvaguardia contra los errores "tan comunes en los buenos gobiernos como en los malos": "Pues, ¿quién es el magistrado cuya religión no puede ser sorprendida, especialmente si se ponen obstáculos en el camino de la libertad de prensa?". Esta frescura nos viene de una revolución, la primera de las revoluciones políticas modernas, que precedió a las revoluciones americana, francesa y haitiana. Es aquella que, de 1642 a 1660, con una efímera república y la ejecución de un rey, abrió el horizonte de un liberalismo político radical, en oposición a las monarquías absolutas, el bonapartismo imperial y el cesarismo republicano.

Más conocido hoy en día por su trabajo como poeta, uno de los más grandes en la lengua inglesa, notoriamente famoso por El Paraíso Perdido, John Milton fue uno de sus actores principales, uno de sus publicistas más activos y radicales. En 1642, dos años antes de su petitoria por una libertad radical para informar, publicar y difundir, le debemos esta lucidez profética, de la que a veces se hace eco el movimiento francés de los chalecos amarillos ante la violencia policial: "Aquellos que han arrancado los ojos del pueblo le reprochan ser ciego".

Sin embargo, uno de los principios defendidos por Orwell en su largo e incomprendido prólogo, desenterrado en 1995 con motivo del cincuenta aniversario de Rebelión en la granja, se incorporó al derecho europeo en 1976 con la sentencia Handyside del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH). Establece que la libertad de expresión "se aplica no sólo a la información o las ideas que se reciben favorablemente o que se consideran inofensivas o indiferentes, sino también a las que ofenden, conmocionan o perturban al Estado o a cualquier sector de la población". Así, el CEDH concluyó que sin "el pluralismo, la tolerancia y el espíritu abierto, no puede haber una sociedad democrática". Con las revelaciones de WikiLeaks, Julian Assange ha servido a dichos principios democráticos.

Sin preocuparse por temas jurídicos, Orwell lo plasmó más corto y más directo: "Hablar de la libertad sólo tiene sentido si es la libertad de decirle a la gente lo que no quiere oír". Respondiendo de antemano a eventuales posibles oponentes, se contentó con una cita como justificación. Era una línea de Milton, el poeta: "By the known rules of ancient liberty". Literalmente: "Por las conocidas reglas de la antigua libertad".

Nosotros, los periodistas, pedimos a la justicia británica que se mantenga fiel a esta antigua libertad, liberando a Julian Assange y negando su extradición a Estados Unidos.

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Versión en español de Irene Casado.

Aquí tienes el texto original en francés:

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