Literatura

El tormento y el éxtasis de Gerald Brenan

Brenan

Antonio G. Maldonado

La obra del hispanista inglés Gerald Brenan aún guarda muchos secretos. La poderosa luz de su análisis histórico de España, que ha dado títulos canónicos de la bibliografía sobre nuestro país como La faz de EspañaLa faz de España o El laberinto español, ha instalado injustamente en las sombras otras partes de su obra que merecen la misma consideración crítica y literaria.

De ello parece haberse dado cuenta el editor Carlos Pranger, albacea literario de Brenan, que ha ordenado y traducido en pocos años gran parte del archivo del hispanista, que incluye cartas, aforismos, obras de teatro, ensayos e incluso novelas inéditas que se salvaron de la quema a la que, ya en su vejez, el escritor sometió a sus textos.

Aparece ahora, prologado por el mismo Pranger, y en traducción de Laura Naranjo y Carmen Torres, Diarios sobre Dora Carrington (Editorial Confluencias), del que infoLibre publica un extracto. “Brenan y Carrington mantuvieron un romance por fascículos, entre real y ficticio, epistolar, una especie de amor con tintes oníricos o, más bien, de desamor destructivo”, escribe Pranger en el prólogo.

La obsesión de Brenan con Carrington comenzó en los campos de batalla de la I Guerra Mundial, donde sirvió como enlace y fue condecorado por su valentía (o temeridad). Constreñido por la férrea moral victoriana y un padre militar autoritario del que huía, vivó el conflicto sin sufrir el debate interior permanente entre la promesa de una vida y la nada de la muerte. El asidero se lo regaló la descripción que un compañero de destacamento le hizo de una estudiante de arte que había conocido durante uno de sus permisos.

En 1919, angustiado ante la posibilidad de la decepción, Brenan conoció a la pintora Dora Carrington, de la que se enamoró con una sensación opresiva y obsesiva. Dora, sin embargo, sentía un amor platónico por Lytton Strachey, destacado miembro del Grupo de Bloomsbury, biógrafo de personajes victorianos, y a la sazón homosexual. De modo que los encuentros entre el escritor y poeta en ciernes Brenan y la excéntrica pintora Carrington se sucedían con tanta inconstancia como sufrimiento para él. A sus estancias en Yegen (el pequeño pueblo de las Alpujarras granadinas al que Brenan se había trasladado en 1919) se sucedían largas temporadas de abandono y ausencia en las que Gerald se autoflagelaba leyendo las cartas que ella, altiva, enviaba desde una posición segura y a veces hiriente.

Versos sueltos del 'Grupo de Bloomsbury'

El tormento de Brenan aumentó cuando Dora se casó con su mejor amigo, Ralph Patridge. El matrimonio se fue a vivir junto a Lytton Strachey, encantado de tener cerca al atlético Ralph. Los celos de Brenan no encajaban en los modos de los escritores del grupo de Bloomsbury, impregnados de un aire de modernidad y racionalidad que repudiaba el padecimiento y los modos románticos del sufrido Gerald. Tampoco a él le gustaba el grupo, al que veía encorsetado, como lo fueron la educación victoriana y el padre autoritario de los que trataba de huir. Brenan se sentía identificado con el misticismo purificador que leía en San Juan de la Cruz y Santa Teresa (de los que escribió sus biografías), y no desdeñaba el dolor romántico como un asunto banal de otros tiempos.

Brenan empezaría estos diarios a su regreso a Inglaterra, en 1925, casi quince años después de que comenzara una relación que, a la postre, le dio la madurez que buscaba en sus viajes para convertirse en poeta y escritor. Sus diarios fueron la forma (tan común a lo largo de los tiempos) de exorcizar el fantasma de Dora, que le perseguía y se apoderaba de su voluntad y su obra. Llega a compararla con Santa Taresa, obsesiones que siempre le resultaron esquivas. El punto final del diario coincide con el de la relación, en 1928.

Dora también fue esquiva a los mandamientos de Bloomsbury y llevó su obsesión por Strachey hasta las últimas consecuencias. Se suicidaría aparatosamente en 1932 tras la muerte de Lytton disparándose en el costado con una escopeta, y sufriría varios días de agonía. Brenan no estaba tan seguro de que, ni siquiera en ese caso, pudiera olvidarla. “El alma se convierte en una estrella; es decir, el recuerdo de su muerte, de su anulación, queda preservado para toda la eternidad y se marca a fuego en el cielo para que nunca se olvide. Sus cabellos se habían tornado en una riada de sangre y fuego. La segunda imagen era la de un inmenso e inexplicable abismo que nos separaba”, escribió en 1925.  

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