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Librepensadores

Nunca más, mayorías absolutas

Javier G.Sabín

Hemos vuelto a ver en la pasada legislatura el filo de las mayorías absolutas: la vía libre en medidas de gobierno; el pleno control de una cámara parlamentaria. Quedan al final las heridas de la ley mordaza y los desahucios; el desvío de fondos públicos y la impunidad ante el fraude fiscal; la desarticulación de la sanidad y el deterioro del sistema educativo.

Me marcho, pero el Estado siempre permanecerá, decía un rey absoluto. Pronto se marcha otro Gobierno absoluto, y de su triste legado, daremos siempre pruebas de permanencia.

Estos cuatro años de dominio popular nos han mostrado la cara más oscura del sistema: la degradación del marco institucional, la represión policial, los escándalos de corrupción... El espíritu del 78 era una sombra política retratada en el plano gubernamental desde 2011 hasta 2016. Y en esos años, la conciencia democrática se ha reagrupado en las calles, en las plazas, al margen de un juego parlamentario de corbatas y maletines de cuero.

Desde hacía un tiempo, la política española era dual; la propia sociedad se había dualizado: el poder se incluía en el privilegio de unos pocos, pero las mayorías construían un método de acción autónomo para arrebatar el poder a los poderosos. Al principio, era el fervor de la calle frente al inmovilismo parlamentario; voces fáciles de contener, de silenciar. Enterraron la indignación ciudadana, la semilla de la regeneración democrática. Y pronto floreció en una lucha institucional que, entre golpes mediáticos, ha obligado a una renovación estética entre las élites convencionales.

Pero con la adaptación de los partidos de siempre y la forzosa apertura del tejido institucional, se han visto incoherencias en todo el período de pre y poscampaña: sin ir más lejos, hace unos días Javier Maroto aludía a la nueva política y la necesidad de aplicar otro método de acción parlamentaria... ¡El PP hablando de regeneración y de “nueva política, y eso que representa la principal reacción ante el proyecto de renovación democrática! ¡Sólo falta que hagan de Aznar o Mariano Rajoy estandartes del aperturismo y de las nuevas formas de hacer política! Pero no hablaremos ahora del PP, pues de momento (y aunque a nadie sorprendería) no se ha postulado para liderar un “gobierno del cambio”:

Y es que eso mismo ha hecho el PSOE: de ser una fuerza de reacción, uno de los pilares del modelo tradicional previo a 2016, ha pasado a hacer de la “nueva política” una de sus mayores armas dialécticas. ¡Y hasta pretenden liderar un “gobierno de cambio”! ¿Un gobierno de cambio liderado por una formación opuesta a los cambios? Pues como poco, nos recuerda a la Bulgaria de 2001: una república que cede el gobierno a su propio rey destronado. Y podrán pensar, aunque siendo un poco inocentes, que el PSOE fue un partido tradicional hasta la llegada de Pedro Sánchez; que se ha renovado; que se ha adaptado para ser una herramienta al servicio de la nueva realidad social y las demandas ciudadanas de cambio. Pero ahí siguen Felipe González y Alfonso Guerra; Chávez, Griñán y los escándalos de Andalucía; Pepiño Blanco, la operación Campeón y su labor actual como diputado europeo; los acuerdos con el PP en Euskadi. Ahí siguen los desahucios en los municipios socialistas; las privatizaciones sanitarias de Susana Díaz; los barones en consejos de administración empresarial.

Pedro Sánchez es un político honrado, pero sus intenciones se diluyen en un mar de corrientes contrarias a la regeneración socialista. Y contracorriente, solo podrá ofrecer un espejismo de cambio: un gobierno PSOE-Ciudadanos; una coalición roja y naranja que pronto se volverá azul, el color de las naranjas podridas.

Sólo quienes soñaron con el cambio en las plazas, podrán impulsarlo desde el Gobierno. Lo demás serán teatros de investidura, estrategias dialécticas y demagogia en los debates.

Pero al margen de la tensión institucional, volvemos a la idea del principio: nunca más mayorías absolutas. Pues si algo hemos aprendido de esta España turnista y alejada de lo social, es que fue el poder casi absoluto de sus representantes (cosechado en mayorías absolutas) lo que impidió la representación real. ¿Qué importaba una mala gestión si al final en cada período de elecciones se apoyaba masivamente a quien no lo hubiera hecho peor? La democracia no es solo votar cada cuatro años para hacer de la representación institucional una herramienta de autoridad sin control; no es un traspaso de la “gracia divina” a la “gracia del pueblo”. Los ciudadanos somos el núcleo del modelo institucional, no una herramienta para legitimar cada cierto tiempo las medidas de unos pocos. No volvamos a cederles plenos poderes; no volvamos a ceder la actitud crítica ante promesas de bienestar. Nadie gobernará por nosotros si no nos gobernamos nosotros mismos. ¡Nunca más un país sin su gente, ni tampoco con mayorías absolutas!

Javier G.Sabín es socio infoLibre

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