Hasta ahora, en España, cualquiera podía ser periodista. Tuviese una licenciatura en Comunicación, un título en Arqueología o un curso de mecánica por correspondencia. Cualquiera podía, por ejemplo, dar de alta un sitio web, autodenominarse periodista y empezar a publicar noticias en nombre de la libertad de información.
Y nadie podía discutírselo, como tampoco negarle el derecho a recibir dinero público o privado a través de publicidad o de cualquiera de los mecanismos más o menos opacos que las instituciones y las empresas utilizan para dar a conocer su trabajo o sus productos (y para financiar los altavoces que más les interesan).
La consecuencia era evidente: como no había reglas para decidir qué es un periodista y qué no lo es, tampoco había mecanismos para sancionar a quienes incumplen las normas y los códigos deontológicos en los que debe apoyarse la práctica profesional.
Esa indefinición, sin embargo, está a punto de cambiar. El Consejo de Ministros se dispone a aprobar, en los próximos días, un anteproyecto de ley de regulación del derecho al secreto profesional de los periodistas y de las empresas o entidades responsables editoriales de los medios en el que, por primera vez en la historia de España, incluye una definición legal de periodistas y medios.
El borrador de la futura ley, al que ha tenido acceso infoLibre, establece que, a partir de la entrada en vigor de esta nueva norma, será periodista “toda persona física o jurídica que se dedique profesionalmente a la búsqueda, tratamiento y difusión de información veraz de interés público, a través de cualquier medio de comunicación, con la finalidad de hacer efectivo el derecho a la información”.
Las claves del anteproyecto para distinguir entre un periodista y alguien que no lo es son, por tanto: tener una dedicación “profesional”, difundir información “veraz de interés público”, y hacerlo al servicio del derecho a la información de los ciudadanos.
Actividad profesional y buena praxis
La ley no lo dice, pero los criterios jurídicos y profesionales tradicionalmente aceptados sugieren que, para considerar que se trata de una actividad principal y continuada, debe haber una dedicación habitual, no esporádica, a la búsqueda, tratamiento y difusión de información veraz de interés público. No basta, por tanto, con publicar contenidos informativos puntuales o en redes sociales: el carácter profesional implica que se trata de una ocupación principal o de una forma de vida que se ejerce a través de medios con “responsabilidad editorial” o, lo que es lo mismo, que se hacen corresponsables de lo difundido.
En España, ha sido el Tribunal Constitucional el que históricamente ha delimitado lo que es “información veraz”: aquella que es producto “de una investigación diligente; esto es, que el informador haya realizado, con carácter previo a la difusión de la noticia, una labor de averiguación de los hechos sobre los que versa la información y haya efectuado la referida indagación con la diligencia exigible a un profesional de la información”. No se trata, pues, de una exigencia de verdad absoluta, sino de una “forma de proceder” en aras a la protección del derecho del público a la formación de una opinión pública libre, basamento de la democracia.
¿Y qué significa que el trabajo que desarrolla deba tener como objetivo directo contribuir al derecho a la información de la ciudadanía? Pues que no se dedique a la producción de contenidos orientados únicamente a entretener, persuadir, hacer propaganda, marketing o crear opinión sin base informativa. Y que se sujete a normas deontológicas (las reconocidas por los colegios profesionales, las únicas entidades que en España tienen reconocida legalmente la representación de los periodistas), el de la FAPE o los de organismos como la Unesco o el Consejo de Europa. El criterio, por tanto, no puede ser solo el contenido, sino cómo se ejerce el periodismo: veracidad, contraste e independencia, entre otras exigencias.
Este planteamiento excluye, por ejemplo, a creadores de contenido o influencers que informan de temas sociales, pero sin tratamiento periodístico ni sujeción editorial; a activistas, portavoces o personas que publican información útil o relevante, pero no de forma profesional ni bajo estándares periodísticos y a ciudadanos que difunden información, aunque sea veraz, incluso relevante, pero lo hacen sin estructura, continuidad, ni responsabilidad editorial.
Imaginemos dos personas. La primera trabaja en una web informativa, cubre tribunales y redacta crónicas judiciales. Tiene contrato o trabaja de manera autónoma con ingresos estables por esta labor y sigue normas éticas, verifica sus fuentes, y firma sus textos. La segunda tiene un canal de YouTube donde habla de política. A veces acierta con primicias, pero no verifica fuentes. Su objetivo es influir en la opinión pública y monetizar visitas y no trabaja bajo normas deontológicas ni con control editorial externo. La primera sería periodista; la segunda no.
Lo que no dice el anteproyecto es que, además, para ser periodista profesional sea necesario contar con una titulación oficial en Comunicación como las que expiden casi medio centenar de universidades en España. Una ausencia que viene a certificar que la licenciatura carece de valor legal para convertirse en profesional de la información. El Gobierno quiere consolidar por ley que cualquiera, licenciado superior o no, pueda convertirse en periodista, siempre que cumpla con la definición establecida en la futura regulación del secreto profesional.
¿Una titulación inútil?
Esta decisión no solo convierte en papel mojado la licenciatura como requisito para convertirse en periodista, sino que deja en el limbo a los colegios de periodistas de ámbito autonómico. Todos exigen la titulación oficial para acceder a la condición de periodista colegiado, como sucede con otras profesiones, desde ingenieros técnicos informáticos a fisioterapeutas, higienistas dentales o logopedas.
La norma no tiene más remedio que establecer quién es periodista para que, de ese modo, se pueda decir quién tiene derecho a invocar el derecho al secreto profesional para proteger a sus fuentes. Por eso también define qué es un medio (un servicio de medios de comunicación) y quién es su responsable editorial (un prestador de servicios de medios de comunicación).
El borrador define como medio a “todo servicio cuya finalidad principal, o la de una parte indisociable del mismo, consista en ofrecer información de interés público por cualquier medio bajo la responsabilidad editorial de un prestador de medios de comunicación”. Y, como responsable editorial, a “toda persona física o jurídica cuya actividad profesional es prestar un servicio de medios de comunicación y que ostenta la responsabilidad editorial sobre la elección del contenido” de ese servicio “y determina la manera en que se organiza”.
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De acuerdo con esta doble definición, no será un medio de comunicación en España quien publique esporádicamente, carezca de estructura editorial, mezcle información con promoción, opinión o activismo y no disponga de un responsable identificado que asuma el contenido. Y no será considerado “responsable editorial” quien cree contenido sin estructura profesional, se limite a gestionar publicidad o tecnología o publique a título individual, sin distinguir roles ni asumir la edición general.
El borrador reconoce el secreto profesional a los periodistas y a los responsables editoriales que se ajusten a estas definiciones fijadas en su articulado. Ambos tendrán derecho a “no revelar la identidad de sus fuentes, el canal de comunicación a través del cual se transmitió la información y cualquier otro hecho, circunstancia, indicio, referencia o dato, de carácter personal o no, que, directa o indirectamente, pueda llevar a la identificación de la persona o entidad que proporcionó la información”, y podrán también negarse a entregar material, dispositivos o herramientas de trabajo que contengan información susceptible de identificar a una fuente.
Pero no será un derecho absoluto. El Gobierno quiere que los jueces puedan saltárselo cuando tengan “constancia de que la fuente ha falseado conscientemente la información”, cuando sea el único modo de “evitar un daño grave e inminente que afecte a la vida, integridad física o seguridad de las personas” o para “evitar un riesgo grave e inminente para la seguridad nacional o afecte gravemente a los elementos esenciales del sistema constitucional”.