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Afganistán

La brusca retirada de Afganistán de las tropas internacionales

El presidente de Afganistán, Ashraf Gani, oficializó este jueves en una ceremonia en Kabul la entrega por parte de la OTAN del control total de la seguridad del país a las fuerzas afganas.

El 31 de diciembre, a medianoche, los últimos soldados de las unidades de combate de la Fuerza Internacional de Asistencia para la Seguridad de Afganistán (FIAS) abandonaron oficialmente el reino de la insolencia. Creada en diciembre de 2001 por la OTAN, en aplicación de la resolución 1386 del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, esta fuerza cuyos efectivos han llegado a sumar, en el año 2011, hasta 131.000 militares procedentes de 49 países, de los cuales 100.000 eran norteamericanos, tenía como misión garantizar la seguridad de Kabul y alrededores y apoyar a la Autoridad Provisional Afgana. El objetivo era descubrir y destruir las numerosas bases de AlQaeda, dispersas por todo el país, y garantizar la pervivencia del nuevo gobierno elegido por Washington tras la caída del régimen talibán, derrocado en dos meses, a finales de 2001, merced a la operación Libertad Duradera llevada a cabo por EEUU y los aliados.

Tras 13 años de una guerra que se ha cobrado la vida de 20.000 civiles en Afganistán, de 3.500 combatientes de la coalición internacional y que ha costado más de 700.000 millones de dólares a las arcas de EEUU, del enorme contingente terrestre y aéreo desplegado en Afganistán solo quedarán los 12.500 soldados –de ellos, 10.800 norteamericanos– de la operación Apoyo Resuelto, dirigida a formar y a instruir a las fuerzas de seguridad afganas, pero también destinada a “asistir” en caso de necesidad “a nivel operacional”. Serán los 195.000 soldados y los 157.000 policías afganos, equipados por la coalición, los que tengan que asumir ahora prácticamente sin apoyo aéreo las tareas fundamentales llevadas a cabo desde 2001 por la FIAS.

Desde que EEUU y la OTAN acordaron en 2013 retirar todas las unidades de combate de Afganistán, las fuerzas residuales que dejaban tras de sí ha sido objeto de intensas negociaciones. El expresidente Hamid Karzai, que gobernó el país de 2001 hasta la entrada en funciones de su sucesor Ashraf Ghani en septiembre de 2014, llegó incluso a negarse a firmar el acuerdo de seguridad alcanzado con Washington el 20 de noviembre de 2013 relativo al mantenimiento de una ayuda internacional tras la salida de la FIAS. Karzai, que a esas alturas ya no podía volver a concurrir a las elecciones presidenciales y que debía su supervivencia política –y sobre todo física– a la presencia de las fuerzas de la OTAN, dejó el gobierno criticando, al menos en apariencia, la injerencia extranjera como un resistente más, aunque tardío. Quizás tuviese presente la suerte que corrió Shah Shujah, destacado gobernante emir, como él, de la tribu pastún de los Popalzai, asesinado por sus compatriotas en 1842 tras ocupar el trono de Kabul gracias a los británicos.

Sin embargo, la mayor parte de los políticos afganos eran muy partidarios del contrato de seguridad que llevaba aparejado el tratado porque consideraban prematura la retirada norteamericana y el tamaño de las fuerzas residuales previstas por el Pentágono y la OTAN, irrisoria. A su entender, las fuerzas de seguridad afganas no podrían contener el fortalecimiento de los talibanes en las provincias y aún menos oponerse a una ofensiva contra Kabul y los principales núcleos urbanos. No eran los únicos en experimentar esos temores. “Si las fuerzas norteamericanas se retiran, los talibanes necesitarán menos de un año para apoderarse de regiones estratégicas al Sur y al Este del país”, estimaba, en mayo pasado, un experto del Pentágono. “La retirada de las tropas de la OTAN es demasiada brusca”, lamentaba a principios de diciembre Abdullah Abdullah, oponente de Ashraf Ghani en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales y hoy jefe del Ejecutivo. “Hace dos años, teníamos 150.000 soldados de la OTAN y muchos aviones y helicópteros. En menos de dos meses, no habrá más de 12.000. Necesitamos apoyo aéreo, para la evacuación médica de los heridos, apoyo de los servicios de inteligencia y aviones rápidos”.

La inquietud de Abdullah Abdullah y del mundo político afgano es lógica. Desde hace casi un año, los talibanes están a la ofensiva en todas partes, incluido en el centro de Kabul donde han perpetrado, estas últimas semanas, atentados sangrientos que ponen de manifiesto su audacia y la eficacia de sus redes sociales de apoyo clandestino. Y las fuerzas de seguridad afganas, pese a la importancia de sus efectivos y la parte colosal del presupuesto nacional y de la ayuda extranjera que han obtenido, distan mucho de estar preparados para hacer frente a un enemigo muy inferior en número pero muy superior en lo que a organización y motivación se refiere. Hace un mes, cuando la bandera de Estados Unidos acababa de ser izada con toda solemnidad en su cuartel general, el general Joseph Andersosn, comandante del contingente norteamericano de Kabul, no ocultaba su opinión sobre la situación. Lamentaba la debilidad del ejército y de la policía afganos y su ineptitud actual a la hora de coordinar las acciones, al tiempo que criticaba especialmente la indisciplina de los policías: “Han sido instruidos pero nueve de cada diez veces no lleva ni casco ni chaleco antibalas y no cumplen con los procedimientos”.

Otros actores u observadores ofrecen una explicación diferente –y complementaria– a la ineficacia de las fuerzas armadas afganas. “Los policías con frecuencia van al frente, donde el riesgo es mayor, mientras que los militares se contentan con ocuparse del mantenimiento y de la protección de las bases. Suele ser muy difícil dar con fuerzas afganas que den caza a los talibanes. En lugar de limpiar una zona y de mantenerla, estableciéndose en la zona para impedir que regresen, vuelven a las bases tan pronto como acaba la limpieza”, asegura un experto extranjero.

5.000 muertos en un año y 30.000 desertores en el ejército afgano

Militares y diplomáticos extranjeros coinciden en una cuestión, las fuerzas armadas afganas están expuestas a interferencias y a órdenes políticas constantes. En numerosas ocasiones, las operaciones estaban dirigidas por las principales potencias, a cuyos intereses servían. Las fuerzas de seguridad afganas, que están desmoralizadas por las importantes bajas registradas, a menudo son indisciplinadas, carecen de rangos suficientes, están mal dirigidas y tienen una estrecha dependencia del apoyo aéreo occidental. Solo este año, se han producido más de 5.000 muertos, es decir, un número de fallecidos superior al registrado en los contingentes extranjeros desde 2001. A ello hay que sumarle la tasa de deserción, muy elevada –casi 30.000 soldados se han pasado al enemigo, armas y equipamiento incluidos –y el activo contrabando de armas. Según un estudio norteamericano, los números de serie de al menos 14.000 armas entregadas al ejército afgano no figuran en los registros de las unidades regulares. El mismo documento recoge que apenas el 50% de las tropas son aptas para el combate.

Las operaciones en curso desde hace semanas en la provincia de Helmand así lo confirman. En este bastión talibán al sudoeste de Kabul, fronterizo con el inestable Baluchistán pakistaní, los militares norteamericanos y británicos retomaron hace cuatro años el control de los principales ciudades y los ejes viarios fundamentales, restableciendo una relativa seguridad. Tras su retirada en primavera, los “estudiantes de religión”, que obedecen a las consignas de la asamblea de sus dirigentes con base en Quetta (Pakistán) pasaron a la ofensiva. De modo que, privados de apoyo aéreo y de información fiable, las fuerzas afganas se esfuerzan por resistir, pese a haber sufrido importantes bajas, 1.300 miembros de las fuerzas de seguridad han sido asesinados en estos combates solo entre junio y noviembre. Los talibanes han logrado incluso llegar a la principal base del ejército en la provincia, el campo de Shorab Maidan, antiguo bastión del ejército británico, evacuado un mes antes por las tropas de ese país. “Solo se encuentra bajo control del Gobierno la carretera asfaltada de Sangin”, aseguraba a The New York Times hace unos días desde el hospital un policía herido en un enfrentamiento. “El resto es talibán. Nuestros propios oficiales venden nuestras balas a los talibanes en lugar de dárnoslas y compran casas en Lashkar Gah [capital de la provincia], dejando a sus subordinados que luchen solos”.

El empeoramiento de la situación militar, a raíz del repliegue de las fuerzas extranjeras, no es el único peligro que amenaza al régimen afgano. Elegido tras dos comicios muy cuestionados, el antropólogo Ashaf Ghani, exprofesor de Berkeley y en la Universidad Johns Hopkins, antiguo dirigente del Banco Mundial, no ha tenido otra elección que, para poner fin a la crisis política, ofrecer a su adversario político en la segunda vuelta, el exministro de Asuntos Extranjeros Abdullah Abdullah, un puesto de “jefe del Ejecutivo”, inexistente en la constitución afgana.

Pero tres meses después de la toma de posesión del nuevo jefe de Estado, el país sigue gobernado por un gabinete provisional “de unidad nacional” y los colaboradores de los dos dirigentes no logran alcanzar un acuerdo sobre la composición de Gobierno. Esta situación no facilita ni las relaciones con los donantes extranjeros, ni la puesta en marcha de un plan de recuperación económica coherente, un asunto que sin embargo es urgente. A los desacuerdos políticos se unen las rivalidades étnicas ancestrales. Ashraf Ghani contaba con el apoyo de la minoridad pastún, a la que pertenece, y con el del señor de la guerra uzbeco Rachid Dostum, que como recompensa ha sido nombrado vicepresidente. Abdullah Abdullah, próximo al comandante Massoud, tenía el respaldo de los tayikos y de los chiíes hazaras. A la hora de negociar, cada uno lucha por preservar los intereses de su clan y de sus aliados.

Heredero de una economía en ruina, que pervive gracias al gotero que representa la ayuda internacional, minada por la corrupción y el tráfico de droga, Ashraf Ghani no termina de abordar, como se evidencia, la fase de afganización de la guerra en las condiciones más favorables, puesto que las interferencias de los principales vecinos de Afganistán –Irán, pero sobre todo India y Pakistán– no contribuyen a la estabilización a la estabilización del país. Ashraf Ghani , que parece dispuesto a pasar la página de las “injerencias cruzadas” con Pakistán, en su primera salida al extranjero ha viajado a China, país del que dice esperar mucho para sacar a su país del subdesarrollo. Más tarde, a mediados de octubre, se desplazó a Islamabad para entrevistarse con el primer ministro Nwaz Sharif al que informó de su deseo de reconciliarse con los talibanes.

La lección olvidada de la guerra de Vietnam

A mediados de diciembre, días después del ataque mortal de los talibanes paquistaníes en una escuela de Peshawar, los dirigentes afganos y el general Rahell Sharif, jefe del ejército paquistaní, de visita a Kabul afirmó su intención de “combatir juntos el terrorismo”. Una cuestión no menor. En Quetta (Pakistán), la dirección de los talibanes afganos encontró refugio. Los talibanes pakistaníes instalaron, en las provincias afganas fronterizas, las bases de operaciones a partir de las cuales lanzan sus ataques contra objetivos paquistaníes. En lo que respecta al diálogo que el nuevo presidente afgano pretende reanudar con los talibanes, de momento ha de hacer frente a un obstáculo mayor: los “estudiantes de religión” denuncian todo lo que respecta a la igualdad entre hombres y mujeres en la nueva constitución afgana y rechazan formalmente el acceso de las niñas a la escuela.

Evidentemente, Barack Obama no ignora las dificultades que entraña la transición. Tampoco puede ignorar que tras la retirada soviética de 1989, bastaron tres años a los rebeldes islámicos para derrocar el régimen de Mohamad Najibullah y para hacerse con el poder. Además, no puede haber olvidado el caos sangriento en el que desembocó la retirada políticamente y militarmente mal preparada de Irak, en 2011. Un caos que actualmente se traduce en un nuevo compromiso militar internacional para tratar de contener un movimiento yihadista que controla ya una parte del territorio y atrae a miles de combatientes extranjeros.

Todo esto sucede como si, cuarenta años después de la dura derrota de la vietnamización, los estrategas norteamericanos, indiferentes a la historia, continuaran pensando que basta con suministrar dólares, armas y algunos miles de consejeros a un país para permitirle escapar a la espiral de la violencia, cuando las causas profundas del conflicto no han desaparecido. La realidad es dura. No basta con que la diplomacia y la economía de EEUU tengan otras prioridades o que la opinión pública norteamericana se canse de ver a sus soldados luchar en el otro extremo del planeta para que un régimen aliado se vea, prácticamente de un día para otro, obligado a ganar las batallas que Washington ya no quiere librar.

El ejemplo vietnamita, ampliamente documentado, es suficientemente elocuente. Seis años después de la llegada a Saigón de los 16.000 primeros “consejeros” enviados por el Pentágono, más de medio millón de soldados americanos luchaban en Vietnam cuando Richard Nixon anunció en 1969 la “vietnamización” de la guerra. Concebida bajo la Administración demócrata de Johnson y puesta en marcha por el secretario de Estado de Defensa republicano Melvin Laird, esta nueva estrategia preveía simultáneamente una retirada progresiva de las unidades de combate norteamericanas y un refuerzo simultáneo del ejército en el Sur de Vietnam. Estaba destinada a apaciguar a la opinión pública norteamericana, cansada de esta guerra lejana y de las mentiras de la Administración Nixon, sobre todo tras conocerse la matanza de My Lai de 1968. Mientras en París daban comienzo las negociaciones con el gobierno de Vietnam del Norte, Wahington había iniciado la entrega, al ejército de Vietnam del Sur, de carros de combate y de decenas de caza bombarderos, aviones de apoyo y helicópteros. Estos refuerzos se unían a los enormes medios aéreos desplegados por Washington en Vietnam del Sur y en los países vecinos.

A finales de 1971, el 60% de las unidades de combate norteamericanas habían salido de Vietnam. A principios de 1973, en aplicación de los Acuerdos de paz de París, los últimos soldados norteamericanos dejaban el país y Washington se comprometió a parar las entregas de material militar a Saigón. Con un millón de hombres y armamento moderno, el ejército de Vietnam del Sur estaba solo, sobre el terreno, ante los combatientes del Frente Nacional de Liberación y a los soldados norvietnamitas. ¿Capaz de hacer frente y de contener las tropas del enemigo comunista? Teóricamente, sí, según las estrategias del Pentágono. La ruptura del alto el fuego alcanzado en París demostraría que no. Mal dirigido, con unos medios de comunicación insuficientes, este enorme ejército corrupto, desmoralizado y mientras las deserciones se multiplicaban, iría perdiendo posiciones paulatinamente. Sobre todo porque ya no disponía de la que era su mayor baza, el apoyo aéreo norteamericano. El 30 de abril de 1975, dos años después de la salida de los últimos soldados norteamericanos, los soldados norvietnamitas y los combatientes del FNL entraron en Saigón.

Bien es verdad que Afganistán no es Vietnam, pero es inevitable ver un paralelismo inquietante en las prisas norteamericanas a la hora de repatriar a sus soldados y a la hora de movilizarse fondos y consejeros para ayudar a Afganistán, en la pobre eficacia operacional del ejército afgano, en los enfrentamientos de personas o de clanes en la cúspide del poder de Kabul o en los estragos de la corrupción. El destino de Occidente no se jugaba en Saigón como fingían creer los profetas de la guerra fría. Sin duda tampoco se va a jugar en Kabul. En las despiadadas montañas del cementerio de los imperios, lo que está en juego es el futuro de los afganos. Tras 40 años de guerra, 13 años de intervención militar internacional, ¿tendrán que sufrir el regreso del fanatismo talibán o algo peor?

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Traducción: Mariola Moreno

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