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Eñe de Iñárritu

Eñe de Iñárritu

Ramón Reboiras (Ctxt)

Cuando el impetuoso Guillermo Arriaga puso en duda ya en tiempos de 21 gramos la primacía intelectual sobre sus películas de Alejandro G. Iñárritu nos asaltaron serias dudas sobre la capacidad del cineasta mexicano para asaltar la gran competición cinematográfica sin dejar de ser una bonita excepción de apellido latino. No era para menos. Si algo caracteriza a este prodigioso director es la endeble parte narrativa de un discurso donde gana una apabullante realización visual, una escritura en imágenes, sobre la parte literaria propia de un contador de historias. A Iñárritu le gusta más oler la presa literaria que cocinarla.

La dudas, después del encendido divorcio del tándem, se han ido desvaneciendo con el paso del tiempo. Dos oscars consecutivos, que nadie había conseguido en la dirección, y una reconciliación entre el gran público y el más cinéfilo han puesto sobre la alfombra roja de los festivales del mundo a un auténtico fuera de serie.

Arriaga tenía parte de razón. No le ha hecho falta a Iñárritu gobernar la escritura ni contar buenas historias para dejarnos asombrados con dos descargas seguidas de alto voltaje, primero su Birdman y ahora mismo El renacido. Se admiten críticas, sobre todo esta última vez, pero está muy claro cuáles son las bases en las que se asienta la huella del cineasta: un tremendo trabajo actoral apoyado en unas visionarias dotes audiovisuales.

La eñe de Iñárritu trae a la memoria la eñe de Buñuel, los dos sobre el fecundo territorio mexicano, una comparación imposible que, sin embargo, redunda en la misma dirección de apóstatas. Aunque resulten incomparables, la simiente de Los olvidados de Buñuel está en la rebeldía de El renacido. La supervivencia como gran aliado del celuloide cuando se trata de contar otra vez la lucha por la vida, en el caso de Buñuel con el neorrealismo de entonces, en el caso de Iñárritu como un documental de los tiempos (y los medios técnicos) de la era National Geographic.

Hay dos cosas que Iñárritu hace a la perfección: camelar a Hollywood y su staff de estrellas que militan contra el calentamiento global (de Sean Penn a Leo DiCaprio) y la buena suerte a la hora de servirse de dos talentos en estado puro, ambos también mexicanos, ambos fotógrafos, primero Rodrigo Prieto y, ahora mismo, el incomparable Emmanuel El Chivo Lubezki. Como en tiempos de Buñuel, con el gran Gabriel Figueroa tras las lentes en blanco y negro, ahora corresponde el prodigio de la linterna mágica a este visionario que sabe filtrar como nadie la luz atormentada de Alberta o ponernos a navegar por el espacio sin salir del salón (Gravity de Alfonso Cuarón). Si sumamos al elenco mexicano al fantástico Guillermo del Toro y al más minoritario Carlos Reygadas (vean, por favor, Luz silenciosa y me cuentan) tenemos en el DF una cuna de cincuentones que han logrado convertir el cine actual en un llano en llamas.

Hace tiempo tuve la ocasión de estar con Iñárritu un par de horas (su agenda es tan complicada como la de Obama) en la Fnac en una firma del libro Babel editado por Taschen que recogía el trabajo, una vez más, de grandes fotógrafos invitados al rodaje como Mary Ellen Mark o Graciela Iturbide. Firmó cuarenta y pico de ejemplares de una edición cara y por lo menos cuarenta eran para mujeres que salían con la sonrisa de llevarse un bolso de Chanel. Su seducción sin límites, su aspecto racial, su verbo encendido y ahora su nuevo papel de “último hombre salvaje” explican también parte de su momento de gloria. No hay proyecto que se le resista mientras sigue felizmente casado.

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En esta batalla en pleno Paseo de la Fama, no hay que echar en el olvido a su viejo compañero de armas, Guillermo Arriaga, al que tanto le gustan las escopetas. Lejos de la tierra quemada es una de las películas más hermosas y desgarradas de los últimos tiempos. Una hoguera que no tiene por qué ser de vanidades, sino de pura competencia intelectual. Viva México, Viva Churubusco.

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