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'Volver a las raíces. Una izquierda europea contra la desigualdad'

Portada de 'Volver a las raíces'.

Jonás Fernández

¿Para qué sirve la Unión Europea hoy? ¿Qué función cumplen sus instituciones en un continente sobre el que no parece cernirse ya la amenaza de otra guerra? ¿Sigue siendo fiel a los principios que guiaron su nacimiento? Estos son algunos de los interrogantes que plantea el eurodiputado socialista Jonás Fernández en Volver a las raíces. Una izquierda europea contra la desigualdad (Clave Intelectual). Con el desarrollo de los mercados globalizados, los Estados nación han ido desdibujándose como herramientas de intervención política. Sin embargo, las dos crisis que han azotado el planeta —la fiscal-financiera de 2007-2011 y la actual emergencia ocasionada por el covid-19— han agravado los problemas de nuestros sistemas democráticos y han puesto de manifiesto la necesidad de mecanismos regulatorios transnacionales. Urge, pues, que la socialdemocracia recupere la iniciativa y se sirva de la Unión Europea para regresar a una concepción materialista de la política. infoLibre recoge aquí la introducción de su ensayo:

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Introducción

Europa atraviesa momentos complejos. Esa inestabilidad no se circunscribe solo a la Unión Europea y a los países que la componen. Al otro lado del Atlántico, las incertidumbres son también muy evidentes. En los últimos meses, el entorno global ha comenzado a virar hacia una mejor dirección. La respuesta comunitaria a la crisis de la COVID o la llegada de la Administración Biden en Estados Unidos alumbran un futuro más optimista, pero los riesgos y muchas de las causas subyacentes del debilitamiento de la democracia liberal y de las herramientas para la cohesión social y territorial siguen presentes.

Podríamos acordar que el marco institucional en el que se asentó Occidente después de la Segunda Guerra Mundial, actualizado tras la caída del Muro de Berlín, se está tambaleando. Tras una década de poder unipolar global en manos de Estados Unidos en las postrimerías del siglo pasado, las resistencias rusas para integrarse en el marco multilateral, la configuración de un nuevo fundamentalismo islámico, la emersión de nuevas potencias autocráticas en la esfera internacional, especialmente China, y la propia retirada de Estados Unidos en los últimos años han dado lugar a un mundo carente de cauces institucionales estables, aún con las promesas de Biden pendientes de desarrollo.

Mientras, la globalización capitalista ha ido ganando espacios de desarrollo. Las últimas guerras arancelarias o el impacto de la pandemia del coronavirus han aminorado su ritmo de expansión, pero las fuerzas que conducen la expansión del capitalismo, no siempre del mercado libre, siguen presentes. El mundo se dirige hacia un mercado capitalista global, más mercantilista que librecambista, toda vez que no hemos logrado retejer una nueva institucionalidad.

La Unión Europea, último vestigio en pie de los proyectos occidentales de posguerra, ha ido ganando espacio e influencia, pero lo está haciendo a un ritmo menor del necesario. Aún con los esfuerzos europeos para atarse a un mundo institucionalizado y basado en reglas, las dinámicas globales transcurren, de momento, por otros derroteros.

Con esa situación general, una gran parte de la ciudadanía occidental se encuentra confusa, perdida. Las instituciones multilaterales que amparaban un marco de relaciones internacionales ordenado están en cuestión. Las normas que un día ordenaron el funcionamiento del mercado y establecieron cauces de redistribución de las oportunidades y de la renta, para ampliar los espacios de libertad, han perdido su capacidad de implementación de forma notable. Hemos pasado muy rápidamente de un marco de libertades, oportunidades y cohesión, a una realidad que no logra ofrecer un mejor futuro a las generaciones más jóvenes, ni una esperanza a quienes se desenganchan de la prosperidad.

Lamentablemente, las certidumbres construidas sobre los miedos de la primera mitad del siglo xx se están evaporando en esta nueva centuria, y dejan tras de sí unas sociedades atemorizadas. En este magma, se airean viejos miedos frente a los movimientos migratorios, se reaniman vocaciones nacionalistas y observamos una pérdida del vigor democrático de nuestros sistemas de gobierno, atenazados también por las amenazas populistas.

Y ante esta situación, la izquierda europea, el pensamiento socialdemócrata, sigue algo desnortado, pendiente de una reactualización urgente. Sin duda, la aproximación europea a la crisis derivada de la pandemia es diametralmente opuesta a la que se siguió después de la crisis financiera y fiscal de hace una década, pero continuamos, por ejemplo, sin una política migratoria consistente y solidaria, y las amenazas iliberales están aún muy presentes.

La victoria de los mercados globales y el peso del pensamiento dominante neoliberal han ido reduciendo la influencia de la acción colectiva en la gestión de los asuntos públicos. Los sistemas tributarios nacionales se eluden fácilmente. Incluso las regulaciones sectoriales a escala nacional pueden inducir respuestas por parte de las grandes corporaciones globales, cuyo ámbito de actuación son los mercados internacionales, que invaliden los objetivos públicos de las reformas. Las políticas económicas de la izquierda han perdido singularidad.

Pero esta dilución de la soberanía efectiva alcanza, cada vez más, a otras áreas de intervención pública, desde la gestión de las migraciones al combate contra el deterioro medioambiental, pasando por el primer compromiso de un gobierno que no es otro que la seguridad de sus ciudadanos. Esta descripción de las condiciones del entorno, evidentes de manera creciente desde finales del siglo pasado, no limitan tan solo a los gobiernos nacionales en Europa. Percibimos, insisto, esa misma pérdida de eficacia del poder político más allá de las fronteras de la Unión.

Durante un tiempo, ese vaciamiento de la soberanía efectiva pudo pasar desapercibido, mientras la globalización generaba crecimiento y riqueza. La agenda progresista orientó su quehacer hacia el empoderamiento de las capacidades individuales, el despliegue de nuevos derechos civiles, y un esfuerzo de inclusión de minorías en nuestras sociedades, amplificando también la batalla de la igualdad de género. Asimismo, el compromiso con la protección del planeta, la lucha contra la raíz del calentamiento global y otros costes ambientales se ha situado en el frontispicio de los programas socialistas. Esta ampliación del paraguas progresista es justa y es necesaria.

Ahora bien, en este tiempo, y aun antes de las dos recesiones económicas que han golpeado a los países europeos con mayor severidad, se han ido alimentado nuevas bolsas de «perdedores» en nuestras sociedades, que no condujeron una respuesta diligente. Las caídas de la renta en toda Europa en esas crisis han sido más pronunciadas que en otras latitudes, y la desigualdad y la pobreza amenazan la vida de millones de ciudadanos europeos.

Tenemos que aceptar, pues, que la evolución de la socialdemocracia hacia una izquierda posmaterialista no ofrece todas las respuestas necesarias. Debemos reconocer que esa aproximación no es suficiente y reivindicar, por tanto, nuestra promesa igualitaria. Una promesa que tiene, en este nuevo entorno de incertidumbres y privaciones materiales, más sentido que nunca como herramienta para garantizar el desarrollo de una vida en libertad.

Sin embargo, para desarrollar nuestra misión fundacional, la provisión de medios materiales suficientes para garantizar la plena libertad y la configuración de sociedades inclusivas en un marco internacional estable, necesitamos reconstruir el poder de la acción colectiva. Es decir, hay que fortalecer el papel de las instituciones que puedan moldear un nuevo entorno global y guiar las fuerzas del mercado.

Para ello, no podemos volver la vista a los Estados nación, que desarrollaron tal misión en el siglo xx. En este momento histórico, la Unión Europea está llamada a jugar ese papel, a asumir su responsabilidad para reinstitucionalizar el orden global inspirado en nuestros principios y valores, y recomponer la justicia social en nuestras propias sociedades.

No obstante, cuando más necesitamos a la Unión Europea, siguen persistiendo las dudas y las desconfianzas. En el debate público continúa presente una percepción tecnocrática o burocrática del funcionamiento de la Unión, que resta pulsión política a su empoderamiento. Y en la izquierda, hay quienes, a fuerza de perder batallas, parecen haber renunciado a la esperanza en una Europa con una mayor impronta progresista. Aunque, en todo caso, la respuesta solidaria ante la actual crisis derivada de la pandemia representa una nueva oportunidad. En este ensayo se realiza un rápido repaso histórico por el complejo camino que condujo a la construcción de los estados de bienestar nacionales.

Debemos encontrar en nuestra propia historia la confianza y el ejemplo para la misión del presente. Se analiza, después, la pérdida de soberanía efectiva de los Estados nación, justificando así el papel que debe jugar la Unión Europea. Y para ello, debemos despejar las dudas sobre la legitimidad democrática de la Unión y explicitar nítidamente el terreno de debate político europeo, para permitir una politización inteligente y la consolidación de un espacio público compartido. Entonces, hay que evaluar las contradicciones actuales de la familia socialdemócrata europea y configurar una agenda de cambio compartida que pueda alumbrar nuestro trabajo político y diseñar un horizonte inclusivo para nuestras sociedades. El debate global parece, en todo caso, comenzar a reorientarse, pero ni este giro ni su profundidad están garantizados. La izquierda debe recuperar su esencia redistributiva, que pasa inexcusablemente por el fortalecimiento de la Unión. Y, a través de las instituciones europeas, debemos recuperar la soberanía colectiva para cumplir nuestro compromiso político, que permita viabilizar nuestro estilo de vida, y asegurar la libertad y la cohesión social. Veamos.

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