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Ángel Gabilondo: "Prefiero lo que me desvela a lo que me da sueño"

María Granizo Yagüe

“El mejor modo de defenderse es no parecerse a ellos”. Ni los rifirrafes partidistas en la Comunidad de Madrid, ni el vergonzoso y cruel drama vivido por muchos de nuestros mayores durante la pandemia en algunas residencias, hacen que este vasco, fiel a las palabras de Marco Aurelio, se asome al precipicio de la descalificación, del feísmo barato, de cualquier gesto que ahonde en la divergencia para mostrar su disconformidad. El título de uno de sus libros le define: Alguien con quien hablar. Un hombre que ha dedicado su vida a dibujar “un espacio de encuentro en el que la palabra es protagonista” y, a través de ella, a insistir en que “la cultura es la clave del futuro”.

Guiado por la dimensión humana de la política y por el sueño que llegó a acariciar de un pacto nacional por la educación, Ángel Gabilondo pertenece a una familia de nueve hermanos que heredó de sus aitas la cultura del esfuerzoaitas , de la honradez y de la dignidad. María Luisa y José Ignacio, sus padres, la sembraron sin discursos, sólo a base de ejemplo, de sudor, de respeto y de mucho trabajo en su negocio familiar del Mercado de la Bretxa. Una fórmula que hizo mella en un hombre de buen sentir y buen convivir, extremadamente educado, rara avis de una crispada escena política que, lejos ya de los tiempos en los que la sotana le tentó, proclama ser un enamorado de la familia, de la metafísica, de la sanidad y de la educación pública. También de los deportes de equipo y de la Real Sociedad; del olor a salitre; de la universidad; de quienes afirman que hay que aprender a aprender “pero sin olvidar que hay que enseñar a aprender”.

El quinto hijo de unos carniceros

Portavoz del Grupo Socialista en la Asamblea de Madrid, el quinto hijo de los Gabilondo no milita en ningún partido ni agita estandartes: “No quiero un partidismo profesional. Estoy conmigo defendiendo lo que creo”. Pertenece a una estirpe de bandera que creció entre el cuarto piso del número 5 de la calle Churruca, “en el que olía a asado en el horno y al café con leche familiar”, y la plaza posterior a la carnicería en la que trabajaron los padres y su segundo hermano, Javier. A la entrega y al esfuerzo de los tres, Ángel debe, como sus otros siete hermanos, una carrera universitaria y el ejemplo de quienes se sabían, en buena parte, responsables del futuro de sus hijos y sus hermanos.

En aquella vía donostiarra, por la que pasaba el tranvía que llegaba hasta la frontera de Irún, el primogénito de la familia, Iñaki, soñaba con entrar en la emisora que acabaría dirigiendo con 27 años, Radio San Sebastián. Mientras,Ángel hacía sus primeros regates con un balón. Su pasión por la Real Sociedad la mamó de su padre, que le regaló, como al resto de los hijos, el carné de socio del conjunto txuri-urdin cuando hizo su primera comunión.

Su palabra favorita: gracias

De jugar al fútbol en las bajamares de La Concha y en el patio de su colegio del Sagrado Corazón de San Sebastián, pasó a estrenar la década de los años setenta como hermano Gabilondo, un docente de la congregación corazonista que ya se mostraba como un avanzado en una época de estricta disciplina franquista. Entendiendo la vida, como el deporte, “como un juego de acción volcado a los otros”, dejó los dictados indiscutibles del catecismo en la puerta de sus clases. Dentro de su aula, no había temas tabú, se favorecía el debate, se buscaba más la pregunta que la respuesta, se cantaba, se cultivaba la oratoria y se organizaban sesiones de cinefórum. También se ponía en valor su palabra favorita: gracias. Sus alumnos preadolescentes se las dieron correspondiendo a aquel chorro de aire fresco con admiración, cariño y con un disco inolvidable que recogía la voluntad solidaria del mundo del rock en el primer concierto benéfico de la historia musical: el álbum del directo de George Harrison, en el Madison Square Garden, Por Bangladesh.

Ese vinilo se sumó a una cuidada discoteca que disfruta, una y otra vez, como el Arabesque de la dulce anglo-francesa Jane Birkin. También los temas de spaghetti westerns como El bueno, el feo y el malo y composiciones de obras maestras cinematográficas, como Novecento, La Misión o Cinema Paradiso, que han convertido las melodías de Ennio Morricone, el genio que esta semana nos dejó de silbar joyas, en la banda sonora de su vida.

Un filósofo apasionado por el fútbol

Seducido por el “atrévete a pensar” de Kant, se despidió de la década de los setenta regresando a la vida seglar y buscando saciar su sed de preguntas estudiando Filosofía y Letras. El joven coqueto, que se colocaba el primero en la larga fila del único baño del domicilio familiar para probarse los jerséis heredados de sus hermanos mayores, conoció el amor y repitió dos veces la experiencia de ser padre. Frente a la gran pantalla, se dejó encandilar por la maestría interpretativa de Meryl Streep poniendo rostro a Karen Blixen en sus Memorias de África. Sin safaris ni avionetas de por medio, su ansia de conocer otros mundos y de implicarse por completo en su trabajo doctoral sobre Hegel, que acabó con sobresaliente, le llevó a vivir en Bremen y Bochum. La misma Europa Occidental en la que cincuenta años antes se desarrolla la acción de Babylon Berlin, la serie alemana de Tom Tykwer que Gabilondo recomienda.

Suscribiendo al filósofo germano de su tesis, “nada grande se ha hecho sin pasión”, continuó sus estudios en la Universidad Autónoma hasta convertirse en catedrático de Metafísica, decano y rector para “hacer universidad de otro modo, sin exclusiones, innovadora e involucrada en lo social”. A finales de 2007, fue designado presidente de la Conferencia de Rectores defendiendo la creación de redes entre los distintos centros universitarios y destacando “el error de investigar sólo lo que requiera el mercado”. Ni las primeras canas ni su privilegiado puesto le impidieron atarse los cordones para quitarse la espinita de “centrocampista frustrado” y jugar en equipo, de vez en cuando, con el balón. Con menos ímpetu, pero con un entusiasmo que le ilumina el rostro recordando años mozos de fútbol, adoptó, después de la Real, al equipo de su corazón, el Werder Bremen.

De la pizarra universitaria a la cartera ministerial

Desplegando una pasión paralela a la futbolística, pero mucho más meditada y trabajada, la de la docencia, este político “de paso” con espíritu de filósofo, soñó con hacer valer su compromiso social y educativo más allá de sus actuaciones diarias en las aulas. Por eso, en abril de 2009, le dijo sí a José Luis Rodríguez Zapatero cuando éste le ofreció suceder en el cargo de ministro de Educación y Universidades a Mercedes Cabrera. Pese a tener que aceptar la pompa, las fotos, la exposición pública, el tiempo pegado a guardaespaldas y el escrutinio cotidiano, agarró con firmeza la cartera de ministro. Su hermano Iñaki alabó su “valentía” pero también le advirtió que “entraba en la boca del lobo”.

Su afán por frenar el debilitamiento de la educación pública pudo más que su renuncia a la vida discreta que le imponen su inteligencia y su manera de ser. Hombre de acuerdos y de convergencia, trató de abrir el debate sobre el doblaje de las películas para facilitar el aprendizaje de idiomas. Dedicó sus esfuerzos a lograr un gran pacto de Estado por la Educación para poner fin, cada cambio de gobierno, al disloque de continuas reformas con más inspiración partidista que educativa. Su interlocutora directa fue la número dos de los populares, María Dolores de Cospedal. El metafísico de los Gabilondo Pujol acarició su sueño, pero la firma se le escapó por milímetros. Los populares decidieron, en el último momento, no suscribirlo. Aceptó la decepción: “cuando bajas al volcán no te puedes quejar del calor”. Sin embargo, su altura intelectual y su corazón de docente no se resignaron a dejar de proclamar que la educación “es la puerta de salida a la crisis”. Sus dos años y medio como ministro no fueron baldíos: el fracaso escolar bajó en casi cinco puntos y el absentismo en tres.

Con la derrota del PSOE en las urnas, en noviembre de 2011, Gabilondo salió del ministerio con la misma discreción con la que llegó. Lejos del Parlamento, recuperó tiempo para “cuidar los detalles, darle mucha intensidad a cada instante”. También para su necesidad de escribir con tranquilidad; para seguir “nadando” y cultivar “serenidad”; para disfrutar de sus hijos, de su pareja y de sus hermanos; para reencontrarse con más frecuencia con los dos lugares que, pese a no tener pizarra, también son su sitio: la Playa de la Concha y la gaditana Playa de los Alemanes.

Fiel defensor de la gestión directa de los servicios públicos

Este hombre de “frente despejada”, como dice bromeando, nunca se conformaría con pasar el tiempo solo contemplando el mecer de las olas y dando de comer a las palomas. A sus 71 años quiere parecerse a sus padres y sigue prefiriendo “las cosas que me desvelan a las que me dan sueño”. Reconoce que continúa teniendo “deseos casi juveniles: el deseo de un mundo justo y más libre, donde no exista pobreza, ni miseria ni ignorancia”.

Consenso musical con una niña de 8 años

Consenso musical con una niña de 8 años

Su convencimiento de que hay otra forma de gobernar, de aproximarse a la ciudadanía apostando por los ciudadanos, le llevó a someterse a las urnas, en 2015, como cabeza de cartel del PSOE en la Comunidad de Madrid. En mayo del mismo año, en las elecciones a la Asamblea, fue elegido diputado y, un mes después, se convirtió en portavoz del grupo socialista en el parlamento regional. En 2019, repitió candidatura en la lista del PSOE ganando estas elecciones. Su convencimiento de que “nada es más rentable que los servicios públicos”, que cuando se privatizan “salen más caros”, su afán de “universalizar la educación” y su capacidad de “respetar la pluralidad”, siguen intactos. También su rechazo a los eslóganes electoralistas: “Cuando se bajan los impuestos a todos, se beneficia a quienes más tienen”.

Destilando cordialidad y reconciliación, Ángel Gabilondo recalca que lo mejor de nuestro país es que “hay un principio de solidaridad para los momentos difíciles y de laboriosidad, se diga lo que se diga. Lo peor es una cierta tendencia hacia el escepticismo o al pesimismo, en algunos ámbitos, que no nos lo podemos permitir”.

Insistiendo en que “la libertad sin justicia no es libertad”, el diputado con más alma de profesor despide su Playlist. Regresa a las páginas de uno de sus libros favoritos: Moby Dick. Asistiendo a la travesía del ballenero Pequod, la de todos nosotros, en la obsesiva persecución del gran cachalote blanco, recuerda que “ni los honores, ni los poderes, ni las riquezas en sí mismos hacen feliz. Sólo la salud, en todos los sentidos de la palabra, hace la vida gozosa”.

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