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Los diablos azules

El regreso

La versión extranjera, de Florencia del Campo.

Cuando alguien que conozco gana un premio literario, siento que mi espíritu se expande. Si además es mujer, entonces me identifico con ella, sea joven o mayor, eso me da igual, y pienso en todo lo que habrá sentido, en el esfuerzo por terminar la novela, las inseguridades y correcciones, en la duda al presentarla, en la ilusión ante las expectativas, en la alegría al recibir el veredicto del jurado. Florencia del Campo es joven y promete mucho. Acaba de ganar el premio Ciudad de Barbastro de Novela corta con La versión extranjera. Podéis encontrarla en una buena editorial, Pre-Textos, que publica muchos de los premios literarios que existen.

Me gusta recomendar libros de escritoras. Aunque mi balanza a veces se inclina de más hacia ese lado, intento compensar lo que durante tanto tiempo no ha ocurrido. Porque entre ellas hay voces que merecen la pena y porque también hay ya mucha gente que reseña o hace crítica literaria de los importantes, europeos, blancos, famosos.

De Florencia del Campo (Buenos Aires, 1982) había leído la novela anterior, publicada en Caballo de Troya, Madre mía, título inequívoco en el que contaba una historia de relación maternofilial. En la actual, la novela premiada, La versión extranjera, ahonda en el mismo tema, solo que un poco más ampliado, una familia de tres: madre-hermano-hermana. Así escrito. Los protagonistas no tienen nombre. Los demás, los personajes secundarios sí. Es como si quisiera decirnos que en los núcleos familiares endogámicos el yo se diluye en el ellos y el ellos es también el nosotros o el yo. La diferenciación viene con el resto, que tienen nombre, pero son secundarios. Esta novela es, como la anterior, una literatura intimista, de relaciones casi claustrofóbicas, de pensamientos, hechos y recuerdos.

La novela está dividida en dos partes. La primera, o primera versión, tal y como viene en el índice del libro, está realizada a modo de cuaderno de viajes o diario, y narra el día a día por orden cronológico de un viaje que la protagonista realiza a Estados Unidos para reencontrarse y convivir, durante un tiempo corto, con su familia. La madre vive con el hijo-hermano, casado con una norteamericana. La hija-hermana vive en Madrid y viaja hacia lo que se convierte durante esos 18 días en la casa familiar. Y el pasado vuelve. Y lo que no se pudo arreglar entonces, en la infancia, no se arregla ahora, y no sabemos si lo que la hermana anda buscando clarificar sucedió en realidad o no, si formó parte de su imaginación o, si no fue así, de quién fue la responsabilidad. Pero da igual, porque el territorio de la infancia siempre se mueve entre lo ocurrido y la fantasía, entre la realidad y la imaginación. Y si ella lo vivió así, por mucho que el hermano lo niegue, para ella fue real, aunque al diluirlo y dejarlo en la duda, parece menos grave al lector. El último día del diario, el que cierra la primera parte, ella escribe que solo piensa en regresar a Madrid, en que su visita acabe:

“Me alivia tanto que sea mañana, que en este momento me confundo y pienso que estoy a menos de veinticuatro horas del alivio final. Todavía ni tengo memoria para saber que eso nunca fue así. Que no es mañana, que es hoy. Que al último día nunca se llega. Que a esto le sigue vivir”.

 

Todo en la ambigüedad, todo un juego con el espacio y el tiempo, que se repite: el espacio y el tiempo argentino, el espacio y el tiempo americano, el espacio y el tiempo madrileño. Como bien decía Einstein: el espacio es cuestión de tiempo. Aquí la autora parece ampliar el concepto: es cuestión de tiempo el espacio y la memoria, un tiempo circular, que vuelve una y otra vez, como los recuerdos, en un bucle del que es difícil escapar.

“Me preguntan si quiero intentar hacer empanadas argentinas con los ingredientes que se consiguen en este país. Pienso que voy a llorar y salgo al jardín trasero para que no me vean. Miro una ardilla, vuelvo a entrar. De pequeña me encantaban las de carne pero las repetía. Sí, busquemos los ingredientes, digo. Las haría de humita. Humita: lo digo así, como hacía años que no lo decía. Ni siquiera maíz ya; ni siquiera un refugio. Subo a la habitación a buscar mis zapatillas”.

 

La segunda parte, o segunda versión, más corta, es donde entra un yo desestructurado, que revisa lo que ha pasado en esos 18 días casi desde fuera, intentando asimilarlos, como si no diera crédito a no haber resuelto nada, como si todo le fuera ajeno, como si quisiera entender esa relación a tres y no lo consiguiera, donde la voz narradora se cuestiona su lugar en el mundo, su extranjería, su lengua, su país, su familia, en una redacción que juega con lo caótico, sin puntos, solo comas, puntos y comas y texto seguido, como se piensa, como son en realidad los monólogos interiores:

“Mi desconfianza por la lengua muerta de madre, la lengua madre de muerta, es Carmel otra vez, la familia, el plagio del plagio del plagio, todo es repetición, no se avanza sino más que de uno en uno, pero 18 veces cuando había que llegar a 19, es hoy o ayer y nunca llegará mañana, es vuelta y vuelta, podría no acabarse nunca y sin embargo no hay palabras, no hay relato, va a esfumarse más temprano que tarde, va a ser cero, nada, fin que no será fin, que será solo silencio, la resignación de la lengua materna, el paso de lengua madre a lengua muerta…”.

Y al final nos hace sentir que todas las versiones del recuerdo son las versiones que nos marca en el título de la novela, con el que acaba:

“La posibilidad de rozar el recuerdo de que una vez existió esta versión —igual a la de ayer, a la de hoy, a la de siempre, a la que no va a parar—, esta versión, decía, esta versión extranjera”

 

Cuando las madres tienen los ojos verdes

Cuando las madres tienen los ojos verdes

Sin punto final. Porque todo vuelve, todo empieza.

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Carmen Peire es escritora. Su último libro es Cuestión de tiempo (Menoscuarto, 2017).

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