Moldavia teme que ya es el próximo objetivo de Putin

Entre el Museo de Bellas Artes y el Museo Nacional de Historia de Chisináu, en el centro de esta capital diseñada estilo damero, encajonada durante mucho tiempo en una modorra a la vez soviética y provinciana —de la que se está liberando hoy en día para feroz beneficio de los promotores inmobiliarios—, se encuentra Délice d'ange, un salón de té con una decoración llena de palabras francesas, una lengua omnipresente hace treinta años pero hoy en vías de extinción.
Allí nos encontramos con una psicoanalista muy abierta, cuyo rostro recuerda vagamente al de Greta Garbo. Un rostro preocupado, incluso desesperado. Marina —llamémosla así para no ponerla en peligro más de lo razonable— suspira: “Mi vida ha terminado”. Solo tiene unos sesenta años.
Junto con su hermana, también psicoanalista, había montado una consulta en Moscú: los moldavos nacidos en la época del “socialismo real” hablan tanto ruso como rumano. El éxito estaba garantizado. Pero luego vino la invasión de Ucrania en febrero de 2022.
Marina se sentía “terriblemente traidora”, hasta el punto de llorar todos los días, por vivir en la capital de un país tan depredador. Regresó a Chisináu, la ciudad de su juventud. Su hermana, que se quedó en Moscú por razones sentimentales, a veces le dice por teléfono: “Si pudiera morir aquí por un ataque de los ucranianos, sería suficiente para mi felicidad saber que las víctimas, capaces de cambiar el curso de las cosas, se vengan de sus verdugos...”
Marina consulta por videoconferencia a sus pacientes rusos, que, según afirma, se muestran “en un estado de regresión absoluta, que viven con miedo y ya no tienen ganas de pensar. Por el momento, se han puesto en manos de un destructor nato: Putin”.
Según ella, a pesar de su educación, estos seres son ante todo un producto del “sistema soviético-ruso”, como muchos moldavos: “No te puedes deshacer de golpe de la mentalidad de esclavo. Se necesitan al menos dos generaciones. Y eso viene de Moisés y la salida de Egipto...”
“A Rusia nada la detiene”
Algunos alumnos de último curso del famoso instituto bilingüe francófono Gheorghe-Asachi, fundado por una reina rumana en el siglo XIX, cuarenta y cinco años más jóvenes que Marina y con todo su optimismo en la mochila, se han reunido con Mediapart tras una dura lucha diplomática con una directora inicialmente reticente.
La conversación, bastante animada, circula primero entre los mozalbetes antes de que las chicas se involucren, a veces de una manera más sutil y aguda. Ningún alumno quiere quedarse en Moldavia para hacer estudios superiores. Sin embargo, todos prometen “volver más tarde, si es posible”, después de sacarse algún título —de derecho o de una escuela de negocios— en Europa occidental o incluso al otro lado del Atlántico.
Sus padres tuvieron el reflejo de hacer las maletas, en febrero de 2022, los que no han perdido la costumbre de tener siempre una maleta preparada por si acaso. Hoy, sus hijos se muestran serenos: “Pase lo que pase en Ucrania, Rusia tendrá que digerir primero este gran bocado. Pero sabemos que a Rusia nada la detiene”.
Esta juventud urbana dispuesta a volar se siente ciudadana del mundo, a diferencia de las poblaciones mayores descritas como atrapadas en zonas rurales atrasadas: “Una sola fuente de información, la televisión, recibida como palabra de evangelio y que nunca inspira la más mínima verificación”, rezonga un alumno.
A pesar del voluntarismo mostrado por un poder moldavo favorable a Europa pero sin grandes medios de acción, la televisión en ruso de la que se alimenta la gente mayor seguiría siendo “una burbuja soviética” en beneficio del Kremlin, tan lejos y tan cerca a la vez.
Elecciones legislativas en perspectiva
A pocos pasos de allí, en la calle Maria Cebotari —la cantante de ópera besarabiana que cautivó a Adolf Hitler y actuó en un film de propaganda fascista italo-rumano de 1942, Odessa en llamas—, donde se encuentra la presidencia de la República, nos recibe discretamente un hombre de unos cuarenta años. “Ni grabación, ni fotos”. Ni menciones entre comillas. La seguridad bien entendida comienza por uno mismo.
Hombre enigmático que vigila las posibles maniobras, detalla las incesantes injerencias rusas. La asfixia energética, por supuesto, llevada a cabo desde el 28 de diciembre —Gazprom ha cortado todo suministro— para levantar contra sus gobernantes a un pueblo que pasa frío.
Las elecciones legislativas deberían fijarse lo más tarde posible este 2025, en otoño, lo más cerca posible de la fecha límite del 26 de octubre, cuando la memoria helada del invierno se haya suavizado tras la primavera y el verano.
En su demostración de las manipulaciones del sistema Putin, nuestro hombre enumera y describe una gran cantidad de acciones, como esas manifestaciones de ira popular totalmente inventadas, o más bien compradas, en la medida en que los estrategas rusos expertos en desestabilización ofrecen diferentes tarifas a los voluntarios” descontentos; el máximo alcanza los 100 euros para el que plante su tienda de campaña durante una noche o dos como ostentosa protesta en el parque Étienne-le-Grand (Stefan-cel-Mare), cuyo nombre y estatua, desde la caída de la URSS, suelen brillar más que los de Lenin.
Además de estos simulacros de anti Euromaidán al estilo ruso-moldavo, no debemos olvidar los acontecimientos de febrero de 2023: falsos aficionados al fútbol, en particular miembros del grupo Wagner, debían apoderarse del país según los planes de Moscú, acusa este asesor clandestino de Chisináu.
Entonces pensamos en Tintín y los Picaros, el último álbum terminado en vida de Hergé (1976), en el que se produce un pronunciamiento militar aprovechando un carnaval. Pensamos sobre todo en El cetro de Ottokar, publicado en 1939, que se indigna ante la anexión de Syldavia por parte de Borduria, una magistral transposición al cómic del Anschluss de Austria por parte de la Alemania nazi en marzo de 1938.
La Rusia de Putin estaría preparando un acercamiento a Moldavia de forma sigilosa, jugando, como en Georgia, con regiones separatistas o en vías de serlo: Gagaúzia y, por supuesto, Transnistria.
En 2024, señala nuestro cicerone secreto de Chisináu, los fieles del Kremlin, a pesar de los subsidios estimados en 200 millones de euros, no lograron hacer descarrilar dos procesos electorales: el referéndum sobre el acercamiento a la UE (el sí pasó por los pelos) y las elecciones presidenciales. Fue reelegida Maia Sandu. Sin embargo, ¿por poco y gracias a la diáspora moldava en el exilio económico?
Nuestro anfitrión casi se enfada elevando el tono con el periodista francés, que da a entender que la propaganda putiniana ha conseguido su cometido: hacer creer que la presidenta de la República de Moldavia ha sido mal elegida para socavar su legitimidad. Pero Maia Sandu obtuvo el 55,35 % de los votos en la segunda vuelta, ¡más que Charles de Gaulle en Francia en diciembre de 1965 (55,20 %)!
La era de la sospecha
Moldavia parece estar en plena era de la sospecha. ¿Se está formando una coalición heterogénea de centro-izquierda, llamada Alternativa, en los primeros días de febrero con vistas a las próximas elecciones legislativas, con un programa supuestamente pro-europeo? “Son submarinos de Putin que avanzan en trampantojo”, asegura con aplomo Elena Prus, vicerrectora de la Universidad Libre Internacional de Moldavia (Ulim).
En los edificios de este establecimiento, en el que parte de la planta baja se alquila a tiendas para compensar la falta de subvenciones, la profesora, tan elocuente cuando se trata de evocar ciertos pasajes de En busca del tiempo perdido de Proust, se muestra inflexible.
Cualquier inflexión, desvío u ondulación política es como si se ocultara a sus ojos, acostumbrados a la laberíntica prosa proustiana, una flagrante traición en beneficio del ruso que acecha como el hombre del saco. Así lo deja entrever un trauma político familiar de gran envergadura.
Elena Prus relata la deportación de su abuelo, “enemigo del pueblo”, en 1947 a los confines orientales soviéticos, y su posterior regreso en 1959 a la infamia de la Moldavia socialista. Un relato que corrobora lo que muestran los escaparates de una pequeña exposición permanente, instalada en el sótano del Museo Nacional de Historia y apenas visitada, salvo, a toda marcha, por algunos grupos escolares interesados.
Esa historia permanece enterrada: lo único que cuenta para unos es la carrera hacia la modernidad, el consumismo y Europa. Para los demás, nostalgia de la estabilidad, de unas pensiones decentes, del salchichón barato. Pero también, y quizás sobre todo, una vaga inquietud geopolítica que atenaza a tantos ex súbditos soviéticos: esa sensación tan vengativa de formar parte de un imperio que planta cara a Washington y es capaz de mantener a Europa en un temor permanente.
“El objetivo de Vladimir Putin es bien conocido y está a la vista. Se trata de reconstruir el imperio soviético, heredero del imperio zarista. La clave es Ucrania. Le siguen Georgia, fragmentada desde la operación militar de 2008, Moldavia y las Repúblicas Bálticas, todas en el punto de mira del Kremlin”.
Así se expresa Lilian Carp, presidente de la comisión de seguridad del Parlamento. Nos recibe de manera informal en su oficina un domingo a última hora de la mañana, después de haber participado con su hijo en un torneo de fútbol sala. Lilian Carp fue profesor en la Universidad Estatal de Educación Física y Deporte.
Según él, Moscú, tras la reconstitución de su imperio disuelto, pasará con naturalidad a la siguiente etapa: disponer de una fortificación a su alrededor. Hasta 1989 incluía a Rumanía, Bulgaria, Hungría, las actuales Repúblicas Checa y Eslovaca, Polonia, sin olvidar Alemania Oriental. Un amplio programa para los próximos años.
Rusia ha logrado colocar peones en toda Europa, desde Rumanía hasta Francia, pasando por Alemania e incluso Polonia
Para Lilian Carp, todo sucede y sucederá siempre punto por punto, porción a porción, a la manera de la “táctica del salami” que mencionaba, en referencia a la eliminación uno a uno de los partidos democráticos, el estalinista Mátyás Rákosi, primer dirigente de la Hungría subordinada a la URSS después de 1945.
Ochenta años después, en Moldavia, nuestro interlocutor explica cómo el sistema Putin ejecuta su partitura en función de la orientación de las formaciones políticas y del electorado. En resumen: “Hay pro-rusos radicales que desean la adhesión a Moscú, pro-rusos favorables a un Estado moldavo, pro-europeos y partidarios de una reunificación con Rumanía como entre 1918 y 1940. En cada una de estas cuatro tendencias, el Kremlin crea confidentes, convencidos o sobornados, dispuestos a actuar en el momento oportuno”.
Lilian Carp nos da unos datos asombrosos: 138.000 votos comprados en Moldavia el año pasado, con la voluntad de alcanzar un porcentaje del electorado que favorezca los intereses rusos. Y eso, mediante una incesante labor de persuasión de las minorías: “4 % de gagaúzos, 3,8 % de rusos étnicos, 6 % de ucranianos rusificados, todos votando en un 90 % a favor de los radicales pro-rusos que desean la incorporación al antiguo imperio”.
El presidente de la comisión de seguridad del Parlamento ofrece numerosos ejemplos de la ramificación desestabilizadora a la que se enfrenta Chișinău: “En un solo avión pudimos confiscar 1.118.000 dólares”.
Criptomonedas, aplicaciones de Telegram, uso intensivo de TikTok (el 36 % de la población moldava se informa a través de este medio), un banco de Kazajistán que actúa como intermediario, o incluso el mismo banco que el del Ministerio de Defensa ruso: todo pasa por ahí. Antes de esta advertencia categórica : “Rusia ha logrado colocar peones en toda Europa, desde Rumania hasta Francia, pasando por Alemania e incluso Polonia”.
Para oscurecer el panorama, la suspensión de la considerable ayuda exterior americana, decidida por la administración Trump en enero, amenaza con aniquilar todos los anticuerpos democráticos que contribuyen, en Moldavia y en otros lugares, a resistir al virus absolutista ruso, comenta Lilian Carp con un gesto preocupado.
Regresamos al Délice d'ange, la tetería de ambiente francófono, para conversar en inglés con la periodista Natalia Zaharescu. Junto con su colega Măriuța Nistor, de la web de investigación independiente Ziarul de Gardă (“Diario de guardia”), ha documentado la compra de votantes moldavos en favor de los intereses rusos.
Y lo hizo gracias a increíbles vídeos grabados con cámara oculta (ver aquí o aquí), cuando ambas reporteras se habían infiltrado en redes de corrupción. En él se ve a mercenarios al servicio de Ilan Șor, un oligarca israelo-moldavo refugiado en Moscú, que intenta influir con dinero contante y sonante en los resultados del referéndum de octubre de 2024 sobre la UE.
La gente realmente cree que Europa solo quiere enviar especuladores que les roben sus tierras
Natalia Zaharescu espera que su periódico, que cuenta con algunas reservas y una financiación relativamente diversificada, pueda sobrevivir a “la falta de contribuciones americanas, congeladas durante noventa días”. Además del nervio de la información, la investigadora señala otros temas de preocupación.
En primer lugar: “El nivel de tolerancia muy bajo en la aceptación de las diferencias que se encuentran en las campañas moldavas. Hoy en día están sembradas de miedo. La gente realmente piensa que Europa solo busca enviar especuladores que les robarán sus tierras”.
Y añade: “La gran fuerza del oligarca pro-ruso Ilan Șor radica en dar la impresión a los marginados de que los tiene en cuenta. Esto consiste en dividir en zonas e instrumentalizar a ese sector de la población para el que la mentira resulta ser la principal fuente de información, en la medida en que la emoción y el resentimiento descartan ahora la perspectiva crítica y la verificación.”
Natalia Zaharescu pinta un cuadro alarmante de un país despojado de su fuerza vital, cuyos trabajadores en el extranjero dejan atrás una población envejecida sin hijos ni vida social, y que, para llenar su soledad, se entrega a la propaganda y a las redes del Kremlin, que le prometen escucha y consideración.
Apenas 10.000 votos
“El objetivo de las redes de Ilan Șor o de otros secuaces del Kremlin no es dirigirse a las masas de Moldavia, sino al sector que marcará la diferencia”, precisa la periodista. Ella no es una fanfarrona, por lo que más adelante sabremos hasta qué punto su investigación y la de su colega han permitido que el “sí” a Europa se imponga por poco más de 10.000 votos.
Valentina Lusuphodjaev dirige el Centro Nacional de Cine (CNC) de Moldavia. Proviene de familias mixtas y se declara “en sintonía con la diversidad moldava”, citando en particular a las minorías búlgara y judía. Es raro oír hablar espontáneamente de los judíos en el lugar donde tuvo lugar el pogromo de Kitchinev en 1903, que dio un tono genocida al siglo XX europeo, que conocería, de 1941 a 1945, capítulos horribles de la Shoah en estas tierras de Besarabia.
Valentina Lusuphodjaev cree, a título personal, que el futuro de Moldavia debe buscarse en una federación con Rumanía, pero es leal a la política cultural de Chisináu, convencida de que la condición sine qua non de una vida cívica digna de ese nombre será siempre la libertad, apoyada por la cultura.
“A mi hija”, confiesa, “le cuesta creerme cuando le cuento que mi vida en la época soviética estaba llena de prohibiciones y penurias. Le parece inconcebible que en mi juventud se prohibiera la música rock. Pero todo esto puede volver a aparecer de puntillas o a grandes pasos, debido a la inercia o la inconsciencia, dentro de nuestras fronteras y en Europa”.
Y continúa: “La versión optimista de nuestro futuro siempre buscaba el modelo suizo, marcado por el fructífero cruce de lenguas, culturas y mentalidades variopintas. Pero tal heterogeneidad, cuando no está cimentada por el franco suizo, puede convertirse en brasas de la historia, sobre las que soplan los demagogos que actúan en nombre de un antiguo imperio belicoso ebrio de represalias”.
Chisináu aún conserva calles y edificios de una sola planta, que recuerdan la agradable estancia que allí pasó el poeta Alexander Pushkin, deportado allí en 1820 durante tres años. Chisináu, ahora un poco abandonada como Lisboa hace un cuarto de siglo, podría algún día convertirse en el edén de los jubilados del Viejo Continente atraídos por incentivos fiscales al estilo portugués.
Pero Chișinău no puede sacar de su cabeza el título mordaz de una novela de ciencia ficción del escritor Iulian Ciocan, publicada en 2015, que nunca sonó tan amenazador: Y mañana los rusos estarán aquí.
Un caleidoscopio geopolítico
Moldavia es una versión reducida de Besarabia, provincia conquistada por el Imperio ruso al Imperio otomano en 1812, al término de la octava guerra ruso-turca. Al final de la Primera Guerra Mundial, Besarabia vuelve a formar parte de “Gran Rumania”. En 1924, Stalin creó, más allá del Dniéster, entre Ucrania y Besarabia, una minúscula República Socialista Soviética Autónoma de Moldavia: una enclave con vistas a una reconquista.
El pacto germano-soviético del 23 de agosto de 1939, en sus cláusulas secretas, preveía dar a la URSS el derecho a reintegrar a Besarabia en su seno. Esto se hará oficialmente después de 1945. Stalin despoja a Besarabia de su acceso al Mar Negro, privándola de él en beneficio de Ucrania, al tiempo que le corta la cabeza, retirándole la región de Chernivtsi (en ucraniano; Czernowitz en alemán, Cernăuți en rumano).
Cuando la URSS se derrumbó en 1991, algunos nostálgicos alentados por Moscú se separaron y fundaron al año siguiente el Estado títere de Transnistria, que hoy permite a Vladimir Putin esperar su momento gracias a este rincón ruso enclavado entre Moldavia y Ucrania, que se independizaron para disgusto del Kremlin.
Los moldavos de habla rumana salvaron su lengua de la rusificación forzada entre 1945 y 1991, que se sumó a un delirio lingüístico estalinista endemoniado: la supuesta lengua moldava, es decir, el rumano transcrito en alfabeto cirílico adornado con algunos términos rusos. La URSS constituyó no obstante una pseudo “literatura moldava”, premiando a supuestos “escritores moldavos”. Un sometimiento político, económico y cultural que sigue pesando mucho.
Caja negra
Este reportaje se ha realizado en la primera quincena de febrero, antes de la brutalidad trumpiana desplegada contra Ucrania y su presidente, que no pudo sino acelerar sobre el terreno las legítimas preocupaciones de los eurófilos, o las esperanzas carnívoras de los putinólatras.
He contado con el asesoramiento de Mihai Fusu, actor, dramaturgo y director de teatro, que fue periodista durante un tiempo (presentó un debate de ideas en un canal de televisión antes de que fuera adquirido por un oligarca en 2013). En 2024, Mihai Fusu publicó, junto con el reportero de Radio-Canada Michel Labrecque: La Moldavia en el ojo del huracán ruso (Québec, Septiembre editor).
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Traducción de Miguel López