Regreso a Etiopía

Hubo un momento, impensable años atrás, en que sus dos madres, una etíope y la otra neerlandesa, se abrazaron. “Fue... extraño”, admite Heran Tadesse, en el salón de la casa de Adís Abeba donde ha rehecho su vida. En la pared, puede verse en un marco de madera, la imagen de sus hermanos etíopes, sonrientes. Al otro lado del pequeño jardín desordenado, los automovilistas tocan el claxon a los estudiantes que se han saltado las clases y que se apelotonan en la acera. “Mi madre etíope se quedó dos meses con nosotros, en los Países Bajos”. Dos meses durante los cuales la joven de 18 años y su madre biológica aprendieron a conocerse, hablaron, fueron de compras y salieron. Menos de un año antes, Heran pensaba que era huérfana. Lo decía su expediente, tan exiguo que solo constaba de un simple folio; así lo creyó ella y sus padres adoptivos. Hasta que supo, por una llamada telefónica, que su historia empezó en una zona rural etíope.

14 años más tarde, se ha instalado en el país que la vio nacer, pero donde apenas ha vivido. “Siempre quise volver a Etiopía, al menos para visitar el país”. Dar con sus orígenes, encontrar a su progenitora, (re)descubrir la cultura en la que se pudo bañar a veces los primeros años de su vida... Sin todo eso, la historia no está completa y el adulto está cojo. Este mismo discurso iba adquiriendo mayor entidad a medida que las adopciones internacionales iban aumentado. Durante mucho, sin embargo, se abogó por romper los vínculos con los países de origen.

Entre 1970 y 2000, las adopciones internacionales, entre los países en desarrollo y Occidente, aumentaron. En Francia, se pasó de contabilizar apenas un millar en 1980 a ser más de 4.000 en 2005. En Estados Unidos, principal país de destino, según el departamento de Estado en 1970 se adoptaron 2.409 niños en el extranjero; 7.093, en 1990 y 22.734, en 2005. Hasta los 90, las adopciones internacionales estaban poco reguladas. Los países de origen cambiaron con los tiempos y, con ellos, las facilidades de adopción. Durante mucho tiempo, Corea del Sur fue el destino preferido de los padres adoptivos occidentales. Después, junto con China y Rusia conformó el trío que encabezaba los países de origen. A comienzos de los años 2000, Etiopía se colocó en primer lugar.

Entretanto, en 1993, la Convención de la Haya sobre la protección del niño y cooperación en materia de adopción internacional supuso un punto de inflexión. A partir de entonces, se antepone el interés del niño; los países firmantes se comprometieron a supervisar las adopciones internacionales, desde entonces consideradas el último recurso. La lista de las alternativas es larga: primero se busca la posibilidad de el niño permanezca con un familiar, en una familia de acogida, en una institución del país... Si finalmente el niño es adoptado en el extranjero, el país de origen debe documentar el pasado de la criatura. Por si acaso. Hasta la fecha, Etiopía, que dice respetar los principios de la Convención, aún no ha firmado dicha convención.

Cuando alcanzó la mayoría de edad, a principios de los años 2000, poco después de producirse el primer encuentro con su madre biológica, Heran renunció a sacarse el carné de conducir para comprar un billete de avión. Fue su primer contacto con el pasado. Un poco “invasor”, pero no desalentador. Al finalizar sus estudios, Heran vuelve a la carga, un año, en Etiopía, sin una pizca nostalgia. “Creo que nunca me he sentido en casa en los Países Bajos. Siempre he tenido la sensación de ser extranjera en mi país”. Cerca de la frontera belga, Roosendaal cuenta con los defectos de las grandes poblaciones. “Los negros no abundan. En la escuela, tenía amigos de Turquía, de Indonesia, de Marruecos. Estábamos contra los niños blancos...”. Se ríe.

En Etiopía, Heran se casó con Mulugeta, un fotógrafo que se siente atraído por Alemania. Después vendrían Blen y el pequeño Amenti, que se acurruca en los brazos de su madre. Le habla en neerlandés, se pasa al amhárico, la lengua oficial de Etiopía, cuando se dirige a la niñera, y retoma la conversación en inglés para contar su historia. Pronto, Amenti deberá hacer sitio al tercero de la familia.

“Viaje de cicatrización”

Además de dedicarse a la enseñanza, de hacer traducciones o de redactar informes para organizaciones de ayuda al desarrollo, Heran es miembro de la Ethipian Adoption Connection, una plataforma creada por Andrea Kelley, norteamericana madre de dos niños etíopes adoptados, destinada a permitir a éstos, una vez adultos, a conocer su pasado en el país de origen. Para “ponerlos en contacto con sus raíces”, puede leerse en la web. “Para mí, era un viaje de cicatrización. Saber que tenía una familia en Etiopía me ha tranquilizado”, dice Heran.

Los niños adoptados en Etiopía en los 80 y en los 90, ahora adultos, realizan el viaje de vuelta. Heran ha acogido a muchos en nombre “del derecho a saber lo que somos”. En su salón, esta mujer, que ha aprendido amhárico, dice: “Para mí, encontrar a mi familia, era dar con personas que me aceptaran por lo que soy”.

Ha tenido suerte. Fue su madre la que la encontró a ella y le contó su historia, la de su nacimiento fuera del matrimonio, el enfado de sus abuelos por el tabú al que debían hacer frente, la separación de la joven pareja y la marcha del bebé con la familia del padre, de donde la madre “secuestró” a la pequeña. Más tarde, llegaría el internamiento en un orfelinato de misioneras, donde se hizo pasar por la tía del bebé, en lugar de admitir que era la madre, el tiempo necesario para conserguir los medios que le permitiesen ocuparse de la pequeña Heran. Después llegó el día en que las hermanas le explicaron a la mujer que el bebé se había ido, por su bien, sí, con una familia neerlandesa.

Casi tres décadas después, Heran ha reconstruido a su manera las piezas que faltaban de su historia. No todos lo consiguen. Algunos se van antes de lo previsto. En general, sin expediente, no hay historia. En ese intento por dar con su pasado, muchos se topan con una administración sin medios, con archivos inexistentes e, incluso, con orfelinatos poco rigurosos.

“Los adoptados, ahora adultos, se interesan por sus orígenes, pero cuando se topan con una pared, la frustración puede derivar en sospechas”, explica Sébastien Roux, en una cafetería de la capital etíope. A mediados de marzo, el investigador del CNRS ponía punto y final a una estancia de dos meses en Etiopía durante los cuales conoció a muchos niños adoptados. “Esta ruptura con la posibilidad de encontrar su pasado puede generar malestar”.

No todos los investigadores están de acuerdo. Para algunos, la filiación biológica no se interrumpe, coexiste con la filiación jurídica y afectiva de los padres adoptivos. Para otros, se plantea un problema de determinismo. Sobre todo cuando, tras los orígenes, hay un Estado cuyos archivos nunca se han conservado bien. En Adís Abeba, el ministerio de la mujer, del niño y de la juventud no da curso a las peticiones de entrevista, los orfelinatos retrasan el momento y las agencias de adopción dan largas.

Flore no quiso insistir. La joven creció cerca de Dijon, en una familia católica practicante, blanca, con dos hermanas venidas de Corea. A los 24 años, viajó a Jimma, al oeste de Etiopía, porque el asunto la “atormentaba”. En el orfelinato en el que estuvo no ha encontrado ni rastro. Sólo halló su nombre en un registro del establecimiento de la capital donde estuvo, cuando era un bebé, antes de salir del país. Nada más. “Así confirmé mi paso por allí...”. Guillerette, una joven muy dispuesta, estudiante de Comunicación, terminará instalándose en Adís Abeba “por un tiempo máximo de dos años”. El objetivo es aprender amhárico –que quizás no sea la lengua de sus padres biológicos, pero sí es la de la administración– y conocer el país.

“No estoy segura de querer dar con mis padres [biológicos]. Estoy bien como estoy y tengo miedo a descubrir cosas que trastoquen mi bienestar actual”, dice, sentada en la terraza de un restaurante de la capital etíope. Así que, se limita a vivir. Se divierte, aprovecha para pasar desapercibida, con su piel oscura y su cabello rizado, en el anonimato que le proporciona Adís Abeba. “En Francia, me preguntaban si era de Martinica, de Guadalupe o de Marruecos. Aquí, desde que cruce la aduana, nada: me hablaban en amhárico”.

“Padres blancos, madre negra”

Los adoptados, africanos o asiáticos, rara vez pasan desapercibidos cuando están con sus padres blancos. En el país de adopción, a menudo son los diferentes –en el mejor de los casos– o son víctimas del racismo –en el peor–. En su país de origen, gozan de cierta indiferencia, en lo que al físico respecta, hasta que se produce el primer intercambio verbal, que a menudo pone de manifiesto su incapacidad a la hora de hablar la lengua nacional.

Hailyn habla de sus “padres blancos” y de su “madre negra”. De vuelta a Etiopía donde ha conocido a su abuela materna, esta joven en la treintena busca a ciegas. Cuando vino al mundo, su madre era menor y su padre desapareció, sin duda falleció en la guerra. Fue internada en un orfanato que dirigía un tío suyo. A los 7 años, una edad a la que ya se tienen recuerdos, se subió a un avión con su hermana y con otros cuatro niños. Iban rumbo a Ohio, tierra mormona, blanca y beata. Sus padres adoptivos y sus siete hijos biológicos creen que son huérfanos, mantienen el contacto con Etiopía, país al que regresan para ocuparse de la ONG que habían creado.

Para Hailyn, la llamada del país es muy fuerte. Regresó una vez con “su madre blanca”. Después lo ha hecho sola. En Estados Unidos nadie entiende por qué quiere regresar a Etiopía. Aquí también se lo preguntan. “Allí donde voy, me recuerdan que no soy de aquí”. También habla de un “proceso de cicatrización”, de esos rostros, esos sonidos, esos olores que le traen tantos recuerdos. Después habla de su amigos “que vienen todos de algún sitio”, de las preguntas, constantes, del “por qué estás ahí”.

“A los niños negros criados por padres blancos sistemáticamente se les considera de fuera”, dice Sébastien Roux. “Y después se les dice continuamente que tienen suerte”. Suerte por haber escapado de la pobreza, por tener un pasaporte que les abre las fronteras. De regreso al país, la familia biológica a veces espera mucho del niño que ha crecido en un país rico.

Esto molesta, a la fuerza. “Y mis padres [adoptivos], ¿no han tenido la suerte de tenerme?”. Sabrina tiene 27 años y la cabeza sobre los hombros. Hace unos meses que llegó a Etiopía “para conocer el país” y trabaja en el mundo de la comunicación, en una compañía circense de Adís Abeba. A la espera. ¿Buscar pistas sobre sus orígenes? Buf. “Quizás haya gente que sepa, quizás decidieron que mi expediente esté vacío...”. De momento, no le da importancia. No tiene tiempo ni ganas de hacer indagaciones. Le han dicho que la abandonaron al nacer en un hospital de Debré Zeit, a una hora de Adís Abeba. Allí no hay ni rastro de su paso. Mientras, Etiopía ha hecho como muchos otros países: ha cerrado sus puertas y las adopciones han disminuido.

En Europa, saben cuáles son las preguntas sobre sus padres blancos, belgas de origen italiano. En Adís Abeba, se ha acostumbrado a los comentarios sobre su rostro etíope y su poca seguridad al hablar amhárico. Preguntas, siempre hay. “No me había sentido tan belga hasta que no he llegado a Etiopía”, dice. De vez en cuando, ve a otras adoptadas de Adís Abeba. Heran la ha puesto en contacto con un grupito. Entre ellas, se encuentra Flore. Las dos francófonas se ven con frecuencia.

En la terraza del restaurante, la francesa da por terminada la comida y la conversación. “¿Cómo puedes dejar de pensar en esos 25 años que han hecho de ti lo que eres? ¿Hay que elegir?”. Elige las palabras que pronuncia. “Creo que hay que vivir con ello”. “Con ello”, la diferencia.

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Traducción: Mariola Moreno

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Hubo un momento, impensable años atrás, en que sus dos madres, una etíope y la otra neerlandesa, se abrazaron. “Fue... extraño”, admite Heran Tadesse, en el salón de la casa de Adís Abeba donde ha rehecho su vida. En la pared, puede verse en un marco de madera, la imagen de sus hermanos etíopes, sonrientes. Al otro lado del pequeño jardín desordenado, los automovilistas tocan el claxon a los estudiantes que se han saltado las clases y que se apelotonan en la acera. “Mi madre etíope se quedó dos meses con nosotros, en los Países Bajos”. Dos meses durante los cuales la joven de 18 años y su madre biológica aprendieron a conocerse, hablaron, fueron de compras y salieron. Menos de un año antes, Heran pensaba que era huérfana. Lo decía su expediente, tan exiguo que solo constaba de un simple folio; así lo creyó ella y sus padres adoptivos. Hasta que supo, por una llamada telefónica, que su historia empezó en una zona rural etíope.

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